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Los oasis de vegetación en las Ramblas.

– Un día volveré.

– ¿Cómo vas a volver si nunca has estado?

– Es como si hubiera estado. Mi madre me hablaba de todo aquello con tanto entusiasmo. La pobre era la única vez que había salido de casa y se había encontrado con aquella gente, cincuenta años atrás, sus tíos, su prima, tú no sabes cómo quería a Mariquita y luego a Encarna. Mi madre se acordaba de todos los cumpleaños, de todos, Pepe. Incluso de parientes que nunca había visto. Necesitaba sentir detrás una gran familia.

Y tras un silencio:

– La vida es una mierda, Pepe.

Tu vida tal vez sea una mierda, Charo, pensó Carvalho, y la mía, pero es idiota salirse de uno mismo para compadecerse. Obsequió a Charo con lo que le pidió, un bocadillo de pan de molde, de esos que tú haces tan buenos, Pepe, con alioli, lechuga, tomate, pepinillo, queso, mortadela y rodajitas de tomate, y la dejó llorar a ratos, recordar.

– Si le ponen una fianza y he de pagarla yo te vas a quedar sin cobrar.

– Ya me pagará el autodidacta.

– Quién.

– Narcís.

– No me gusta ese chico. Pepe. Es un liante. Qué doblez: sabía lo de mi prima, le había alquilado la casa y se lo tenía bien callado. ¿Porqué?

– Necesitaría unas horas para olvidarlo y otras tantas para pensarlo y tal vez tendría la solución. Pero no tengo ganas.

Charo se durmió en el sofá. Carvalho le contó las arrugas aún suaves, apreció la caída aún sutil de la carne de las mejillas, los anillos de la piel del cuello y trató de borrar con la yema de los dedos la invasión del tiempo. La madurez de Charo era su vejez anunciada. Buena parte de la noche se la pasó activando el fuego y el deseo de dormir le llegó cuando empezaba a clarear y la ciudad emergía al pie de la montaña como una maqueta bajo la contaminación flotante como una propuesta de techo negro. Se tumbó en la cama y le despertó horas después la agresión del teléfono. Al otro lado del hilo la voz calmada y didáctica del abogado.

– Mi cliente saldrá dentro de dos horas. Le han aplicado una fianza de un millón de pesetas.

– ¿De qué cliente me habla? Creía que tenía dos.

– Desgraciadamente el juez ha dictado prisión provisional sin fianza para Andrés. En parte le ha perjudicado la imagen que da su trabajo y en parte necesitan un rehén hasta que se confirme la detención de Ginés Larios. Creo que es cuestión de días. Ya he hablado con don Narciso y se ha comprometido a pagar la fianza cuando el juez la fije para su amigo.

Creo que todo se resolverá favorablemente. ¿Sería tan amable de comunicarle todo esto a la madre de Andrés?

– ¿Por qué no lo hace usted?

– He tratado de hacerlo, pero se ha puesto un tipo maleducado al teléfono que me ha hecho un mitin. Su tesis era elemental: los ricos a la calle y los pobres al talego. Ha sido imposible razonar con él.

Carvalho colgó el teléfono y anduvo por el jardín, corrigiendo el incorregible abandono de las plantas, agradeciendo a los pinos su voluntad de sobrevivir pese a su desdén y rumiando furias íntimas que no pudo aplazar y le llevaron a redactar una nota que dejó al alcance de la durmiente Charo y a meterse en el coche camino de Montcada. Desde una cabina pública llamó a los padres de Andrés y exigió la presencia de la mujer al otro lado del teléfono, pasando por encima de la ira lloriqueante del parado. No la dejó muy tranquila, pero en el fondo tenía ganas de tener esperanza. Luego se fue hacia Electrodomésticos Amperi. Aún era hora hábil de comercio, pero habían cerrado el establecimiento y entre el enrejillado de la puerta podía leerse una nota en la que se decía que por causas familiares la tienda permanecería cerrada durante unos días. Dio la vuelta a la manzana y se apostó en el callejón a donde iba a parar la salida de la trastienda.

