El Torotumbo hizo su entrada en la capital. Bandas, marimbas, sirenas, campanas, cohetería y ceremonias del encuentro, el saludo, la presentación y entrega de las llaves, entre los lengua de trapo de la ciudad, para quienes todo aquello no pasaba de ser una alegre fiesta de carnaval a destiempo, y los danzarines que llegaban en torrente de hombres de sangre comunicadas a través de ideas y sentimientos.
Al amparo de las ceremonias pasó la primera consigna a ocupar los lugares estratégicos señalados de boca en boca de los bailarines de piel quemante de ortiga, alfanjes de maguey y lanzas de caña brava, escuadrones de guerreros vegetales que hacían reír a los capitalinos, seguidos en formación cerrada por danzarines de máscaras de tierra cocida, de corteza de coco de piedra porosa más liviana que el agua, sus penachos de tres sangres, roja, verde, negra, y calzas de río de espejo que en su bailar parpadeante levantaban polvo de sueño bajo lluvia metálica de cascabeles dormidos.
Monótono, cercano, rotundo, percutía el corazón del Torotumbo en los cuatro ámbitos de la ciudad dorada al frío por el sol, compás de baile de guerra golpeando en una selva de árboles de troncos huecos los testuces de sus toros toropintos, de sus toros torozambos, de sus torostorotoros para sostener el avance de los bailarines que se apoderaban de los lugares señalados danzando con movimientos de sonámbulos despiertos bajo sus máscaras.
Instrumentos de fuego de madera, de fuego de metal, de fuego de cuero, de fuego de carey, de fuego de piedra quemábanle las manos a los que tocaban como fuera del tiempo, ceniza de volcán hecha música en la que los bailarines del Torotumbo al danzar se iban volviendo pueblo con la geografía de lo profundo bajo sus plantas y la vida del cielo sobre sus hombros.
Pero el hombre que se vuelve pueblo ruge como el mar y ése era el rugido que se oía en el caracol de la ciudad y que no escuchaban las gentes vestidas de carnaval que bailaban danzas extranjeras, paseaban en automóviles adornados y carruajes de flamantes caballos, soltaban globos desde sus patios o con el horror del populacho se aposentaban en los balcones que daban a la calle a mostrar dentaduras postizas reidoras, satisfechos de la fiesta y de sus personas que al cambiar los tiempos habían pasado del privilegio pretérito al bienestar dineroro. Ninguna alteración del orden, todo a compás. Ningún indicio de lucha, todo juglar, brillante. Color de fruta, las bandas de mensajeros que en sustitución de los que se desplomaban de fatiga, ocupados los lugares estratégicos, correteaban de un punto a otro llevando la consigna de sembrar la confusión entre los que eran y no eran autoridades, en el momento en que aparecieran en los lugares más visibles de la ciudad jefes militares, policías, magistrados, religiosos, forenses disfrazados en forma tan perfecta que se les pudiera tomar por auténticos, dudando de los que en verdad llenaban dichas funciones sólo porque tenían el vestido.
Un torrente de enmascarados arrancó de su casa a Tizonelli, asalto y captura que el italiano, sorprendido por las voces, las risas, los pitos, y matracas, tuvo por broma hasta que se vio fuera de su casa conducido casi en vilo a un jeep que arrancó velozmente. Por las corti-nillas de lona que el viento levantaba trató de orientarse hacia dónde lo llevaban, pero no le fue posible fijar la ruta viendo pasar retazos de edificios, árboles, postes, máxime que sus acompañantes, sin dejar de moverse, le mareaban con sus risas, chillidos y palabras ahogadas por las máscaras. La música de Torotumbo se oía cada vez más lejos, indicio de que se iban alejando de la ciudad a todo lo que daba aquella masa sólida, compacta, lanzada por calles empedradas. Perduto, se dijo con el aliento, prendido a alguno de los helados fierros del respaldo, apretados los dientes para no morderse la lengua en uno de los tantos saltos mortales del vehículo, y como si no le fuera bastante alentarlo, se lo respiró encima, perduto, cuando uno de los enmascarados dio a entender que lo llevaba a donde el jefe. En un país con más cuerpos de Policía que dedos en las manos, desde el infantil hasta el de los jaguares que cazaba campesinos a dentelladas de perro, no cabía duda que lo conducían ante alguno de los muchos verdugos policiales. Se puso un cigarrillo en los labios, aprovechando que el jeep estabilizaba su marcha sobre el camino en cuesta, pero, lejos de serenarse, el humo le radiografió las más negras sospechas en el cielo de la boca, regándole como sombra de sabor amargo, el pensamiento de que se hubiera descubierto el atentado. Perduto, no por él, qué importancia tenía un hombre más o menos en un mundo en que todos estaban jugando a la desesperada, sino por el trabajo realizado para hacer volar la casa del alquilador de disfraces. Desechó la idea, de haber descubierto algo iría esposado y lo habrían registrado al capturarlo, consolándose con la creencia de que lo llevaban para interrogarlo sobre lo de las listas de denuncias de comunistas o sospechosos de ideas rojas que le pasó Tamagás. Brevemente sopesó sus posibilidades de hombre duro para soportar cualquier tormento, ya que con aquella gente interrogar y atormentar eran sinónimos. Todo menos confesar, y prueba de que desafiaría cualquier tortura, era la indiferencia y hasta aparente