Tamagás no tuvo valor de volver a su casa en seguida, deambuló por las calles, y al llegar, ya muy de noche, refundióse en su cuarto cerrada la puerta con llaves y trancas. En algún lugar cerca de allí pendía del techo, colgado de la nuca, Carne Cruda, con sus ojos verdes, sus cuernos amarillos, sus dientes blancos rieles de los ferrocarriles de la luna, y el pelo grifo.
Despertó al día siguiente ya entrada la mañana. Se había quedado vestido tirado en la cama. La luz del sol y los ruidos de la calle, por donde pasaban turbas vocingleras y músicas al encuentro del Torotumbo, le animaron a salir de su cuarto, era ridículo estar bajo llave y atrancado en su propia casa, cuando si Carne Cruda, Carne Cruda, ¡Dios mío con sus equivocaciones!, hubiera querido le pide cuentas anoche mismo, y lo único que le quedaba, en todo caso, era ir y prevenirle que pesaba sobre él la amenaza de ser lanzado… ja… ja… ja…, reía, a las pobres llamas del padre Berenice, que en manera alguna podían amedrentar al que se tostaba en los fuegos del infierno… ja… ja… Se lo contaré a Tizonelli… no… ¡Dios guarde…!, pero a quién otro se lo podía contar…
Nadando su lengua contra la babosidad helada que llenaba la boca, al solo asomar el italiano, a quien llamó a gritos a través de la tapia, le refirió que el padre Berenice preparaba un gran auto de fe, en la cual quemarían a Carne Cruda, encarnación diabólica del comunismo, violador de la pequeña…
– ¿De la povarella? -interrumpió Tizonelli.
– ¡Qué povarella! -gritó Tamagás-. Eso vimos, Tizonelli, pero no fue ella la violada, sino la Patria… El Diablo Rojo violó a…
– Pero se olvida, don Estanislado, que el verdadero violador no ha sido el Diablo, sino su merced…
A la indita, sí, yo… -gritó contrariado-, yo, yo… Quieres que te lo repita más, pero a la Patria fue Carne Cruda, el Diablo Rojo del Comunismo. Una cosa trajo otra, yo era miembro del Comité y por eso fui tentado, sucumbí a mis deseos y encarné en la realidad el símbolo de la bestia cruda saciando sus instintos en la pequeña Patria, en la indiecita descalza…
– ¡No comprendo! ¡No comprendo niente…! -se agarraba Tizonelli la cabeza.
– ¡Ya comprenderás! ¡Ya comprenderás! El auto de fe será aquí en la casa.
– ¿Aquí…? -Tizonelli se soltó la cabeza.
– Sí, aquí, qué de extraño tiene, y asistirán, además de mis colegas del Comité, el señor arzobispo, el nuncio de Su Santidad, y el presidente Libereitor de la Re pública.
El calabrés se puso de pie. Se buscaba en los bolsillos la cachimba.
– ¿Por qué tan pronto, Tizonelli?
– Tengo que hacer, tengo que respirar… su merced me está diciendo tales cosas…
El Torotumbo entraría en la capital por la puerta de los volcanés, hoy sólo simulada algunas veces por nubes bajas y coloridas que formaban marco a las altas moles de diamante negro coronadas y de dormidas faldas de esmeralda. Su impulso era mayor a medida que se aproximaba a la ciudad, donde tendría culminación esplendorosa lo que empezó siendo un baile de exorcismo para librar a los pueblos del castigo que les esperaba por la virgen que violó el Diablo y voló al cielo a quejarse con Dios. Pero no eran sólo los bailarines y los músicos los que se acercaban a la ciudad, sino todo lo que avanzaba con ellos. Las aldeas en marcha portando comestibles en bateas grandes y hondas como naves indígenas. Los árboles sacudidos por las manos del viento dejando caer sus frutos para refrescar a los danzarines. Los tunales en punta de espina y de noche las estrellas en las puntitas de sus rayos espinando a los que dormían para que siguieran bailando, convertidos en engrudos semimuertos, en seres ondulantes, casi de agua cruda, con mudez de tierra pávida, pero siempre en movimiento, avanzando al compás de una música que los ponía fuera del tiempo, tambores, marimbas, chirimías y troncos ahuecados con el sonido del tun, tun, del Torotumbo…
Pero también avanzaban con los bailarines, palomas y culebras, y pájaros que iban saltando al tun, tun del torotún, del torotún… Otros llevaban loros, pericos, patos, chompipes, gallos, gallinas, y otros, monitos blancos y ardillas, y otros, guacamayos brillantes, y todos, no sólo su andar, sus pies, sino sus perros, cientos, miles de perros de todas las aldeas andando con ellos, como sus pies, como sus pasos. Y con ellos, sus dichos, sus lenguas, sus juegos, pólvoras, gracejos, pantomimas, colas de zorras para latiguear al Diablo y testuces de toros hasta desaparecer en el sueño, de toros torotumbos, de toros toronegros, de toros toroblancos.
Tamagás, acorralado en su casa, poco sabía de la grandiosidad con que la capital, llevando disfraces de militares, eclesiásticos y burgueses, se preparaba a recibir al Torotumbo. Los había de adelantados y frailes, virreyes y tenientes para ahorcar, jesuitas y arcabuceros, astrólogos y navegantes. Toda la catolicísima y muy noble y muy leal ciudad de los caballeros con sus caballeros y sus damas encorsetadas desde abajo de las islillas hasta el huesito, sus damiselas y sus infantes, sin faltar en el hormiguero de disfraces, togas, birretes y hopalandas, pelucas próceres junto a casacas de montonera y prefulgentes lilas obispales junto a desnudos torsos de piratas.
