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Esa noche dormimos en una casa desocupada del tío de Monique (en el pueblo no había más de treinta casas y por lo que nos dijo Hans la mitad eran de él) y a la mañana siguiente partimos rumbo al sur. Antes de llegar a Perpignan subimos a otra autoestopista. Era una chica rubia, un poco gordita, llamada Erica, de París, y al cabo de una charla de pocos minutos decidió lormar parte de nuestro grupo, es decir seguir con nosotros hacia Valencia, trabajar durante un mes en la recogida de naranjas y luego volver a subir hasta aquella aldea perdida del Rosellón y hacer la vendimia juntos. Como nosotros, tampoco iba sobrada de dinero por lo que su manutención también correría a cargo del alemán. Con la llegada de Erica, además, la furgoneta agotaba su cupo y Hans nos comunicó que ya no volvería a detenerse con ningún otro autoestopista.

Durante todo el día rodamos hacia el sur. Nuestro grupo era alegre pero después de tantas horas de carretera más bien estábamos deseando una ducha y una comida caliente y nueve o diez horas de sueño ininterrumpido. El único que se mantenía con la misma energía que al principio era Hans, que no paraba de hablar y de contar historias que le habían pasado a él o a gente conocida por él. El peor lugar de la furgoneta era el asiento del copiloto, es decir el asiento al lado de Hans, y nosotros nos turnábamos para ocuparlo. Cuando me tocó a mí hablamos de Berlín, ciudad en la que viví de los dieciocho a los diecinueve años. De hecho yo era la única pasajera que sabía algo de alemán y conmigo Hans aprovechaba para hablar en su idioma. Pero no hablábamos de literatura alemana, que es un tema que a mí me fascina, sino de política, algo que siempre termina por aburrirme.

Cuando cruzamos la frontera Steve tomó mi lugar y yo me fui a uno de los últimos asientos de la furgoneta, en donde estaba dormido el pequeño Udo, y desde allí seguí escuchando la cháchara de Hans, sus planes para cambiar el mundo. Creo que nunca un desconocido se había portado de forma tan generosa conmigo y me había caído tan mal.

Hans era insoportable y además un pésimo conductor. En un par de ocasiones nos perdimos. Durante horas estuvimos vagando por una montaña, sin saber cómo retornar a la carretera que nos conduciría a Barcelona. Cuando por fín pudimos llegar a esta ciudad Hans se empeñó en que fuéramos a ver la Sagrada Familia. A esa hora todos teníamos hambre y pocas ganas de contemplar catedrales, por hermosas que éstas fueran, pero Hans era el que mandaba y tras dar innumerables vueltas por la ciudad llegamos por fin a la Sagrada Familia. A todos nos pareció bonita (menos a John, insensible a casi cualquier manifestación artística), aunque sin duda hubiéramos preferido meternos en un buen restaurante y comer algo. Sin embargo Hans dijo que en España lo más seguro era comer fruta y allí nos dejó, sentados en un banco de la plaza, mirando la Sagrada Familia, y él se marchó con Monique y con su pequeño en busca de una frutería. Al cabo de media hora sin aparecer, mientras contemplábamos el crepúsculo rosa de Barcelona, Hugh dijo que lo más probable era que se hubieran perdido. Erica dijo que también era probable que nos hubieran abandonado, delante de una iglesia, añadió, como a los huérfanos. John, que hablaba poco y que generalmente sólo decía tonterías, dijo que cabía la posibilidad de que Hans y Monique estuvieran en ese preciso momento comiendo caliente en un buen restaurante. Steve y yo no dijimos nada, pero pensamos en todas aquellas posibilidades y yo creo que la de John nos pareció la que más se acercaba a la verdad.

A eso de las nueve de la noche, cuando ya empezábamos a desesperarnos, vimos aparecer la furgoneta. Hans y Monique nos dieron a cada uno una manzana, un plátano y una naranja y luego Hans nos comunicó que había estado parlamentando con algunos nativos y que, en su opinión, lo mejor era que dilatáramos por el momento nuestra pretendida expedición a Valencia. Si la memoria no me falla, dijo, en las afueras de Barcelona hay campings que están bastante bien de precio. Por una módica suma diaria podemos descansar unos días, bañarnos, tomar el sol. Todos, demás está decirlo, estuvimos de acuerdo y le rogamos que nos marcháramos de inmediato. Monique, lo recuerdo, no abrió en ningún momento la boca.

