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– Estas desgracias repentinas le sobrecogen al más templado- dijo el pastor -; y mayormente cuando te caen en día de fiesta, que no se trae más que descuido y alegría y pensamiento de pasarlo chachi: bárbaro, como ellos dicen; así que te hace el efecto de caer de repente de lo blanco a lo negro.

El alcarreño dijo:

– Cosa frecuente es esa en los madrileños, de puro desquiciados para la fiesta. Tienen más accidentes en las diversiones, que no por causa del trabajo. Más muertos hacen las fiestas que los días de labor. Así es como se las gastan los madrileños.

– Me parece – asentía el pastor -. Quieren coger el cielo con las manos, de tanto y tanto como ansían de divertirse, y a menudo se caen y se estrellan. Da la impresión de que estuvieran locos, con esas ansias y ese desenfreno; gente desesperada de la vida es lo que parecen, que no la calma ya nada más que el desarreglo y que la barahúnda.

– Eso le hace pensar a uno – asintió el alcarreño.

– Que son un poco amigos de la jira y del bureo; tampoco hay que exagerar. Madrid se presta a todo.

– Madrid es lo mejor de toda España – cortaba Carmelo, con un gesto categórico.

– Lo mejor – dijo Lucio lentamente -, y también lo peor. Macario apuraba el vino.

– Bueno – dijo después -; yo creo que ya está visto todo lo que teníamos que ver en el día de hoy. ¿Quién se viene?

– Todos – dijo el pastor -. Éste y yo por lo menos – sujetaba al alcarreño por la manga de la camisa.

– Aguarda un segundito – protestó el alcarreño -. ¿Nos corre alguien?

– Nada, a casita se ha dicho y nada más. ¡Mañana se madruga! Las ovejas ya no me comen más que con la fresca. Una chispa más tarde que las saque, y no prueban bocado, por causa el calor, tras que están ya pellejas de por suyo. Yo mañana a las cinco, ya lo sabes, el rinrín y el café y arreando, a pegarle patadas a las piedras. Ya conoces mi vida. Así que venga, Liodoro, no me enredes y tira ya para alante, que también hay derecho de dormir.

– ¡Bueno, hombre, bueno! Que apure este culito tan siquiera. Eso es el egoísmo; porque tú madrugas, ya quieres acostarnos a todos los demás. Y suelta, que me rompes la camisa, ¡y a ver después con qué me tapo!

Se volvió al mostrador, mientras el otro lo soltaba.

– ¿Qué tengo yo, Mauricio?

– Catorce vasitos – multiplicaba mentalmente -. Cuatro con veinte, nada más.

El alcarreño se sacaba un duro de un bolsillo que tenía en la cintura.

– Un servidor se va también – dijo Carmelo. Fueron pagando los cuatro que salían.

– Buenas noches.

– Hasta mañana, amigos.

– Adiós; hasta mañana.

Quedaban Lucio y el hombre de los zapatos blancos.

– Y que cene usted, hombre, que cene usted – le decía Macario a este último.

– Ya veremos – sonreía secamente -. Adiós.

Salían los cuatro. Hubo un largo silencio. El hombre de los z. b. se miraba los empeines y subía y bajaba sobre las puntas de los pies. Mauricio hincaba los codos en la madera del mostrador, con la mandíbula entre las manos, que le sostenían la cabeza, como si fuera una bola maciza de nogal. Tenía la mirada en un punto muerto. Lucio alzaba los ojos al amarillo cielo, raso, que se vencía por el centro, como una gran barriga. Asomaba el cañizo en una grieta. Las contraventanas estaban pintadas de un gris plomo. Las patas de las mesas parecían delgadas para tanto mármol. La estantería se iba a caer sobre Mauricio, sobrecargada de botellas. Habían entrado mariposas oscuras y pequeñas; merodeaban en torno a la bombilla. Más allá de la puerta, en la luz de la luna, se recortaba la espadaña rota de la fábrica antigua de San Fernando, en ruinas. Los cromos no enseñaban sus dibujos, porque el cartón alabeado reflejaba la luz. En el estrecho vano de la puerta se descubría el espesor de los muros, pesando en el umbral.

– Y ese Ocaña, qué pasa, ¿que es que te viene a ver cada verano?

– Pues sí – contestaba Mauricio -. ¿Por qué me lo preguntas eso ahora?

– Me acordé. ¿Conque te tiene estima?

– Se la tendrá – terciaba el hombre de los z. b. -, cuando se ve que no le duelen prendas para venirlos a ver. Perderse él un domingo así como así, con todo ese familión a las espaldas.

– Es un tío bueno – dijo Mauricio -; pero bueno verdad.

– No hay más que oírle. Hablando se retrata la gente.

– Será bueno a pesar del apellido – decía Lucio, sonriendo -. El apellido no me gusta.

– ¿Qué apellido?

– Pues Ocaña, ¿qué apellido va a ser? A ustedes no les dice nada. A mí sí.

Sonreía Mauricio, levantando la barbilla.

– Ah, ya.

Callaron y luego Lucio habló de nuevo:

– Nos refirió tu hija la que teníais liada entre los dos, allí en el Provincial.

– Nos aliviábamos la carga mutuamente, para sobrellevar nuestras dolencias.

– Muy grandes no serían. Volvían a callarse.

– ¿Usted no cena, Mauricio?

– Dentro de un rato.

– No vaya a estarse aquí por causa nuestra. Yo ya me marcho en seguida.

–  No; usted no se preocupe; por ustedes no es. Ya sé que hay confianza. Es que no me apetece todavía.

– Como se levanta a la hora que quiere, no tiene prisa nunca.