El alquilador de disfraces se la pasaba de su cuarto a la tapia del fondo gritando a Tizonelli. Le llamaba a todas horas para que viniera a hacer compañía. Varias veces, tras el tic-tic-tic telegráfico de su párpado, quedó su ojo izquierdo vuelto hacia donde Carne Cruda se hamacaba colgado de la nuca. No se decidía, pero ya sólo le faltaba materializar su arrepentimiento, echarse
de rodillas, como se había echado sobre la pobre Natividad Quintuche, allí mismo, como se había echado ante el confesor y como ahora caminaba hacia los pies de su demonio, de rodillas, de rodillas.
– ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Carne Cruda… por salvarme yo, por salvarme yo!
Y se agobió por tierra, rascando en el suelo las uñas carcarudas, bajo la muda carcajada de la máscara diabólica, fascinado por sus ojos verdes, verdefuego, con dos redondos huecos al centro, largos bucles rojos cayéndole de la cabeza, como fuego derretido en tirabuzones, las orejas relumbrantes de papel de espejo, los cuernos amarillos, y los colmillos blancos, como rieles de los ferrocarriles de la luna.
– ¡Hermoso! ¡Hermoso! ¡Hermoso…! -le adulaba, arrodillado, implorante-. ¡Tú me salvaste y yo te entregué! ¡Tú, demonio, me salvaste, y yo, hombre, te entregué! ¡Tú me guardabas y yo te traicioné! No, no fue ésa mi intención Tizonelli… digo Carne Cruda -rió de su estúpida equivocación-, pues sabes, como demonio que eres, que mi intención al arrodillarme ante el padre Berenice fue confesar mi delito, pero ya de rodillas, tú lo sabes mejor que yo, me corrió sudor de hielo por la espalda y en el desatiento no encontré más salida que acusarte a ti, mi amigo, mi amparo, mi sostén. Te traicioné, te traicioné, pero no ignoras, Carne, no ignoras que ya la traición es como nuestra propia vida, nuestra manera de ser, y lo traicionamos todo, todo, nos traicionamos a nosotros mismos, la tierra donde nacimos, lo que somos, lo que aprendimos, y hasta lo que defendemos, ja, ja, ja…
– Don Estanislado… -se oyó el vozarrón de Tizonelli, que sin duda se preparaba a saltar la tapia.
Se levantó de bajo la figura de Carne Cruda y sacudiéndose las rodillas fue a la sala a esperarlo.
– Don Estanislado, perdone que lo interrumpa, vengo con una gran imprudencia, necesito una recomendación de su merced para que me den o me vendan…
– ¡Huy! ¡Huy!, ésa es palabra mayor… -respingó Tamagás, después de oír a Benujón acercársele a la oreja a soplarle la palabra «dinamita».
– Tengo a uno de mis hijos, con el trabajo parado, pues con esto de las fiestas no ha podido conseguir. Es ése mi muchacho que se dedica a sacar piedra en San Buenaventura.
– Pero yo no conozco a nadie…
– La recomendación es para un empleado de caminos que lo conoce a usted y que está dispuesto a suplirle a mi hijo unas cuantas candelas, si me hace el favor de darme una cartita.
– Bueno, si es así…
– ¿Y para cuándo la quema secreta del señor Carne Cruda?- preguntó Tizonelli, sin mostrar mayor interés por seguir la conversación.
– Hoy debo verme con el padre Berenice, que es el que lo está arreglando todo. Por de pronto ya mandó una hermosa mesa, sillones dorados y una tribuna o púlpito desde donde se propone amonestar al Diablo y arengar a los presentes que serán los miembros del Comité. Aquí se sentará el encapuchado Incógnito, en seguida, aquí en este otro sillón, Fracas…
– ¿Quién es Fracas?
– Fracas es Fracas…
– No entiendo…
– Bueno, todo quieres que se te explique, y éstos son secretos, son secretos, Fracas, es el estudiante fracasado que integra el Comité. Después de Fracas, se sentará el padre Berenice, aquí yo, aquí Teotimo, otro miembro del Comité, un abogado grasoso, dormilón y abúlico…, luego los invitados, el señor arzobispo, el nuncio, el presidente Libereitor de la República…
– Antes que se le olvide, don Estanislado, mi recomendación para la dinamita, por eso vine…
– Te la voy a hacer, te la voy a hacer, déjame buscar recado de escribir en este cajón…
– Está usted muy nervioso -se acercó el calabrés a abrazarlo, al verlo ponerse en pie, con la recomendación escrita, soplándola para que secara la tinta.
– Sí, sí, desde hace días que no puedo dormir. No sé si es el viento que me gasta los nervios y que ha estado soplando muy fuerte estos últimos días, y las preocupaciones que nunca me faltan…
– Eso sí que está malo. Vaya por casa y se toma un poco de agua de cogollos de naranja bien cargada.
– Sí, sí, por allá voy a recibir el favor. Toma la recomendación y saluda a tu hijo.
Los ronquidos del alquilador de disfraces, a quien los cogollos de naranja espesados con somnífero hicieron dormir casi seis horas, permitieron a Tizonelli colocar en la cabeza de Carne Cruda un cerebro llamado a estallar al contacto del fuego y a minar la casa con algunas candelas de dinamita.
Tamagás se despertó reposado, el párpado del ojo izquierdo le tecleaba menos y al sólo aparecer Tizonelli por su casa, le comunicó su bienestar y gusto por la vida.
– Si en lugar de café cargado para que no nos durmiéramos oyendo leer anónimos, nos hubieran servido cogollos de naranja en el Comité, no estaríamos en este estado de nervios, agotados todos, y es que no es para menos, tanta denuncia, tanta intriga, tanta suciedad, tanta mierda, perdóname la palabra.