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Al principio todo discurrió de forma natural. Me senté a la mesa a compartir el desayuno con la familia, la señora Font me dio los buenos días amablemente, Jorgito ni me miró (estaba medio dormido), la sirvienta al llegar me hizo un saludo que denotaba simpatía; hasta ahí todo bien, tan bien que en algún momento llegué a pensar que acaso podía quedarme a vivir en la casita de María para el resto de mi vida. Pero entonces apareció Quim y su sola visión me erizó los pelos. Parecía no haber dormido en toda la noche, parecía recién salido de una sala de torturas o de una timba de verdugos, tenía el pelo revuelto, los ojos enrojecidos, no se había afeitado (ni duchado) y las manos las llevaba sucias con algo que en el dorso parecía manchas de yodo y en los dedos manchas de tinta. Por supuesto, no me saludó, aunque yo le di los buenos días de la manera más afable posible. Su mujer y sus hijas lo ignoraron. Al cabo de unos minutos, yo también lo ignoré. Su desayuno fue mucho más frugal que el nuestro: ingirió dos tazas de café negro y luego se fumó un cigarrillo arrugado que extrajo no de una cajetilla sino del bolsillo, mirándonos de una manera singular, como si nos retara pero al mismo tiempo como si no nos viera. Terminado el desayuno se levantó y me pidió que lo siguiera, que quería hablar un rato conmigo.

Miré a María, miré a Angélica, no vi en sus expresiones nada que me aconsejara desobedecer, lo seguí.

Era la primera vez que entraba al estudio de Quim Font y me sorprendió el tamaño de la habitación, mucho más pequeña que las otras de la casa. Allí se amontonaban sin orden ni concierto fotos y planos pegados con chinchetas en las paredes o desparramados por el suelo. Una mesa de delineante y una banqueta eran los únicos muebles y ocupaban más de la mitad del espacio del estudio. Olía a tabaco y a sudor.

– He estado trabajando casi toda la noche, no he podido pegar ojo -dijo Quim.

– ¿Ah, sí? -dije yo, mientras pensaba que ya la había amolado, que Quim seguramente me oyó llegar la noche anterior, que nos vio a María y a mí por el único y exiguo ventanuco del estudio y que ahora venía la regañina.

– Sí, mira mis manos -dijo.

Extendió las dos manos a la altura de su pecho. Temblaban considerablemente.

– ¿En algún proyecto? -pregunté con amabilidad mientras miraba los papeles extendidos sobre la mesa.

– No -dijo Quim-, en una revista, en una revista que va a salir próximamente.

No sé por qué, pero de inmediato pensé (o supe, como si él mismo me lo hubiera dicho) que se refería a la revista de los real visceralistas.

– Les voy a dar en la madre a todos los que me han criticado, sí señor -dijo.

Me aproximé a la mesa y estudié los diagramas y dibujos, levantando lentamente las hojas que se amontonaban sin orden ni concierto. El proyecto de revista era un caos de figuras geométricas y nombres o letras trazadas al azar. No me cupo ninguna duda de que el pobre señor Font estaba al borde del colapso nervioso.

– ¿Qué te parece, eh?

– Interesantísimo -dije.

– Ya se van a enterar esos pendejos de lo que es la vanguardia, ¿verdad? Y eso que faltan los poemas, ¿ves? Aquí irán los poemas de ustedes.

El espacio que me señaló estaba lleno de rayas, rayas que imitaban la escritura, pero también de dibujitos, como cuando en los cómics alguien blasfema: serpientes, bombas, cuchillos, calaveras, tibias cruzadas, pequeñas explosiones atómicas. Por lo demás, cada página era un compendio de las ideas desmesuradas que Quim Font poseía sobre diseño gráfico.

– Mira, éste es el anagrama de la publicación.

Una serpiente (que tal vez sonreía, pero que más probablemente se retorcía en un espasmo de dolor) se mordía la cola con expresión golosa y sufriente, los ojos clavados como alfileres en el hipotético lector.

– Pero si aún nadie sabe cómo se va a llamar la revista -dije.

– Es igual. La serpiente es mexicana y además simboliza la circularidad. ¿Tú has leído a Nietzsche, García Madero? -dijo de pronto

Confesé, con pesar, que no. Luego contemplé cada una de las páginas de la revista (eran más de sesenta) y cuando ya me disponía a irme, Quim me preguntó qué tal iban mis relaciones con su hija. Le dije que bien, que María y yo nos entendíamos cada día mejor, y después opté por callarme.

– Los padres sufrimos mucho -dijo-, sobre todo en el DF. ¿Cuántos días hace que no duermes en tu casa?

– Tres noches -dije.

– ¿Y tu madre no está preocupada?

– Los llamé por teléfono, saben que estoy bien.

Quim me miró de arriba a abajo.

– No tienes muy buen aspecto, muchacho.

Me encogí de hombros. Ambos permanecimos durante un rato sin decir nada, pensativos, él tamborileando con los dedos sobre la mesa y yo mirando viejos planos de casas ideales (y que probablemente Quim nunca llegaría a ver realizadas) colgados con chinchetas de las paredes.

