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– ¿Dónde estamos? -dije.

– En la carretera de Querétaro -dijo Lima.

Lupe también estaba despierta y miraba con ojos que parecían insectos el paisaje oscuro del campo.

– ¿Qué miras? -le dije.

– El carro de Alberto -dijo ella.

– No nos sigue nadie -dijo Belano.

– Alberto es como un perro. Tiene mi olor y me va a encontrar -dijo Lupe.

Belano y Lima se rieron.

– ¿Cómo te va encontrar si desde que salimos del DF no he bajado de los ciento cincuenta kilómetros? -dijo Lima.

– Antes de que amanezca -dijo Lupe.

– A ver -dije-, ¿qué es una albada?

Ni Belano ni Lima abrieron la boca. Supuse que estaban pensando en Alberto, así que yo también me puse a pensar en él. Lupe se rió. Sus ojos de insecto me buscaron:

– A ver, sabelotodo, ¿sabes tú qué es un prix?

– Un toque de marihuana -dijo Belano sin volverse.

– ¿Y qué es muy carranza?

– Alguien que es viejo -dijo Belano.

– ¿Y lurias?

– Déjame que conteste yo -dije, pues todas las preguntas en realidad iban dirigidas a mí.

– Bueno -dijo Belano.

– No lo sé -dije tras pensar un rato.

– ¿Tú lo sabes? -dijo Lima.

– Pues no -dijo Belano.

– Loco -dijo Lima.

– Eso es, loco. ¿Y jincho?

Ninguno de los tres lo sabíamos.

– Si es muy fácil. Jincho es indio -dijo Lupe riéndose-. ¿Y qué es la grandiosa?

– La cárcel -dijo Lima.

– ¿Y quién es Javier?

Un convoy de cinco camiones de transporte pasó por el carril de la izquierda en dirección al DF. Cada camión parecía un brazo quemado. Durante un instante sólo se escuchó el ruido de los camiones y el olor a carne chamuscada. Después la carretera se sumió otra vez en la oscuridad.

– ¿Quién es Javier? -dijo Belano.

– La policía -dijo Lupe-. ¿Y la macha chaca?

– La marihuana -dijo Belano.

– Ésta es para García Madero - dijo Lupe-. ¿Qué es un guacho de orégano?

Belanoy Lima se miraron y sonrieron. Los ojos de insecto de Lupe no me miraban a mí sino a las tinieblas que se desplegaban amenazantes por la ventana trasera. A lo lejos vi las luces de un coche, luego las de otro.

– No lo sé -dije, mientras imaginaba el rostro de Alberto: una nariz gigantesca que venía tras nosotros.

– Un reloj de oro -dijo Lupe.

– ¿Y un carcamán? -dije yo.

– Un carro, pues -dijo Lupe.

Cerré los ojos: no quería ver los ojos de Lupe y apoyé la cabeza en mi ventana. Vi en sueños el carcamán negro, imparable, en donde viajaba la nariz de Alberto y uno o dos policías de vacaciones dispuestos a rompernos la madre.

– ¿Qué es un rufo? -dijo Lupe.

No le contestamos.

– Un carro -dijo Lupe y se rió.

– A ver, Lupe, contéstame ésta, ¿qué es el manicure? -dijo Belano.

– Fácil. El manicomio -dijo Lupe.

Por un momento me pareció imposible que yo hubiera hecho el amor con esa mujer.

– ¿Y qué quiere decir dar cuello? -dijo Lupe.

– No lo sé, me rindo -dijo Belano sin mirarla.

– Lo mismo que dar caña -dijo Lupe-, pero distinto. Cuando a alguien le dan cuello lo eliminan, cuando a alguien le dan caña puede que lo eliminen, pero también puede que se lo estén cogiendo. -Su voz sonó igual de siniestra que si hubiera dicho antibaquio o palimbaquio.

– ¿Y qué es dar labiada, Lupe? -dijo Lima.