Aún tardaríamos tres horas en encontrar la salida de la ciudad. Durante ese tiempo Hans nos contó que mientras hacía el servicio militar en un campamento cercano a Lüneburg se perdió a los mandos de un tanque y sus superiores estuvieron a punto de formarle un consejo de guerra. Conducir un tanque, dijo, es bastante más complicado que conducir una furgoneta, muchachos, os lo aseguro.

Finalmente salimos de la ciudad y entramos en una autopista de cuatro carriles. Los campings están agrupados en una misma zona, dijo Hans, avisadme cuando los veáis. La autopista era oscura y lo único que se veía a ambos lados eran fábricas y terrenos baldíos y tras éstos algunos edificios muy grandes, mal iluminados, como puestos allí al azar, que ofrecían un aspecto de temprana decrepitud. Poco después, sin embargo, entramos en un bosque y vimos el primer camping.

Pero ninguno terminaba de gustarle a Hans, que era el que iba a pagar, y así seguimos nuestra ruta por el bosque hasta que vimos, sobresaliendo entre las ramas de los pinos, un letrero con una solitaria estrella azul. No recuerdo qué hora era, sólo sé que era tarde y que todos, incluido el pequeño Udo, estábamos despiertos cuando Hans frenó delante de la barrera que impedía el paso. Después vimos a un tipo o a la sombra de un tipo que levantó la barrera y Hans salió de la furgoneta y entró, seguido por el que nos había franqueado la entrada, en la recepción del camping. Poco después volvió a salir y nos habló desde la ventanilla del conductor. La noticia que tenía que darnos era que en el camping no alquilaban tiendas de campaña. Hicimos rápidamente unos cálculos. Erica, Steve y John no tenían tiendas. Hugh y yo, sí. Decidimos que Erica y yo dormiríamos en una tienda y que Steve, John y Hugh dormirían en la otra. Hans, Monique y el niño dormirían en la furgoneta. Después Hans volvió a entrar en la recepción, firmó unos papeles y se puso al volante. El tipo que nos había abierto se montó sobre una bicicleta muy pequeña y nos guió por calles espectrales, flanqueadas por viejas roulottes, hasta un rincón del camping. Estábamos tan cansados que todos nos pusimos a dormir de inmediato, sin ni siquiera darnos una ducha.

El día siguiente lo pasamos en la playa y por la noche, después de cenar, nos fuimos a beber a la terraza del bar del camping. Cuando yo llegué Hugh y Steve estaban hablando con el vigilante nocturno que habíamos visto la noche anterior. Yo me senté junto a Monique y Erica y me dediqué a observar el ambiente. El bar, fiel reflejo del camping, estaba casi vacío. Tres pinos enormes emergían de entre el cemento de la terraza y en algunas zonas las raíces de los árboles habían levantado el suelo de cemento como si fuera una alfombra. Por un instante medité qué estaba haciendo realmente en aquel lugar. Nada parecía tener sentido. En un momento de la noche Steve y el vigilante nocturno se pusieron a leer poemas. ¿De dónde había sacado Steve esos poemas? En otro momento unos alemanes se unieron a nosotros (nos invitaron una ronda) y uno de ellos hizo una imitación perfecta del Pato Donald. Recuerdo, casi al final de la noche, haber visto a Hans discutiendo con el vigilante nocturno. Hans hablaba en español y parecía cada vez más excitado. Durante un rato los estuve mirando. En determinado momento me pareció que Hans se ponía a llorar. El vigilante, por el contrario, parecía sereno, al menos no movía los brazos ni hacía gestos desmesurados.

Al día siguiente, aún no repuesta de la borrachera de la noche anterior, mientras me bañaba vi al vigilante nocturno. En la playa no había nadie, sólo él. Estaba sentado en la arena, completamente vestido, leyendo el periódico. Al salir del agua lo saludé. Él levantó la cabeza y me devolvió el saludo. Estaba muy pálido y con el pelo revuelto, como si se acabara de despertar. Esa noche, sin nada que hacer, volvimos a reunimos en el bar del camping. John se puso a elegir canciones en el jukebox. Erica y Steve se sentaron solos en una mesa apartada. Los alemanes de la noche anterior se habían ido y en la terraza sólo estábamos nosotros. Más tarde llegó el vigilante. A las cuatro de la mañana sólo quedábamos Hugh, él y yo. Después Hugh se marchó y el vigilante y yo nos fuimos a dormir juntos.

La garita en donde el vigilante pasaba las noches era tan pequeña que una persona que no fuera un niño o un enano no podía permanecer estirada en su interior. Intentamos hacer el amor de rodillas pero era demasiado incómodo. Más tarde lo intentamos sentados en una silla. Al final terminamos riéndonos y sin haber follado. Cuando ya amanecía me acompañó hasta mi tienda y después se marchó. Le pregunté dónde vivía. En Barcelona, dijo. Tenemos que ir juntos a Barcelona, le dije.