Todo olía a polvo de cemento y a salchichas de Frankfurt. Desde su posición, la entrada en el callejón era una puerta abierta a cualquier cosa o a nada. Igual el autodidacta iba a lamerse las heridas a otra parte, pero la lógica de su conducta le llevaba a aquel escenario y su conducta fue lógica porque se enmarcó a las dos de la tarde en la entrada del desfiladero, contuvo el paso cuando divisó a Carvalho, pero luego avanzó con seguridad hacia él y la cercanía le fue conformando un rostro tan pequeño, mezquino y acristalado como siempre, pero más satisfecho que nunca.

El patio interior, la puerta secreta, el decorado de negocio y cultura, un juguete devaluado en el que Narcís penetraba como si lo recuperara tras una larga ausencia y Carvalho en busca del final de una historia.

– Confiaba en que me dejara descansar unas horas.

– He venido a cobrar.

– ¿Ha descubierto al asesino? Me siento sucio. Tengo una ducha en ese cuartito. En seguida salgo.

Carvalho se sentó en el canto de la mesa, escuchó el crepitar del agua sobre un suelo de plástico, las interrupciones de las manos del autodidacta esparciendo por su cuerpo purificación y libertad. Luego el silencio y la aparición de un personaje que a ojos de Carvalho había adquirido una repentina vejez, aunque pareciera un adolescente recién duchado y mal afeitado, rebozado por una bata de toalla marrón.

– Qué asco de calabozos. Hace años me detuvieron por poner una “senyera” en el Cinc d.Oros, yo era casi un crío, y nada ha cambiado. La misma peste. La misma sordidez. Leí en el periódico que había visitado los calabozos el ministro socialista de Gobernación. Le debieron enseñar la suite del jefe superior.

– Allí se ha quedado Andrés.

– No exactamente allí. A él le han trasladado del juzgado a la Modelo.

Es cuestión de días. Me siento responsable de lo ocurrido y pagaré su fianza, pero es indispensable que vuelva ese marino.

– ¿Le conoce?

– Comprendo que sienta curiosidad por todo lo que no sabe. La historia en cierto sentido es fascinante, lo fue desde el comienzo y lo es porque yo ayudé a que lo fuera. Y esto se lo digo aquí, sin testigos. Lo negaría fuera de aquí. Esta habitación casi no existe.

El autodidacta se pone whisky largo. Carvalho rechaza toda bebida.

Está a merced de su cliente y empieza a pensar en voz alta:

– Encarna viajaba a Barcelona para huir de su mediocre existencia de advenediza de provincias y un buen día se encontró a su antiguo pretendiente por la calle. Ocurrió lo lógico y montó su vida para que los viajes a Barcelona coincidieran con los arribos de “La Rosa de Alejandría”, pero algo ocurrió para que lo que inicialmente fue un adulterio casi forzado y estimulante se convirtiera en una sórdida historia de prostitución, crimen y sadismo. Y en ese algo, sin duda, interviene usted, señor Pons.

No sé cómo pero usted entra en contacto con ella y le ofrece un nido de amor que ella utiliza para sus encuentros amorosos y comerciales…

– Para los amorosos no. O muy al principio de todo. Pero siga pensando en voz alta, me relaja. Luego diré la mía.

– … Tal vez había una relación amorosa desigual, como suele ocurrir, y el marino desconocía la verdad, toda la verdad de la doble conducta de Encarna hasta que un día la descubrió y la mató. O quizá la mató uno de sus amantes comerciales. O usted mismo…

– No sea necio. Si la hubiera matado yo mismo no habría ayudado a desencadenar esta investigación.