– Ven conmigo -dijo.

Lo seguí hasta su habitación, en el segundo piso, que era como cinco veces el tamaño de su estudio.

Abrió el closet y sacó una camisa deportiva de color verde.

– Pruébatela, a ver qué tal te queda.

Dudé unos momentos, pero los gestos de Quim eran perentorios, como si no hubiera tiempo que perder. Dejé mi camisa a los pies de la cama, una cama enorme en donde hubieran podido dormir Quim, su mujer y sus tres hijos, y me enfundé la camisa verde. Me iba bien.

– Te la regalo -dijo Quim. Luego se metió una mano en el bolsillo y me alargó unos billetes-; Para que invites a María a un refresco.

La mano le temblaba, el brazo extendido le temblaba, el otro brazo, que colgaba a su costado, también le temblaba y con la cara hacía visajes horribles que me obligaban a mantener la vista ocupada en cualquier otra parte. Le di las gracias, pero le aseguré que eso no podía aceptarlo.

– Qué raro -dijo Quim-, todo el mundo acepta mi dinero, mis hijas, mi hijo, mi mujer, mis empleados -usó el plural, aunque yo a esas alturas sabía perfectamente que no tenía ningún empleado, si acaso la sirvienta, pero él no se refería a la sirvienta-, incluso a mis jefes les encanta mi dinero y por eso se lo quedan.

– Muchísimas gracias -dije.

– ¡Cógelo y métetelo en el bolsillo, chingado!

Cogí el dinero y lo guardé. Era bastante, aunque no tuve suficiente prestancia como para contarlo.

– Te lo devolveré apenas pueda -dije.

Quim se dejó caer de espaldas en la cama. Su cuerpo hizo un ruido apagado y luego vibró. Por un instante me pregunté si no sería una cama de agua.

– No te preocupes, muchacho. Estamos en este mundo para ayudarnos. Tú me ayudas con mi hija, yo te ayudo con algo de suelto para tus gastos, digamos una mesada extra, ¿no?

Su voz sonaba cansada, a punto de caer agotado y dormirse, pero sus ojos seguían abiertos contemplando nerviosamente el cielorraso.

– Me gusta cómo me ha quedado la revista, les cerraré la boca a todos esos cabrones -dijo, pero ya su voz era un susurro.

– Ha quedado perfecta -dije.

– Claro, no por nada soy arquitecto -dijo él. Y después de un rato-: Nosotros también somos artistas, lo que pasa es que lo disimulamos retebién, ¿no?

– Claro que sí -dije.

Me pareció que roncaba. Miré su cara: tenía los ojos abiertos. ¿Quim?, dije. No contestó. Muy despacio, me acerqué a él y toqué el colchón. Algo en el interior de éste respondió a mi gesto. Burbujas del tamaño de una manzana. Me di la vuelta y abandoné el dormitorio.

El resto del día lo pasé con María y detrás de María.

Llovió un par de veces. Cuando acabó de llover, la primera vez, salió un arcoiris. La segunda vez no salió nada, nubes negras y la noche en el valle.

Catalina O'Hara es pelirroja, tiene veinticinco años, un hijo, está separada, es bonita.

También conocí a Laura Jáuregui, que fue compañera de Arturo Belano. Fue a la fiesta con Sofía Gálvez, el amor perdido de Ulises Lima.

Las dos son bonitas.

No, Laura es mucho más bonita.

Bebí más de la cuenta. Los real visceralistas pululaban por todas partes aunque más de la mitad eran en realidad estudiantes universitarios disfrazados.

Angélica y Pancho se fueron temprano.

En determinado momento de la noche, María me dijo: el desastre es inminente.

22 de noviembre

Desperté en casa de Catalina O'Hara. Mientras desayunaba, muy temprano (María no estaba, el resto de la casa dormía), con Catalina y su hijito Davy, a quien tenía que llevar a la guardería, recordé que la noche anterior, cuando ya sólo quedábamos unos pocos, Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque esto no lo dijo.

Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas.

– En nuestra lengua, claro está -aclaró-; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el Generoso.

Una loca, según San Epifanio, estaba más cerca del manicomio florido y de las alucinaciones en carne viva mientras que los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de la Ética a la Estética y viceversa. Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillen, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica, respectivamente. Los poetas tipo Carlos Pellicer eran, por regla general, bujarrones, mientras que poetas como Tablada, Novo, Renato Leduc eran mariquitas. De hecho, la poesía mexicana carecía de poetas maricones, aunque algún optimista pudiera pensar que allí estaba López Velarde o Efraín Huerta. Maricas, en cambio, abundaban, desde el matón (aunque por un segundo yo escuché mafioso) Díaz Mirón hasta el conspicuo Hornero Aridjis. Debíamos remontarnos a Amado Nervo (silbidos) para hallar a un poeta de verdad, es decir a un poeta maricón, y no a un fileno como el ahora famoso y reinvindicado potosino Manuel José Othón, un pesado donde los haya. Y hablando de pesados: mariposa era Manuel Acuña y ninfo de los bosques de Grecia José Joaquín Pesado, perennes padrotes de cierta lírica mexicana.

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