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Al principio, afirman, Guerra se mostró interesadísimo en saber quién era Cesárea Tinajero, pero su interés se desplomó cuando Belano y Lima le confirmaron la naturaleza vanguardista de su obra y lo escasa que ésta era.

8 de enero

No encontramos nada en Sonoyta. Al volver nos detuvimos otra vez en Caborca. Belano insistió en que no podía ser mera casualidad que Cesárea llamase así a su revista. Pero una vez más no hallamos nada que delatase la presencia de la poeta en el pueblo.

En la hemeroteca de Hermosillo, en cambio, nos dimos de bruces, el primer día de búsqueda, con la noticia de la muerte de Pepe Avellaneda. En viejas hojas apergaminadas leímos que el torero había muerto en la plaza de toros de Agua Prieta, embestido por el toro mientras ejecutaba el lance de la muerte, algo que nunca se le había dado excesivamente bien a Avellaneda dada su baja estatura: para matar a según qué toros tenía que dar un salto y durante ese salto su pequeño cuerpo quedaba inerme, vulnerable a la más mínima cabezada del animal.

La agonía no fue larga. Avellaneda se terminó de desangrar en la habitación de su hotel, el Excelsior de Agua Prieta, y dos días después fue enterrado en el cementerio de la misma población. No hubo misa. Al sepelio asistió el alcalde y las principales autoridades municipales, el torero regiomontano Jesús Ortiz Pacheco, más algunos aficionados taurinos que lo vieron morir y que quisieron tributarle un último adiós. La noticia nos hizo reflexionar sobre dos o tres cuestiones que quedaban como entre interrogantes, además de decidirnos a visitar Agua Prieta.

En primer lugar, según Belano, lo más probable era que el periodista hablara de oídas. Cabía, ciertamente, la posibilidad de que el principal periódico de Hermosillo tuviera un corresponsal en Agua Prieta y que éste hubiera telegrafiado a su redacción el trágico suceso, pero lo que quedaba claro (no sé por qué, por otra parte) era que aquí, en Hermosillo, se había embellecido la historia, alargándola, puliéndola, haciéndola más literaria. Una pregunta: ¿quién veló el cadáver de Avellaneda? Una curiosidad: ¿quién era el torero Ortiz Pacheco cuya sombra parecía no despegarse de la sombra de Avellaneda? ¿Realizaba junto a éste la gira sonorense o su presencia en Agua Prieta era pura casualidad? Tal como temíamos, no volvimos a encontrar más noticias de Avellaneda en la hemeroteca de Hermosillo, como si luego de testificar la muerte del torero el más absoluto olvido hubiera caído sobre él, lo que por otra parte, cerrado el filón informativo, era de lo más natural. Así que nos dirigimos a la Peña Taurina Pilo Yáñez, situada en la parte vieja de la ciudad, en realidad un bar familiar con un ligero aire español, en donde se juntaban los fanáticos de la tauromaquia hermosillense. Allí nadie tenía noticias de un torero chaparrito de nombre Pepe Avellaneda, pero cuando les dijimos la época en que estuvo activo, los años veinte, y la plaza en que murió, nos remitieron a un viejito que sabía todo sobre el torero Ortiz Pacheco, ¡otra vez!, aunque su favorito era Pilo Yáñez, el Sultán de Caborca (de nuevo Caborca), apodo que a nosotros, poco enterados de los laberintos por los que discurre el toreo mexicano, nos pareció más propio de un boxeador.

El viejito se llamaba Jesús Pintado y recordaba a Pepe Avellaneda, Pepín Avellaneda, dijo, un torero sin suerte, pero valiente como pocos, sonorense, puede que sí, tal vez de Sinaloa, tal vez de Chihuahua, aunque su carrera la hizo en Sonora o sea que por lo menos fue sonorense de adopción, muerto en Agua Prieta, en un cartel que compartía con Ortiz Pacheco y Efrén Salazar, en la fiesta mayor de Agua Prieta, en mayo de 1930. ¿Señor Pintado, sabe usted si tenía familia?, preguntó Belano. El viejito no lo sabía. ¿Sabe usted si viajaba con una mujer? El viejito se rió y miró a Lupe. Todos viajaban con mujeres o las conseguían allí donde estuvieran, dijo, los hombres en aquella época estaban locos y también algunas mujeres. ¿Pero usted no lo sabe?, dijo Belano. El viejito no lo sabía. ¿Ortiz Pacheco está vivo?, dijo Belano. El viejito dijo que sí. ¿Sabe usted dónde lo podríamos encontrar, señor Pintado? El viejito nos dijo que tenía un rancho en las cercanías de El Cuatro. ¿Eso qué es, dijo Belano, un pueblo, una carretera, un restaurante? El viejito nos miró como si de pronto nos reconociera de algo; después dijo que era un pueblo.

9 de enero

Para entretener el viaje me puse a hacer dibujos que son enigmas que me enseñaron en la escuela hace siglos. Aunque aquí no hay charros. Aquí nadie usa sombrero charro. Aquí sólo hay desierto y pueblos que parecen espejismos y montes pelados.

– ¿Qué es esto? -dije.

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Lupe miró el dibujo como si no tuviera ganas de jugar y se quedó callada. Belano y Lima tampoco lo sabían.