– … Éste es otro aspecto de la cuestión. Usted, señor Pons, se entera del crimen y sabe que de llegar la policía a la verdad del proceso aparecerán sus propias responsabilidades, pero no está en condiciones de tomar la iniciativa de ir a declarar porque no puede darse por enterado de que el crimen se ha cometido. Usted ha de poder hacerse pasar por elemento pasivo, que se comporta a remolque, por miedo a ser sospechoso. Llegado el momento en que la policía aparezca ha de aceptar una serie de cosas; que conocía a la víctima, que le prestó un piso y nada más. Y para que la policía le lleve a esa hora a la vez de la verdad y de la liberación necesita que yo remueva el asunto y por un conducto o por otro fuerce a la policía a intervenir. Para ello ha jugado con los sentimientos de la familia de la muerta, conmigo, con el presunto asesino. “Chapeau” señor Pons, observe que desde hace rato le llamo señor Pons porque he empezado a respetarle.

Hasta hace unas horas usted me parecía un loco fraguado en esta subbiblioteca teatral, pero he cambiado de opinión. Es usted un peligroso “voyeur”…

– No lo sabe usted bien.

– … De todas maneras pronto entrará en juego otro elemento hasta ahora silencioso: el marino. Contará su versión de los hechos y puede haber sorpresas. Yo de momento me reservo una duda.

– Yo le puedo asegurar que el marino es el asesino. Eso no lo dude.

– Tal vez eso sea indudable. Pero sí dudo que, según las características del personaje, o por lo que yo sé, a continuación se dedique a trocear a la mujer. Es un ejercicio macabro que no encaja.

– No. No encaja. En eso ya no puedo ayudarles, ni a usted ni a la familia de Encarna, que, aquí, entre nosotros, era una mujer singular. No puedo ayudarles por mi propia seguridad, pero yo sé o supongo exactamente qué pasó después del crimen. Aún me siento demasiado cansado para empezar a contarle todo lo que sé, señor Carvalho. Usted es un recién llegado a este asunto. Yo lo llevo entre ceja y ceja desde hace tres meses, desde hace tres años, desde el momento en que conocí a Encarna casualmente. Es cierto que hasta cierto punto he jugado con personas que no podían tener la visión de conjunto que yo sí tenía.

Pero yo lo he buscado. Estoy en situación de ventaja, meritoriamente, es decir, esta situación de ventaja me la he ganado a pulso, no me la ha regalado nadie. Ya empecé por conocer a los Abellán e interesarme por ellos, en parte por afecto a Andrés, no lo ponga en duda. Pero también porque eran curiosas gentes con conductas diferentes, sorprendentes, sentimientos, moral, emociones, especialmente Mariquita, un islote cultural, se lo aseguro, un interesante islote cultural y no se trata de una persona cerrada a lo nuevo, pero tiene una raíz última de exilada, es una exilada, de esos exilados que siempre serán exilados.

Y en ese marco familiar existía un mito: Encarna, Encarnita, el personaje de la familia que había triunfado y se hablaba de ella como en mi familia se puede hablar de un tío abuelo canónigo o de un primo de mi padre que ganó una flor natural, no puedo acordarme dónde ni cuándo. Era el elemento prestigioso. Retenga este dato.

Para su hermana y para Andrés, Andrés incluso estaba enamorado de ella, a distancia, porque no la conocía, pero la había visto de paso en el entierro de la abuela y le pareció una señora que olía muy bien y todo en ella parecía suave, lo que vestía, lo que decía. Desde que éramos adolescentes, Andrés me enseñaba la única foto que conservaban de su tía y en mí también iba creciendo el mito, aunque de una manera un tanto condescendiente, porque para mí que una señora hubiese triunfado por el simple hecho de casarse con un notario de Albacete, compréndalo, no era demasiado estimulante. Lo estimulante era el mito en relación con los Abellán. Encarna era la bien casada, el poder del estatus y del dinero. Y un día tuve ocasión de conocerla. Hace tres años.

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