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Dos días después levantamos el campamento y nos fuimos a Valencia. Al despedirme del vigilante pensé que aquélla era la última vez que lo vería. Mientras viajábamos, cuando me tocó sentarme junto a Hans y darle conversación, le pregunté por el motivo de sus discusiones con el vigilante. No te caía bien, le dije, ¿por qué? Durante un rato Hans permaneció en silencio, algo inhabitual en él, reflexionando la respuesta que iba a darme. Después simplemente me dijo que no lo sabía.

Estuvimos una semana en Valencia, dando vueltas de un lado para otro, durmiendo en la furgoneta y buscando trabajo en las plantaciones de naranja, pero no encontramos nada. El pequeño Udo se enfermó y lo llevamos a un hospital. Sólo tenía un resfriado con algo de fiebre que las condiciones en que vivíamos agravaba. Debido a esto el humor de Monique se agrió y por primera vez la vi enojada con Hans. Una noche hablamos de dejar la furgoneta y que Hans y su familia siguieran solos y en paz, pero éste dijo que no podía permitir que continuáramos solos y nosotros comprendimos que tenía razón. El problema, como siempre, era el dinero.

Cuando volvimos a Castelldefels llovía a cántaros y el camping estaba inundado. Eran las doce de la noche. El vigilante reconoció la furgoneta y salió a recibirnos. Yo iba sentada en uno de los asientos de atrás y vi cómo él miraba, buscándome, y luego le preguntaba a Hans dónde estaba Mary. Después dijo que si nos dejaba montar las tiendas lo más probable era que el agua las inundara, así que nos condujo a una especie de cabaña de madera y ladrillos, en el otro extremo del camping, una cabaña construida de manera caótica, en donde había por lo menos ocho habitaciones, y allí pasamos la noche. Hans y Monique, para ahorrar, se fueron con la furgoneta a la playa. La cabaña carecía de luz eléctrica y el vigilante estuvo buscando velas en una habitación que servía de depósito de material de mantenimiento. No las encontró y tuvimos que alumbrarnos con encendedores. A la mañana siguiente el vigilante apareció por la cabaña con un hombre de pelo blanco y ondulado, de unos cincuenta años, que nos saludó y luego se puso a hablar con el vigilante. Después éste nos dijo que era el dueño del camping y que nos iba a permitir quedarnos gratis durante una semana.

Por la tarde apareció la furgoneta. La conducía Monique y en uno de los asientos traseros llevaba a Udo. Le dijimos que estábamos bien y que se vinieran con nosotros, que era gratis y teníamos sitio de sobra para todos, pero Monique nos dijo que Hans había hablado por teléfono con su tío del sur de Francia y que lo mejor era que nos dirigiéramos todos hacia allá de inmediato. Le preguntamos dónde estaba Hans en ese momento y nos dijo que tenía unos asuntos que resolver en Barcelona.

Durante una noche más permanecimos en el camping. A la mañana siguiente apareció Hans y nos dijo que estaba todo solucionado, que el tiempo que faltaba para que empezara la vendimia lo podíamos pasar en una de las casas del tío de Monique, sin hacer nada y tostándonos al sol. Después hizo un aparte con Hugh, Steve y yo y nos dijo que no quería a John en el grupo. Ese tipo es un degenerado, dijo. Para mi sorpresa, Hugh y Steve le dieron la razón. Yo dije que me traía sin cuidado que John siguiera con nosotros o se separara. ¿Pero quién se lo diría? Lo haremos todos juntos, dijo Hans, como debe de ser. Aquello me pareció el colmo y decidí no tomar parte. Antes de que se marcharan les comuniqué que iba a quedarme unos días en Barcelona, en la casa del vigilante y que me reuniría con ellos al cabo de una semana, en el pueblo.

