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– Padre: ¿es que no piensa usted cenar en esta noche? Lo tiene todo frío. Y casi ya no quedan ni unas brasas para recalentarlo.

– Ya cenaré, no te preocupes.

– Pues madre y yo nos acostamos ahora mismo. Así que usted se arregle.

Se volvió bruscamente hacia Lucio, y continuó:

– ¿Y usted qué hace aquí ya, que no se marcha? – fingía severidad.

–  Esperando a que tú vinieras, para que fueras tú la que me eches a la calle, preciosa.

– ¡Vamos! ¡Qué digo yo que ya está bien! – movió la mano en señal de demasía -. ¡Que ya lleva usted un ratito!

– Entonces, ¿qué?, ¿que me arrojas a la calle?

– ¿Yo? Dios me libre. Eso mi padre. Si es que no sale de usted mismo, como debía de salir.

– Tú mandas aquí más que tu padre. Para mí por lo menos.

– Ya. Ya lo veo que a mi padre lo tiene avasallado. Que ya no me lo deja usted ni cenar, ni puede cerrar el establecimiento, ni marcharse a la cama ni nada. Aquí nada más contemplándolo a usted. ¿Se cree que los demás son como usted, que se mantienen del aire, igual que los fakires de la India?

– Eso son todo calumnias, Justinita – dijo Lucio riendo -. Un servidor come lo mismo que las demás personas; sólo que lo reparto a mi manera.

– ¡Así está hecho menudo espantapájaros! Y a mí no me ande llamando Justinita, que peso el doble que usted – cambió de tono-. Bueno, ahí se quedan ustedes; pueden hacer lo que quieran. Yo me marcho a dormir. Hasta mañana, padre.

– Adiós, Justi, hija mía, que descanses.

– ¿Y yo?

– ¿A usted? – sonreía Justina desde arriba, mirando a Lucio sentado -. A usted ni las buenas noches. Ni eso siquiera se merece.

Se metió hacia el pasillo.

Ahora Lucio se desperezaba:

– Pues me parece, chico, que le voy a hacer caso a tu hija. Me marcho para casa. Mañana tengo que hacer

– ¿Tú?

– ¿Tanto te extraña?

– Pues tú verás.

– Quería tenerlo reservado hasta el momento en que fuese una cosa segura, pero ya que ha salido, te diré de lo que se trata. Es una tontería, no te vayas a creer, una chapucilla eventual, que emparejó el otro día por chiripa.

–  Suelta ya lo que sea.

– Pues consiste sencillamente en masar para las fiestas de tres o cuatro pueblinos de por aquí. Los bollitos y las tartas y esas cosas, ¿no sabes? Él es un pastelero que acude de fiesta en fiesta, y a mí me llevaría de ayudante, ¿comprendes? Total, un mes y medio; de cinco días a una semana que podremos parar por cada pueblo. Mañana nada más a lo que voy es a hablar con el hombre, y si lo veo bien, me animo. ¿Qué te parece la cosa?

– Pues bien. Si el tío responde regular, pues te resulta un asuntillo decente.

– Es una cosita reducida, desde luego, en pequeña escala, y cuestión monetaria no será nada muy allá. Para los vicios, aunque nada más sea, ¿no te parece? El único temor mío es la edad, ¿sabes tú? Y es que el tío ni me ha visto siquiera, ni le han dicho nada de los años que tengo. Me apalabró con terceros. Ese es el miedo mío; que a lo mejor el hombre me rechace, por parecerle que uno joven le rinda más.

– No creo que pase eso. Ahí es el oficio lo que vale. ¿Tendrá que ver la edad? Cuanto más viejo, más garantía de que posees años de experiencia.

– A ver si es verdad. Me agradaría, hombre. No sé los años que no meto estas manos – las enseñaba – entre la harina y la levadura. Y dicho esto, me voy, pero pitando – apoyaba las manos para levantarse -. Tiene que ser ya muy tarde, y tú también tienes que cenar.

Se levantó.

– La una menos diez – dijo Mauricio.

Lucio estiraba el cuerpo; ahuecaba los arrugados pantalones, que se le habían adherido a la piel; alzaba varias veces una y otra rodilla, alternativamente, para desentumecerse las piernas!

– Bueno, tú, hasta mañana.

– Pues que haya suertecilla. Ya me contarás.

– Naturalmente. Veremos a ver si no se queda todo en agua de borrajas. Adiós.

Lucio salió al camino y orinó interminablemente, a la luz de la luna, que ya casi tocaba el horizonte sobre las lomas de Coslada. A sus espaldas oía cerrarse la puerta de Mauricio, y cuando echó a andar de nuevo ya había desaparecido el rectángulo de luz que salía de la venta. La carretera le llevaba entre dos olivares hasta las mismas tapias de San Fernando, y el ruido del agua del río sonando allá abajo en la compuerta se dejaba de oír súbitamente, al quedar interceptado por detrás de los primeros edificios. Eran casitas muy nuevas, de ladrillo a la vista, y aún la mayoría sin habitar.

«…Entra de nuevo en terreno terciario y recibe por la izquierda al Henares, en Mejorada del Campo. En Vaciamadrid recoge al Manzanares por la orilla derecha, por abajo del puente de Arganda; y en Titulcia al Tajuña, por la izquierda. Suministra a la grande acequia llamada Real del Jarama, y ya en las vegas de Aranjuez entrega sus aguas al Tajo, que se las lleva hacia Occidente, a Portugal y al Océano Atlántico.»

Madrid, 10 octubre 1954 y Madrid, 20 marzo 1955.

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