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Andrés me vino a buscar a esta misma habitación, exaltado, casi en éxtasis me dijo que se había encontrado a su tía en plena Barcelona, que la había reconocido y que a ella al principio no le hizo ninguna gracia, pero luego simpatizaron y le pidió que guardara el secreto de su estancia porque no quería ver a la familia. Andrés se había ofrecido a enseñarle la ciudad, invitarla a cenar, etcétera, etcétera, y no tenía un céntimo. Yo hice de banquero, pero exigí a cambio ir de convidado de piedra, al menos en el primer encuentro, la primera cena.

Fui providencial en aquella ocasión porque Andrés ni tenía dinero ni hubiera sabido dónde llevarla. La conocí y, en efecto, era un personaje interesante, pero no con el interés que le suponía su familia. Es decir, no era una gran señora. Ni siquiera era una señora. En fin, lo que se entiende convencionalmente por una señora. O quizá lo fuera en su medio ambiente habitual, pero no aquí.

El autodidacta ni siquiera miraba a Carvalho. Le suponía entregado a una historia que sólo él podía contarle.

Paseaba como buscando lugares seguros para sus pies y reponía el whisky en el vaso a medida que lo apuraba.

– Naturalmente yo tenía muchas ventajas sobre Andrés. Tenía más tiempo libre y me ofrecí a acompañarla. Además tenía dinero y podía hacerle la estancia más agradable. Eso suponía yo. Pero en realidad si ella aceptó mis invitaciones y el quedar conmigo incluso a espaldas de Andrés, fue para pedirme algo y por esa petición conocí su historia con el marino. Me habló de un encuentro prodigioso que se había producido días antes, de sopetón, por la calle. Su antiguo pretendiente como ella le llamaba, un amor loco, el pudor de él a la hora de meterla en su hotel o de subir a la habitación en el hotel de ella y no digamos ya de llevarla a un “meublè”.

Había recuperado a su antiguo amor en un estado platónico químicamente puro.

Me preguntó si yo podía ofrecerle una alternativa para los encuentros con el marino, una alternativa que se pudiera utilizar en períodos poco normales, cada tres meses, coincidiendo con el retorno de “La Rosa de Alejandría”.

Recordé la existencia de una vieja casa propiedad de mis padres, de la que un día seré heredero, difícil de alquilar porque habría que acondicionarla y en cambio muy apta para este tipo de encuentros, tiene una habitación en buen estado y un cuarto de baño. El resto de la casa es pura ruina. Se la ofrecí, desinteresadamente, es decir, no, no tan desinteresadamente. Hice una prueba. Me costó mucho decidirme, pero la hice. Le pedí a cambio que a veces, no siempre, me dejara presenciar las escenas de amor entre ella y el marino desde la habitación de al lado, con todo el disimulo posible. Fue un momento clave. Si ella me hubiera dicho que no, probablemente los acontecimientos futuros habrían sido diferentes, pero me dijo que sí y me lo dijo riendo como una loca. Imagine la escena. Se me despertó un sexto sentido. Aquella mujer era materia prima de una experiencia fascinante. Por el simple hecho de decirme que sí me demostraba que su relación con el marino ni siquiera era una relación adúltera típica. Era un juego escénico. Una representación. Con él jugaba a la adolescencia recuperada y sus razones tenía para reducir aquella relación a tan poca cosa. Un par de sesiones de voyeurismo me convencieron de que aquel marino no era un atleta sexual japonés precisamente. Estaba condenado a amar platónicamente y así se lo comentaba yo luego. Ella lo admitía e incluso hacía comentarios técnicos, no burdamente, es cierto, pero como si fueran el fruto de un aprendizaje que se expone a un testigo que puede ayudarte a comentar y recordar la lección. Ahora ha llegado el momento en que usted debiera manifestar curiosidad por saber si nos acostamos ella y yo o no. ¿Siente usted curiosidad?

Si la siente se la callará, no me regalará esta baza. Pero le voy a ser sincero. No. No nos acostamos. Me daba miedo. Yo habría hecho aún más el ridículo que el marino. En vez de eso le propuse diversificar el juego, atravesar el espejo del todo, aquel espejo que le devolvía la imagen de madura casada respetable que vive un amor imposible. Entre ella y yo jugamos, primero mentalmente, a las posibilidades imaginativas y sensoriales de la prostitución dentro de unos límites que ella podía controlar, porque no era una prostitución por cuestiones económicas. Aceptó e inició el juego.

Para empezar, la casa de Sarriá dejó de ser el punto de encuentro con el marino. Había que diversificar riesgos. El marino volvió a las zozobras de los hoteles, los recepcionistas, los taxistas, en fin. La verdad es que a ella cada vez le interesaba menos el trato sexual con él y la casa de Sarriá fue su lugar de trabajo como “Carol” con los clientes que le proporcionaban en la agencia. Cada tres meses, tres semanas de marino y todo lo demás. Luego, vuelta al hogar y así durante tres años. Hasta que un día ocurrió un lamentable azar que creó las condiciones del crimen. Como siempre fue a despedir al puerto a su fiel marino y dejó el barco en posición de partida. Una avería técnica hizo regresar a puerto a “La Rosa de Alejandría” y el marino emprendió su búsqueda. No estaba en el hotel.

Recordó entonces el lugar de los primeros encuentros relajados, lugar que ella le había presentado como una casa de la familia del marido a la que recurría en ocasiones contadas, y en el merodeo de la casa descubrió el extraño comercio de Encarna. Debió pasarse muchas horas hasta asumir la evidencia y por fin entró a pedir explicaciones. No le gustaron.