jovialidad con que acompañaba a los enmascarados, riendo con ellos, para defender con los dientes, a mordidas de risa, lo que con tanto trabajo e ilusión puso en la cabeza de Carne Cruda, una bomba de fabricación casera que inflamada por el fuego purificador del padre Berenice estallaría con tal violencia que volaría con el demonio y al demonio su Ilustrísima, palidísima, flaquísima, el presidente Libereitor, el frinifrique papal, Fracas, el estudiante, Tamagás, el licenciado abúlico y grasoso, el propio Berenice, el Milico Chacal y el incógnito yanqui, el del capuchón y el silencio, ayudante de aquel embajador norteamericano que fue carcelero en Nuremberg. Y por si Carne Cruda se portaba mal y no acababa con ellos, la conmoción del estallido haría despertar de su sueño la nitroglicerina entrada en los cimientos de la casa que iba a volar en pedazos con todo y todo y tan eminentes personajes. ¡Ah, pero no iba a estallar ni a volar nada…! Perduto…! Perduto…! Después de capturarlo deben de haber desmontado aquellas máquinas infernales que con peligro de su vida colocó aprovechando los largos sueños de Tamagás, sometido a la acción de los cogollos de naranja con somnífero. Sólo pensarlo era horrible, horrible. No se presentaría otra vez la oportunidad de tener reunidos a los Comité, al arzobispo, al presidente y al nuncio. Se le secó la.boca, los dientes pesados como tornillos que se le iban saliendo y que no podía volver adentro con el destornillador de la lengua, y un sudor tiritante, helado, casi de mortaja, le empapó en-medio del día bochornoso. No sólo la desgracia de que el atentado hubiera sido descubierto, sino las consecuencias: perseguirían a los suyos, arrancarían la hortaliza, quemarían su casa, aunque esto era lo que menos le importaba desde que le decomisaron lo único de valor que tenía, la blusa de voluntario garibaldino que fue de su abuelo, prenda roja que lo condujo a la más ciega mazmorra de la penitenciaría, cuando lo capturaron la vez pasada por denuncia hecha ante el Comité, y prenda que también le valió la libertad al comprobarse que era un recuerdo de familia y no un regalo de Moscú. A él lo soltaron, pero la blusa no volvió. Marchaban hacia el Sur, hacia el mar, hacia el puerto. Lo echarían en el primer barco que pasara o, menos deportados y más desaparecidos, se lo echarían a los tiburones. Por eso iban enmascarados. Por eso esperaron para capturarlo a que estuviera solo en su casa. Su mujer y su hija se habían ido a pasar el día adonde el mayor de sus hijos. Lo que le costó que se fueran, sin que se dieran cuenta que él las sacaba, antes que el techo de la casa se les fuera a desplomar encima con la explosión. El jeep viró casi en ángulo recto, al apartarse de la carretera troncal, por un camino de tierra zigzagueante y pedregoso, saltando más que rodando sobre tarascadas de llantas sólidas, que, si no devoraban como los tiburones, molían en tal forma que cuando se llegaba a destino, difícilmente se encontraban los movimientos de las piernas y la cintura. Lo bajaron frente a un corredor, en un amplio patio, y se oyó taconear militarmente al que se adelantó por una puerta al interior de una habitación, en la que desde el umbral, donde él se detuvo con los otros, no se lograba ver nada de lo que ocurría dentro, tanta era fuera la luminosidad del día de diamante. Lo pasaron. Avanzó algunos pasos por un salón desnudo de muebles, especie de granero, las maderas de las ventanas cerradas sangrando luz por las rendijas, y a no creer lo que veía, a manotear frente a sus ojos para disipar lo que se le antojó un sueño. Sin careta ni disfraz, le esperaba en actitud de jefe, uno de los que él salvó de caer en manos de la Policía, valiéndose de las listas de Tamagás. Y todos, la mayoría al menos de los que le rodeaban, habían escapado de la cárcel, y quién sabe de qué torturas, por el camino de las preciosas listas.
El jefe cortó efusiones y abrazos para decir al calabrés:
– Señor Tizonelli, le hemos hecho venir…
– Y venía que no me llegaba la camisa al cuerpo…
– Fue una pesadería, no sé por qué no se dieron a reconocer los muchachos.
– Pero ya estoy aquí, ¿de qué se trata…?
– De pedirle su ayuda. Nuestros efectivos disfrazados de bailarines ocupan ya los puntos claves que se les señalaron y vamos a dar el asalto; pero a última hora hemos sido informados por nuestros servicios especiales que se van a reunir en casa del alquilador de disfraces, los miembros del Comité, el arzobispo, el presidente, el nuncio y necesitamos capturarlos. -¿Capturarlos?
– Sí, capturarlos -repitió el jefe, entre mordaz y enérgico, tomando la extrañeza de Tizonelli por cobardía o simple no querer mezclarse en un asunto de peces tan gordos-. Si logramos la captura de esas personas, señor Tizonelli -trató de convercerlo-, se ahorrará mucha sangre, muchos sufrimientos, menos vidas sacrificadas, y como usted es vecino de Tamagás y tiene acceso a su casa, sin despertar sospechas…
– A recoger sus pedazos me tienen que ayudar ustedes… ¡Qué capturar! -precipitó Tizonelli sus palabras, al fin encontraba a quién gritarle el secreto.
– No entiendo… -exclamó el jefe, cuyo cigarrillo al encenderse y apagarse en sus labios, era como un tercer ojo sobre la cara blanca del italiano.
– ¡Sí, sí, a recoger los pedazos, si algo queda de ellos, que creo que no va a quedar nada!