Hans no puso ninguna objeción pero antes de partir me dijo que tuviera un cuidado especial. Ese tipo es un mal bicho, dijo. ¿El vigilante? ¿En qué sentido? En todos los sentidos, dijo. A la mañana siguiente me marché a Barcelona. El vigilante vivía en un piso enorme, en la Gran Vía, en compañía de su madre y del amigo de su madre, un tipo unos veinte años menor que ésta. La casa estaba habitada sólo en los extremos. En el interior, en una habitación que daba a los patios, vivía la madre y su amante, y en el exterior, en una habitación con balcón a la Gran Vía, vivía el vigilante. En medio había por lo menos seis habitaciones vacías, en donde entre el polvo y las telarañas se adivinaban las presencias de sus antiguos moradores. En una de estas habitaciones pasó dos noches John. El vigilante me preguntó por qué John no se había marchado con los demás y cuando se lo dije se quedó pensativo y a la mañana siguiente apareció con él por la casa.

Después John tomó un tren para Inglaterra y el vigilante empezó a trabajar sólo los fines de semana, por lo que teníamos todo el tiempo a nuestra disposición. Fueron unos días muy agradables. Nos levantábamos tarde, desayunábamos en bares del barrio, yo una taza de té y el vigilante un café con leche o un carajillo, y luego nos dedicábamos a vagabundear por la ciudad hasta que el cansancio nos hacía volver a casa. Por supuesto, había algunos inconvenientes, el principal de los cuales era que no me gustaba que el vigilante gastara su dinero en mí. Una tarde, mientras estábamos en una librería, le pregunté qué libro quería y se lo compré. Fue el único regalo que le hice. Escogió una antología de un poeta español llamado De Ory, ese nombre sí que lo recuerdo.

Diez días después me marché de Barcelona. El vigilante me fue a dejar a la estación. Le di mi dirección de Londres y la dirección del pueblo del Rosellón en donde iba a estar trabajando por si se animaba a venir. Cuando nos despedimos, no obstante, estaba casi segura de que no lo volvería a ver más.

El viaje en tren, por primera vez sola después de mucho tiempo, fue particularmente grato. Me sentía bien dentro de mi cuerpo. Tuve tiempo para pensar en mi vida, en mis proyectos, en lo que quería y en lo que no quería. Comprendí, podría decirse que de forma instantánea, que la soledad ya no sería algo que me preocupara. En Perpignan tomé un autobús que me dejó en un cruce de caminos y desde allí me fui caminando hasta Planézes, en donde presumiblemente me esperaban mis compañeros de viaje. Llegué poco antes de que se ocultara el sol y la visión de las colinas llenas de viñedos, de un tono marrón verdoso muy fuerte, contribuyó si cabe a serenarme aún más el ánimo. Al llegar a Planézes, sin embargo, los rostros que encontré no eran muy alentadores. Esa noche Hugh me puso al corriente de todo lo que había ocurrido en mi ausencia. Hans, sin que se supiera el motivo, se había peleado con Erica y ya no se dirigían la palabra. Durante unos días Steve y Erica hablaron de la posibilidad de marcharse, pero luego Steve se peleó a su vez con Erica y los planes de fuga cayeron en el olvido. Para colmo el pequeño Udo había vuelto a enfermarse y por su causa Monique y Hans casi llegaron a las manos. Según Hugh, Monique quiso llevar a su hijo a un hospital de Perpignan y Hans se opuso con la excusa de que en los hospitales más que curar enfermedades las provocaban. A la mañana siguiente Monique tenía los ojos hinchados de tanto llorar o tal vez de los golpes que le dio Hans. El pequeño Udo, de todos modos, se había curado solo o gracias a las hierbas que le daba de beber su padre. Por lo que concernía al propio Hugh, declaró que se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, ya que el vino era abundante y gratis.

Aquella noche, durante la cena, no noté ningún síntoma alarmante de tensión en mis compañeros y al día siguiente, como si sólo me hubieran estado esperando a mí, comenzó la vendimia. La mayoría trabajábamos cortando los racimos. Hans y Hugh trabajaban de porteadores. Monique conducía el coche que llevaba la uva a la bodega de la cooperativa de un pueblo vecino. Además del grupo de Hans, trabajaban con nosotros tres españoles y dos chicas francesas con las que no tardé en hacer amistad.