Pensé en algo sexual, en el sexo de Lupe que sólo había tocado pero no visto, pensé en el sexo de María y en el sexo de Rosario. Creo que íbamos a más de ciento ochenta por hora.

– Pues dar una oportunidad -dijo Lupe y me miró como si adivinara mis pensamientos-: ¿Qué te creías tú, García Madero? -dijo.

– ¿Qué significa de empalme? -dijo Belano.

– Algo divertido, pero que viene a cuento -dijo Lupe implacable.

– ¿Y un chavo giratorio?

– Pues uno que fuma mota -dijo Lupe.

– ¿Y un coprero?

– Uno que le entra a la cocaína -dijo Lupe.

– ¿Y echar pira? -dijo Belano.

Lupe lo miró y luego me miró a mí. Sentí cómo los insectos saltaban de sus ojos y se posaban en mis rodillas, uno en cada una. Un Impala blanco idéntico al nuestro pasó como una exhalación en dirección al DF. Cuando desapareció por la ventana trasera tocó la bocina varias veces, deseándonos suerte.

– ¿Echar pira? -dijo Lima-. No lo sé.

– Cuando varios hombres abusan de una mujer -dijo Lupe.

– Una violación múltiple, sí señor, te las sabes todas, Lupe -dijo Belano.

– ¿Y sabes tú lo que quiere decir que has entrado en la rifa? -dijo Lupe.

– Claro que lo sé -dijo Belano-. Quiere decir que ya te metiste en el problema, que estás inmiscuido quieras o no quieras. También puede entenderse como una amenaza velada.

– O no tan velada -dijo Lupe.

– ¿Y tú que dirías? -dijo Belano-. ¿Nosotros hemos entrado en la rifa o no?

– Nosotros tenemos todos los números, chavo -dijo Lupe.

Las luces de los coches que nos seguían desaparecieron de pronto. Tuve la impresión de que éramos los únicos que deambulaban a aquella hora por las carreteras de México. Pero pasados unos minutos, a lo lejos, las volví a ver. Eran dos coches y la distancia que nos separaba parecía haber disminuido. Miré hacia adelante, sobre el parabrisas había varios insectos aplastados. Lima conducía con las dos manos en el volante y el carro vibraba como si hubiéramos entrado en una carretera no asfaltada.

– ¿Qué es un epicedio? -dije.

Nadie me contestó.

Durante un rato permanecimos todos en silencio mientras el Impala se abría paso en la oscuridad.

– Dinos qué es un epicedio -dijo Belano sin volverse.

– Es una composición que se recita delante de un cadáver -dije-. No hay que confundirlo con el treno. El epicedio tenía forma coral dialogada. El metro usado era el dáctilo epítrito, y más tarde el verso elegiaco.

Sin comentarios.

– Joder, qué bonita es esta pinche carretera -dijo Belano al cabo de un rato.

– Haznos más preguntas -dijo Lima-. ¿Cómo definirías tú, García Madero, un treno?

– Pues igual que un epicedio, sólo que no se recitaba delante de un cadáver.

– Más preguntas -dijo Belano.

– ¿Qué es una alcaica? -dije.

Mi voz sonó extraña, como si no hubiera sido yo el que hablaba.

– Una estrofa formada por cuatro versos alcaicos -dijo Lima-: dos endecasílabos, un eneasílabo y un decasílabo. La empleó el poeta griego Alceo, de ahí el nombre.

– No son dos endecasílabos -dije-. Son dos decasílabos, un eneasílabo y un decasílabo trocaico.

– Puede ser -dijo Lima-. Al fin y al cabo qué más da.

Vi que Belano encendía un cigarrillo con el encendedor del coche.

– ¿Quién introdujo la estrofa alcaica en la poesía latina? -dije.

– Hombre, eso lo sabe todo el mundo -dijo Lima-. ¿Tú lo sabes, Arturo?

Belano tenía el encendedor en la mano y lo miraba fijamente, aunque su cigarrillo ya estaba encendido.

– CÍaro -dijo.

– ¿Quién? -dije yo.