– ¿Un verso elegíaco? -dijo Lima.

– No. Un mexicano visto desde arriba -dije-. ¿Y esto?

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– Un mexicano fumando en pipa -dijo Lupe.

– ¿Y esto?

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– Un mexicano en triciclo -dijo Lupe-. Un niño mexicano en triciclo.

– ¿Y esto?

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– Cinco mexicanos meando dentro de un orinal -dijo Lima.

– ¿Y esto?

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– Un mexicano en bicicleta -dijo Lupe.

– O un mexicano en la cuerda floja -dijo Lima.

– ¿Y esto?

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– Un mexicano pasando por un puente -dijo Lima.

– ¿Y esto?

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– Un mexicano esquiando -dijo Lupe.

– ¿Y esto?

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– Un mexicano a punto de sacar las pistolas -dijo Lupe.

– Carajo, te las sabes todas, Lupe -dijo Belano.

– Y tú ni una -dijo Lupe.

– Es que yo no soy mexicano -dijo Belano.

– ¿Y ésta? -dije yo, mientras le mostraba el dibujo primero a Lima y después a los otros.

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– Un mexicano subiendo por una escalera -dijo Lupe.

– ¿Y ésta?

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– Híjole, ésta es difícil -dijo Lupe.

Durante un rato mis amigos dejaron de reírse y miraron el dibujo y yo me dediqué a mirar el paisaje. Vi algo que de lejos parecía un árbol. Al pasar junto a él me di cuenta que era una planta: una planta enorme y muerta.

– Nos rendimos -dijo Lupe.

– Es un mexicano friendo un huevo -dije yo-. ¿Y éste?

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– Dos mexicanos en una de esas bicicletas para dos -dijo Lupe.

– O dos mexicanos en la cuerda floja -dijo Lima.

– Ahí les va uno difícil -dije.

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– Fácil: un zopilote con sombrero charro -dijo Lupe.

– ¿Y éste?

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– Ocho mexicanos hablando -dijo Lima.

– Ocho mexicanos durmiendo -dijo Lupe.

– Incluso ocho mexicanos contemplando una pelea de gallos invisibles -dije yo-. ¿Y éste?

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– Cuatro mexicanos velando un cadáver -dijo Belano.

10 de enero

El viaje hacia El Cuatro fue accidentado. Nos pasamos casi todo el día en la carretera, primero buscando El Cuatro, que según nos habían dicho estaba unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Hermosillo, por la carretera federal y luego, al llegar a Benjamín Hill, a la izquierda, hacia el este, por un camino de terracería en el que nos perdimos y volvimos a salir a la federal, pero esta vez unos diez kilómetros al sur de Benjamín Hill, lo que nos llevó a pensar que El Cuatro no existía, hasta que de nuevo nos metimos por la desviación de Benjamín Hill (en realidad para llegar a El Cuatro es mejor coger la primera bifurcación, la que está a diez kilómetros de Benjamín Hill) y dimos vueltas y vueltas por parajes que a veces parecían lunares y a veces exhibían pequeñas parcelas verdes, y que siempre eran desolados, y luego llegamos a un pueblo llamado Félix Gómez y allí un tipo se paró delante de nuestro coche con las piernas abiertas y los brazos en jarra y nos insultó y luego otras personas nos dijeron que para llegar a El Cuatro había que ir por allí y luego girar por allá y luego llegamos a un pueblo llamado El Oasis, que en modo alguno era como un oasis sino que más bien parecía resumir en sus fachadas todas las penalidades del desierto y luego volvimos a salir a la federal y entonces Lima dijo que los desiertos de Sonora eran una mierda y Lupe dijo que si la dejaran conducir a ella ya hacía tiempo que hubiéramos llegado, a lo que Lima respondió frenando en seco y bajándose de su asiento y diciéndole a Lupe que manejara ella. No sé qué pasó entonces, lo cierto es que todos nos bajamos del Impala y estiramos las piernas, a lo lejos veíamos la federal y algunos coches que iban hacia el norte, probablemente hacia Tijuana y los Estados Unidos, y otros hacia el sur, hacia Hermosillo o hacia Guadalajara o hacia el DF, y entonces nos pusimos a hablar del DF, nos pusimos a tomar el sol (a comparar nuestros antebrazos tostados) y a fumar y a hablar del DF y Lupe dijo que ya no echaba de menos a nadie. Cuando lo dijo pensé que era extraño, pero que yo tampoco echaba de menos a nadie, aunque me guardé de decirlo. Luego todos volvieron a subirse, menos yo, que me entretuve lanzando terrones a ninguna parte, lo más lejos que podía, y aunque sentía que me llamaban no giraba la cabeza ni hacía el menor gesto de volver con ellos, hasta que Belano dijo: García Madero, o subes o te quedas, y entonces me di la vuelta y empecé a caminar en dirección al Impala, sin querer me había alejado bastante y mientras regresaba miré el coche de Quim y pensé que estaba bastante sucio, me imaginé a Quim mirando su Impala con mis ojos o a María mirando el Impala de su padre con mis ojos y en efecto, no tenía buena pinta, el color casi había desaparecido bajo la capa de polvo del desierto.

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