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El trabajo era agotador y posiblemente su única ventaja consistía en que tras la jornada a nadie le quedaban ganas de pelearse con nadie. De todas maneras, motivos de fricción no faltaban. Una tarde Hugh, Steve y yo le dijimos a Hans que eran necesarios por lo menos dos trabajadores más. Hans estuvo de acuerdo con nosotros pero dijo que era imposible. Cuando le preguntamos por qué era imposible nos respondió que se había comprometido con el tío de Monique a hacer la vendimia con sólo once empleados, ni uno más.

Por las tardes, después de terminada la faena, solíamos ir a un río a bañarnos. El agua estaba fría, pero el río era lo suficientemente profundo como para nadar y de esa manera entrar en calor. Después nos enjabonábamos, nos lavábamos el pelo y volvíamos a la casa a cenar. Los tres españoles estaban alojados en otra casa y hacían su vida aparte aunque a veces los invitábamos a comer con nosotros. Las dos chicas francesas vivían en la aldea vecina (en donde estaba la cooperativa) y cada tarde se iban en moto a sus respectivos hogares. Una se llamaba Marie-Josette y la otra Marie-France.

Una noche, todos habíamos bebido más de la cuenta, Hans nos contó que había vivido en una comuna danesa, la comuna más grande y mejor organizada del mundo. No sé cuánto tiempo habló. A veces se excitaba y daba golpes en la mesa o se levantaba y nosotros, sentados, lo veíamos crecer, estirarse de forma desmesurada, como un ogro, un ogro al que estábamos atados por su generosidad y por nuestra falta de dinero. Otra noche, mientras todos dormían, lo escuché hablar con Monique. Hans y ella tenían la habitación justo encima de la mía y seguramente aquella noche no habían cerrado la ventana. Fuera lo que fuera yo los escuché, hablaban en francés y Hans decía que no podía evitarlo, sólo eso, que no podía evitarlo, y Monique le decía que sí, que sí, que debía hacer un esfuerzo. Lo demás no lo entendí.

Cuando ya estábamos a punto de terminar el trabajo, una tarde apareció por Planézes el vigilante y fue tanta la alegría que me dio verlo que le dije que lo amaba y que tuviera cuidado. No sé por qué se lo dije pero al verlo aparecer, caminando por la calle principal del pueblo, tuve la sensación de que un peligro cierto nos acechaba a todos.

Sorprendentemente él me dijo que también me amaba y que le gustaría vivir conmigo. Se le veía feliz, cansado, había llegado al pueblo en autostop después de recorrer casi toda la zona, pero feliz. Aquella tarde, lo recuerdo, nos fuimos a bañar todos al río, todos menos Hans y Monique, y cuando nos desnudamos y nos tiramos al agua el vigilante permaneció en la orilla, completamente vestido, de hecho con demasiadas ropas, como si tuviera frío pese al calor que hacía. Y después sucedió algo que aparentemente no tiene ninguna importancia, pero en lo cual yo percibí la mano de alguien, de la casualidad o de Dios. Cuando nos bañábamos aparecieron por el puente tres trabajadores de temporada y se pusieron a mirarnos, a Erica y a mí, durante un largo rato, eran dos hombres mayores y un adolescente, tal vez el abuelo, el padre y el hijo, vestidos con ropas de trabajo muy maltratadas, y al final uno de ellos dijo algo en español y el vigilante les contestó, vi la cara de los trabajadores mirando hacia abajo y la cara del vigilante mirando hacia arriba (hacia un cielo muy azul), y después de las primeras palabras hubo otras, todos hablaron, los tres jornaleros y el vigilante, parecían, primero, preguntas y respuestas, y luego simplemente era como si hicieran observaciones banales, una simple conversación sostenida por tres personas que están en un puente y un vagabundo que está debajo, y todo sucedía mientras nosotros, Steve, Erica, Hugh y yo nos bañábamos y nadábamos de un lado para otro, como cisnes o como patos, en principio ajenos a la conversación en español, pero en parte objeto de ésta, y en particular Erica y yo motivo de gozo visual, y de espera. Pero de pronto los jornaleros se marcharon (sin esperar a que saliéramos del agua) y dijeron adiós, esa palabra por supuesto que la entiendo en español, y el vigilante también les dijo adiós y allí se acabó todo.

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