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– No te molestaremos. Es sólo un ratito.

Charo abría la marcha y la sonrisa, sin mirarle a la cara a Carvalho, para no ver en ella la tempestad o el fastidio. Tras ella se cobijaba la evidente prima Mariquita, una cincuentona con permanente y hermosas facciones grandes de mujer ancha, morena y demasiado envejecida. Y como si las dos mujeres fueran un obstáculo a rebasar por sus flancos derecho e izquierdo se colaron en el despacho dos hombres jóvenes. El uno parecía un concertista de cello de nuevo tipo, cabello rizado y gafitas de juguete, el otro tenía aspecto de contable de Banco romántico, con pajarita, miope, rubio, de pelo enfermo, pálido de plenilunio. El concertista se hizo una composición de lugar examinando los objetos como si los inventariara y a Carvalho como si fuera un elemento prescindible. En cambio el contable buscó una silla, se la llevó a una esquina de la habitación y se sentó cruzando las piernas y procurando mirar a todas partes menos a una: en la que estaba Carvalho. El detective iba por él cuando la voz de Charo impuso las condiciones de la reunión.

– Mi prima Mariquita, Mariquita Abellán, no te hubiera molestado si el asunto no fuera grave. Éste es Andrés, su hijo, y Narcís Pons, un amigo que les ha ayudado mucho en este asunto.

El aparente contable sonrió por el procedimiento de alargar la raya de su boca, una hendidura en una cara de mármol mantecoso.

– Han venido los chicos porque es que con mi marido no se pude contar.

– Con su marido no se puede contar.

Evidentemente con el marido de Mariquita no se podía contar. Carvalho no estaba dispuesto a dar facilidades y permaneció en una poca interesada contemplación de lo que ocurría más allá de su mesa de despacho. Charo buscaba sillas y Mariquita se tentaba los labios con los dientes.

Andrés le miraba ahora y el ritmo de sus pensamientos lo marcaban las subidas y bajadas de una nuez de Adán enorme. El contable se arreglaba el borde del pantalón para tapar la evidencia de una pantorrilla delgada, blanca, lampiña, venosa en lo que dejaba ver el borde del pantalón gris marengo y la ceñida frontera de unos calcetines inexplicablemente marrones.

– Este paso tenía que haberlo dado mi marido -opinó de sopetón la prima de Charo, como si estuviera afeándole su conducta al ausente.

– Me están entrando ganas de conocerle. Debe ser un tipo notable -comentó Carvalho como si hablara con los papeles que cambiaba de lugar sobre el tablero.

– No está bien. Mi marido no está bien.

Y Mariquita se llevó un dedo a la sien.

– Piensa mucho y es malo pensar, sobre todo cuando se tienen tantas horas. Mi marido es un parado.

– Quién le ha visto y quién le ve.

Charo había conseguido una silla y se había sentado más cerca de Carvalho que de sus acompañantes.

– Si le hubieras conocido hace unos años, Pepe, un fenómeno. Divertido, alegre, fuerte… Perder el trabajo y venirse abajo.

Mariquita se había sacado el pañuelo de algún sitio y se pasó una punta por el rabillo de cada ojo, con el disgusto evidente de su hijo, que cabeceó y llevó la mirada hacia una de las paredes laterales, como si no quisiera ser testigo de la emoción de su madre.

– Ya te hablé de este asunto, Pepe. Se trata de otra prima mía, una hermana de Mariquita, mi prima Encarnación. Te había hablado alguna vez de ella.

Carvalho no estaba dispuesto a admitirlo, pero Charo no se dio por desautorizada.

– Era la hermana pequeña de Mariquita, ya sabes, y siguió otros vuelos. Estaba muy bien casada en Albacete, aunque la familia es de Águilas, bueno, Águilas, Cartagena, Mazarrón, toda aquella parte. Pero Encarnita se casó con un señor de Albacete y vivía en Albacete. No es que las dos hermanas se relacionaran mucho.

– Casi nada. Y bien mal que me sabe -interrumpió Mariquita con los ojos atormentados por el escozor de las lágrimas contenidas.

– Bueno, no es ésta la cuestión.

El caso es que hace unos meses, pero cuéntaselo tú, mujer, que sabes mejor de qué va. -Mariquita suspiró y se dirigió a su hijo con voz de constipada-. ¿Quieres explicarlo tú, nene?

– Ya lo sabes bien, yo de todo este rollo paso.

– Él, de todo este rollo, pasa -repitió Mariquita con un retintín dirigido a Carvalho, como buscando su comprensión ante la nula colaboración del hijo-. A mí me han enseñado a respetar a los muertos -gritó la mujer en dirección a la espalda de su hijo.

El muchacho se limitó a decir que sí con la cabeza sin volver la cara-.

Desde que ocurrió aquello no puedo dormir. Cada noche se me aparece el cadáver de mi hermana y me dice: Mariquita, Mariquita, ayúdame, dame la paz, dame la paz, Mariquita.

Rompió a llorar y entre balbuceos y asfixias se quejó por su suerte de mujer sola, prácticamente sola para hacer frente a una cosa tan horrible.

– Pobrecita. Cómo me la dejaron.

Madre mía y de mi corazón. Cómo me la dejaron. Pobrecita.

Biscuter se había asomado a la puerta de comunicación entre el despacho y la cocinilla atraído por el llanto incontenible de la mujer. Se secaba las manos sin saber dónde poner los ojos, sin saber quién era el culpable de tanto desconsuelo.