– Horacio -dijo Belano y metió el encendedor en su agujero y luego bajó el cristal de la ventana. El aire que entró nos despeinó a Lupe y a mí.

3 de enero

Desayunamos en una gasolinera en las afueras de Culiacán, huevos rancheros, huevos fritos con jamón, huevos con bacon y huevos pasados por agua. Bebimos dos tazas de café cada uno y Lupe se tomó un vaso grande con jugo de naranja. Pedimos cuatro tortas de jamón y queso para el camino. Luego Lupe se metió en el baño de mujeres, y Belano, Lima y yo pasamos al baño de hombres, donde procedimos a lavarnos la cara, las manos y el cuello, y a hacer nuestras necesidades. Cuando salimos el cielo era de un azul profundo, como pocas veces he visto, y los coches que subían en dirección al norte no escaseaban. Lupe no estaba por ninguna parte por lo que, tras esperar un tiempo prudencial, fuimos a buscarla al baño de mujeres. La encontramos lavándose los dientes. Ella nos miró y salimos sin decir nada. Junto a Lupe, inclinada sobre el otro lavamanos, había una mujer de unos cincuenta años, peinándose delante del espejo una cabellera negra que le llegaba hasta la cintura.

Belano dijo que teníamos que acercarnos a Culiacán a comprar cepillos de dientes. Lima se encogió de hombros y dijo que a él le daba igual. Yo opiné que no teníamos tiempo que perder, aunque en realidad el tiempo era lo único que nos sobraba. Al final prevaleció la decisión de Belano. Compramos los cepillos de dientes y otros utensilios de aseo personal que nos harían falta en un supermercado en las afueras de Culiacán y luego dimos media vuelta, sin entrar en la ciudad, y nos marchamos.

4 de enero

Pasamos como fantasmas por Navojoa, Ciudad Obregón y Hermosillo. Estábamos en Sonora, aunque ya desde Sinaloa yo tenía la impresión de estar en Sonora. A los lados de la carretera veíamos a veces alzarse una pitahaya, nopales y sahuaros en medio de la reverberación del mediodía. En la biblioteca municipal de Hermosillo, Belano, Lima y yo buscamos el rastro de Cesárea Tinajero. No hallamos nada. Cuando volvimos al coche encontramos a Lupe dormida en el asiento trasero y a dos hombres de pie en la acera, inmóviles, contemplándola. Belano creyó que podían ser Alberto y uno de sus amigos y nos separamos para abordarlos. Lupe tenía el vestido subido hasta las caderas y los hombres, con las manos dentro de los bolsillos, se estaban masturbando. Largo de aquí, dijo Arturo y los tipos se fueron volviéndose a mirarnos mientras retrocedían. Luego estuvimos en Caborca. Si la revista de Cesárea se llamaba así, por algo sería, dijo Belano. Caborca es un pueblo pequeño, al noroeste de Hermosillo. Para llegar allí tomamos la carretera federal hasta Santa Ana y de Santa Ana nos desviamos hacia el oeste por una carretera pavimentada. Pasamos por Pueblo Nuevo y Altar. Antes de llegar a Caborca vimos una desviación y un letrero con el nombre de otro pueblo: Pitiquito. Pero seguimos adelante y llegamos a Caborca y estuvimos dando vueltas por la municipalidad y la iglesia, hablando con todo el mundo, buscando infructuosamente a alguien que pudiera darnos noticia de Cesárea Tinajero hasta que empezó a caer la noche y volvimos a subir al carro, porque por no tener Caborca ni siquiera tenía una pensión o un hotelito en donde poder alojarnos (y si lo tenía no lo encontramos). Así que esa noche dormimos en el coche y cuando despertamos volvimos a Caborca, pusimos gasolina y nos fuimos a Pitiquito. Tengo una corazonada, dijo Belano. En Pitiquito comimos muy bien y fuimos a ver la iglesia de San Diego del Pitiquito, desde afuera, porque Lupe dijo que no quería entrar y nosotros tampoco teníamos muchas ganas.

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