Al día siguiente el vigilante llegó muy temprano al camping, mucho antes de que empezara su turno y estuvimos juntos en la playa y después nos marchamos caminando a Castelldefels. Por la noche volvimos a reunimos todos en la terraza del bar, aunque el bar esa noche cerró temprano, probablemente antes de las diez. Parecíamos refugiados de guerra. Hans había salido con la furgoneta a comprar el pan y Monique después preparó bocadillos de salchichón para todos. Las cervezas las compramos en el bar, antes de que cerraran. Hans nos reunió a todos alrededor de su mesa y dijo que dentro de dos o tres días nos marcharíamos a Valencia. Hago lo que puedo por el grupo, dijo Hans. Este camping se está muriendo, añadió mirando al vigilante a los ojos. Esa noche no había jukebox, así que Hans y Monique trajeron un radiocassette y durante un rato estuvimos escuchando a sus músicos favoritos. Después Hans y el vigilante volvieron a enzarzarse en una discusión. Hablaban en español, pero de vez en cuando Hans me traducía al alemán sus palabras y añadía comentarios sobre la percepción del mundo que tenía el vigilante. La conversación me pareció aburrida y los dejé solos. Cuando estaba bailando con Hugh, sin embargo, me giré a mirarlos y Hans estaba como la noche anterior, al borde de las lágrimas.

¿De qué crees que hablan?, me preguntó Hugh. De tonterías, seguramente, dije yo. Esos dos se odian, dijo Hugh. Apenas se conocen, dije yo, pero más tarde estuve pensando en lo que Hugh me dijo y concluí que tenía razón.

A la mañana siguiente, antes de las nueve, el vigilante fue a buscarme a mi tienda y nos dirigimos en tren desde Castelldefels a Sitges. Pasamos todo el día en esa ciudad. Mientras comíamos bocadillos de queso, en la playa, le dije que el año pasado le había escrito una carta a Graham Greene. Pareció sorprenderse. ¿Por qué a Graham Greene?, me dijo. Me gusta Graham Greene, dije yo. Nunca lo hubiera creído, dijo él, tengo mucho que aprender todavía. ¿No te gusta Graham Greene?, dije yo. No he leído muchos libros de él, dijo. ¿Qué le decías en la carta? Le contaba cosas de mi vida y de Oxford, dije. No he leído muchas novelas, dijo el vigilante, pero sí mucha poesía. Después me preguntó si Graham Greene había contestado a mi carta. Sí, le dije, me escribió una respuesta breve pero muy agradable. Aquí en Sitges, dijo el vigilante, vive un novelista de mi país al que en una ocasión vine a visitar. ¿Qué novelista?, le pregunté aunque igual hubiera podido ahorrarme la pregunta porque apenas he leído a ningún novelista latinoamericano. El vigilante dijo un nombre que he olvidado y luego dijo que su novelista, al igual que Graham Greene, se había mostrado con él muy agradable. ¿Y tú por qué viniste a verlo?, dije yo. No lo sé, dijo el vigilante, no tenía nada que decirle y de hecho apenas abrí la boca mientras estuve con él. ¿Te pasaste todo el tiempo sin decir nada? No vine solo, dijo el vigilante, sino con un amigo, él habló. ¿Pero tú no le dijiste nada a tu novelista, no le hiciste ninguna pregunta? No, dijo el vigilante, el tipo parecía deprimido y algo enfermo y no quise molestarlo. No me puedo creer que no le preguntaras nada, dije yo. Él me hizo una pregunta a mí, dijo el vigilante mirándome con curiosidad. ¿Qué pregunta?, dije yo. Me preguntó si había visto una película que hicieron en México basada en una novela suya. ¿Y la habías visto? Pues sí, dijo el vigilante, casualmente sí la había visto y además me gustó, el problema era que yo no había leído la novela, y por lo tanto no sabía hasta qué punto la película había sido fíel al texto, dijo el vigilante. ¿Y qué le dijiste?, dije yo. No le dije que no había leído la novela, dijo el vigilante. Pero sí le dijiste que habías visto la película, dije yo. ¿Tú qué crees?, dijo el vigilante. Entonces lo imaginé sentado delante de un novelista con el rostro de Graham Greene y pensé que se había quedado callado. No se lo dijiste, dije yo. Sí se lo dije, dijo el vigilante.

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