– ¿Cómo sabe usted que no le gustaron? ¿Lo intuye? ¿Lo deduce?

– Nada de eso. Yo estaba allí.

Era uno de aquellos días en los que yo me instalaba en la habitación de al lado y asistía a espectáculos geniales desde la platea. Yo estaba allí. Yo vi lo que pasó.

– Acababa de salir el último ligue telefónico de Encarna. Era un viudo de Granollers, un auténtico poema, créame. La gracia de este tipo de relaciones es que los dos han de representar un papel. De buenas a primeras, Encarna se ofrecía como una mujer muerta de hambre sexual porque tenía un marido imposibilitado en la cama. Pero luego variaba el personaje según las características del cliente, tenía que ser especialmente cuidadosa en el momento de pedir el dinero, porque en general ellos ya saben que han de darlo, pero les gusta que el asunto tenga literatura. El de Granollers le había durado durante casi toda su última estancia en Barcelona, y a juzgar por lo que yo vi y oí le gustaba primero joder y luego recordar a su mujer con la luz apagada y no recordarla en general, eso que llamamos una evocación, sino situaciones concretas que iba exponiendo a Encarna como si la consultara. Por ejemplo, una fiesta familiar a la que su mujer había querido ir y él no. Encarna estaba obligada a dar su opinión, tienes razón tú o no, no, Ferreres, se llamaba Ferreres, Anselmo, no, no, Ferreres, lo siento pero tu mujer tenía toda la razón, aquella gente eran unos desgraciados y no se merecían que fuerais. Tal vez tengas razón, Carol. ¿Comprende? Bien. Acababa de salir Ferreres y yo estaba a punto de reunirme con Encarna, me gustaba pillarla en el momento en que se recomponía, a medio vestir, a medio recuperar su personalidad de jugadora a la ruleta rusa sexual, pero alguien había entrado en la casa, una casa vacía es una caja de resonancia para el menor ruido y la llegada de Ginés casi no me dio tiempo a recuperar mi observatorio. Se quedó allí, en la puerta, con el gesto a medias, entre la llegada y la agresión, había bebido, estaba bebido, para cargarse de valor o para tener una coartada cuando llegara el momento en que Encarna le venciera psicológicamente, es decir, el alcohol era su apuesta. Podía darle por la agresión o por las lágrimas de autocompasión. Pero yo me inclinaba más por la segunda salida y ésa habría sido de no haberse equivocado Encarna lamentablemente de papel. Al principio lo hizo bien, muy bien.

Ginés tenía un cuadro incompleto de la situación. Había visto salir de la casa a un hombre, entiéndalo usted bien, a un hombre, por lo tanto pensó en la existencia de “otro”, en la clásica existencia de otro, pero aunque había visto a Encarna dándole un beso de despedida en la puerta a Ferreres aún estaba dispuesto a creer que se trataba del marido repentinamente llegado, cualquier explicación que le ayudase a autoengañarse. En esto Encarna fue magistralmente implacable.

Ferreres era Ferreres y sanseacabó y le recitó la cartilla, aunque con delicadeza, es decir, necesitaba el amor nostalgia y el amor de cama. Fue entonces cuando Ginés se lanzó a un discurso de lamentaciones, autocompasiones, complejos de culpa, entre la lástima por sí mismo y el crecimiento de la agresividad. Tal vez sentía asco, quizá poco a poco se iba dando cuenta de la relativa desnudez de Encarna, y ella también, porque se fue achantando, abandonó el papel de mujer con derecho a no dar explicaciones y trató de consolarlo, acariciarlo incluso. Él la rechazaba cada vez con mayor fuerza y en un forcejeo ella se sintió agredida y le salió una rabia de muy adentro, una cólera temible, de animal acorralado, la cuestión es que le clavó las uñas en la cara. Él se llevó una mano a la cara. Como si lo estuviera viendo. Le veo, allí, en una zona de luz, se ha apartado la mano de la cara, se la mira, tiene sangre, le escuecen los arañazos, el escozor de unos arañazos de mujer produce una molestia especial, Carvalho, justifican la réplica, porque se siente como una agresión vergonzante para el que la recibe y vergonzosa para quien la ha hecho y entonces veo el brazo de Ginés alzarse y caer en un puñetazo rotundo contra Encarna y oigo sus gritos de odio y se entabla una batalla cuerpo a cuerpo que de pronto se interrumpe, cuando Ginés le pega cuatro o cinco golpes cuyo solo ruido aún me hace daño, especialmente uno, no sé si el último, quizá no, era un ruido especial, luego deduje que era el ruido de la muerte, uno de los ruidos de la muerte. Encarna cayó al suelo y puede imaginarse la escena, convencional a más no poder, la cara perpleja del marino, sus intentos de reanimación de la víctima, en fin, para qué seguir, si usted ha ido al cine y ha visto televisión le ahorraré montones de palabras para describirle lo que ya sabe cómo sucede. Finalmente se marchó muy cinematográficamente, caminando hacia atrás, con los ojos fijos en el cadáver, los ojos desorbitados, en fin, ya sabe, y él supongo que también, porque desde que el cine es cine los criminales reaccionan como los criminales cinematográficos y hasta yo creo que las víctimas también, no vi caer a Encarna, pero sin duda tuvo cuidado en hacerlo bien, para que su cadáver tuviera un excelente aspecto de cadáver de muerte violenta. En la casa resonaron durante mucho rato, demasiado rato, los pasos de Ginés en su retirada. Yo no sabía qué hacer, si acudir a la habitación por si Encarna aún vivía o marcharme corriendo, no sé qué hubiera hecho de no haberme visto forzado a hacer lo que hice.

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