– A éste – terciaba Lucio -, ya lo sé yo lo que le pasa esta noche. Que ha olido las lentejas, igual que las he olido yo, y sabe que las hay para la cena, y no le llaman la atención lo más mínimo. ¿Eh?, Mauricio, ¿a que sí?

– Eso será. Que no son santo de mi devoción, ni nunca lo fueron.

– Pues lenteja se escribe con mayúscula en muchas casas. Eres un poco señorito.

– Ahora, en el verano, es un plato algo fuerte… – dijo el hombre de los z. b. Le dio una arcada.

– ¿Qué le ocurre? – se alarmaba Mauricio. El hombre de los z. b. respiraba con fatiga; dijo:

– Sólo acordarme… de la comida. Se me representaron las lentejas… ¿Lo ven ustedes? ¡Qué pejiguera! Ya se lo decía. Lucio y Mauricio lo miraban al rostro; estaba pálido.

– Dispénseme usted – dijo Lucio -; no pensé que con eso iba a meterle la aprensión.

El otro tenía las manos junto al cuello y respiraba hondo. Le subió de repente otra arcada más brusca y se tapó la boca. Salió de prisa hacia el camino. Mauricio lo siguió. Se oían toses degolladas. Luego entraba limpiándose la boca en un pañuelo planchado, sin desdoblar. Lucio le dijo:

– ¿Devolvió?

El hombre de los z. b. dijo que sí con la cabeza.

– Entonces ya soltó todo lo malo.

– Tómese un vaso de agua – le decía Mauricio, volviendo a entrar al mostrador.

– Ya ven ustedes el espectáculo que he tenido que darles a última hora – decía el hombre de los z. b. -. ¡Qué bochorno! – sonrió con tristeza -. No se me puede sacar a ningún sitio.

Bebía un sorbo de agua del vaso que Mauricio le había puesto.

– Vaya una cosa. ¡Qué tontería! Usted qué culpa tiene, si le causan impresión los accidentes.

– ¿Se siente ya mejor?

– Sí, Lucio, muchas gracias. Dispensen la tontería.

– ¡Y dale! – dijo Mauricio -. Como si fuera uno dueño de controlarse en esas cosas. No se preocupe ya más, haga el favor.

– Es que es la monda. Es ridículo que se ponga uno así – hizo un silencio dubitante -. Bueno, señores, así que en vista del éxito alcanzado, me retiro para casa. No los molesto más.

Mauricio se impacientaba:

– ¡Pero cuidado la perra que ha cogido! ¿Has visto ahora por qué majadería se nos quiere marchar? ¡Quédese, ande, y no me sea mohoso! ¡En la vida, no se le ocurra a usted marcharse por una cosa así!

– No, si es que es tarde además – repuso el hombre de los z. b. -. Ya deben ser cerca las doce y media – tocó el reloj de pulsera, sin mirarlo-. Hay un cachito hasta Coslada y la luna traspone ya muy pronto, ¿no ven que es luna llena? A ver si todavía llego a tiempo de que me ponga en la puerta de mi casa. De lo contrario, expuesto a escalabrarme por esos vericuetos.

– Nada, como usted quiera, entonces – dijo Mauricio -. Si tan difícil nos lo pone, qué le vamos a hacer. Lo primero no romperse la cabeza, eso no.

– ¿Cuánto es lo que le debo?

– Seis cuarenta en total.

El otro se sacó una carterita oscurecida del bolsillo de atrás del pantalón, y le entregó siete pesetas a Mauricio, mientras decía:

– Estoo… miren, y si no les importa, yo les pido que no lo comenten con nadie el asuntillo este imbécil de lo vomitado. Es que me da hasta reparo que se sepa, ¿eh?

– Oiga – le dijo Mauricio -; me ofende usted con semejantes advertencias. Parece hasta mentira que salga ahora con eso. Es no conocer a los amigos. Eso en primer lugar. Y en segundo lugar, no saber la costumbre de mi casa, que aquí no se cuenta nada a las espaldas de nadie. ¡Vamos! Así que ahí acaba usted de dar un patinazo – le daba la calderilla sobrante-. Los sesenta.

–  Perdone usted, Mauricio; dispénseme otra vez – decía el hombre de los z. b., cogiendo las seis monedas -. Esta noche no doy una en el clavo. Se ve que no es mi noche. A ver si duermo y mañana ya me levanto con otra sombra – se guardó la cartera -. Así que hasta mañana, descansar.

– Adiós, hombre – dijo Mauricio -. Está usted siempre perdonado. Y que le dure la luna hasta su casa.

– Hasta mañana – lo despedía Lucio.

El hombre de los zapatos blancos se detuvo un momento en el umbral, para apreciar la altura de la luna.

Luego volvió la cara al interior, con una seria sonrisa, y asentía:

– Sí que me dura, sí. Lo dicho, pues. Dio un manotazo de saludo y se marchó.

– ¡Qué tío! – dijo Lucio, en cuanto el otro hubo salido -. Le tengo simpatía, te lo juro.

– Sí que es una bellísima persona – asentía Mauricio lentamente -. Pero hay que ver lo mortificado que lo traía el haber arrojado. Me hizo hasta gracia.

– Se resintió en el amor propio – dijo Lucio -. O vete tú a saber. O que le parecería una falta muy gorda contra el principio de la educación. Cualquier cosa.

– Yo he conocido a otras personas que les pasaba tres cuartos de lo mismo. Se te ponen enfermos en cuanto que ocurre un suceso. Aunque los pille al margen, eso no quita.

– Ya me lo sé yo. Gente que es de conformación más delicada y todo te lo acusan de golpe en algún órgano del cuerpo; o sea que lo mismo se les planta en el hígado, que se les pone sobre el estómago o en cualquier otro miembro interior.

Les sorprendió de improviso la entrada de Justina:

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