– Es que, Pepe, fue horrible… -intervino Charo, y cerró los ojos y la boca.

El silencio que siguió contribuía a resaltar el hilillo de llanto que salía de los labios apretados de la mujer. El hijo había dado la cara a la reunión y miraba a su madre con lástima e impotencia. El contable parecía esperar que la orquesta le diera la entrada y se preparaba para asumir la situación. Almacenaba aire en los pulmones, se aplastaba los restos de cabello con las manos, introducía un dedo entre el cuello de la camisa y la piel para sentir libre el paso del aire de los pulmones al cerebro. Pero fue el hijo quien se encaró a Carvalho.

– Es que a mi tía la dejaron hecha una lástima. Una carnicería. El cadáver estaba de pena. Estaba de mala manera. De mala manera. Yo fui a reconocerlo con mi madre y bueno…

para no olvidarlo. Aquello no era un ser humano. El cadáver estaba de mala manera.

Charo y Mariquita asentían con la cabeza, en la confianza de que Andrés conseguiría el suficiente valor para acabar de contar los hechos. Pero el muchacho parecía satisfecho de su actuación y se volvía a retirar a su distanciada contemplación de la pared lateral derecha, donde Biscuter se había convertido en el único paisaje, naturaleza muerta de muñeco roto.

– Si me permiten, ya que se trata de un asunto de familia, pero a la vista de lo difícil que es para vosotros, lógicamente, explicar suficientemente la cuestión pediría que se me cediera la palabra.

Había hablado el rostro pálido y a Carvalho le quedó la duda de si sus ojos sonreían o se limitaban a intentar subir desde las profundidades oceánicas de las dioptrías. La familia Abellán abdicó de su protagonismo y abrió un pasillo de silencio por el que avanzó aquel rostro blanco y acristalado.

– ¿Tiene usted una idea exacta de lo que tratan de explicarle?

Carvalho negó con la cabeza.

– Me lo figuraba. Ellos han hablado con el corazón. Yo voy a hacerlo con la cabeza. Cuando dicen que el cadáver estaba de mala manera quieren decir que apareció descuartizado, deshuesado. Primero fue encontrado el tórax y el abdomen en el interior de un bidón, en un descampado. El resto, semienterrado. Cerca de la Colonia Güell. Tampoco estas partes estaban enteras. Se les había extirpado los genitales, por dentro y por fuera, es decir, se había practicado un vaciado completo, repito, completo del aparato sexual y reproductor.

Era ahora la suya una sonrisa de chino paciente a la espera del desmayo de sus interlocutores. Carvalho divagó la mirada por las esquinas del despacho y pasó por alto la evidente congelación que había experimentado el cuerpo de Biscuter y el esfuerzo para no llorar que empequeñecía el cuerpo de Mariquita y el inesperado interés por las hormigas que demostraban los ojos de Andrés.

– Pero no es eso todo. También se habían ensañado con el tórax y el abdomen y puede decirse que sólo el corazón, un pulmón, el esófago, el estómago, el hígado, los riñones y el páncreas eran órganos identificables.

– Pues no está tan mal -comentó Carvalho taras un carraspeo.

– Pero repito, el cuerpo había sido deshuesado, con una extraña pericia, con la pericia de un anatomista. Se preguntará usted cómo con tan pocos y mutilados elementos se llegó a la conclusión de que el cadáver era Encarna Abellán.

Hizo una pausa a la espera de que Carvalho confirmara la pregunta.

Carvalho no quiso defraudarle y cerró los ojos.

– Fíjese usted, es un relato muy curioso. Tuve una conversación con el forense, porque a mí siempre me ha interesado la criminología, y no es que quiera ponerme flores, pero esta consulta profesional se debe sobre todo a mis consejos, buenamente aceptados por la familia Abellán. Pues bien, el forense se hizo cargo de los restos y se dio cuenta de la existencia de una cicatriz en un pedazo de carne que parecía corresponder al abdomen. Luego se dijo que no era una cicatriz porque no se distinguían las puntas de aguja en las costuras, como suele ocurrir en una cicatriz. Finalmente, un examen más detallado les hizo llegar a la conclusión de que sí, de que era una cicatriz producto de una operación de histerectomía y por ahí empezó la posibilidad de identificar el cadáver, posibilidad que llevó incluso a establecer su identidad: Encarnación Abellán había sido operada de histerectomía.

– ¿Es usted médico o estudiante de medicina?

– No -respondió el contable, con los ojillos cerrados y una sonrisa de deleite por el interés que había suscitado en Carvalho.

– ¿Intelectual?

– No.

– Pero parece usted un chico culto.

– Procuro serlo. Soy autodidacta.

Metió una mano pequeña, estrecha, blanca en el bolsillo cordial de la chaqueta y la sacó armada con una tarjeta de visita que entregó a Carvalho:

Narcís Pons Puig Autodidacta Ronda de Sant Pere, 17

Carvalho jugueteó con la tarjeta y miró de hito en hito al autodidacta.

– Ya tenemos el cadáver troceado e identificado. Qué más.

– El hallazgo se produjo hace tres meses. La policía todavía no ha encontrado al asesino. Modestamente puedo decirle que tengo algunas ideas sobre el asunto. Soy amigo de la familia, he seguido el caso desde el comienzo.

– ¿Y qué pinto yo en todo esto?

Fue Charo la que se anticipó al braceo expresivo de su prima para decir:

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