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Salió de nuevo el guardia joven, con Sebas y Paulina, y después de hablar un momento con su compañero, les comunicaba a todos en voz alta que ya podían marcharse, que el señor Juez había ordenado que se les dejase en libertad. Se levantaron sin prisa, cansadamente, mientras el chico volvía a salir y recogía las últimas sillas.

– Nosotros, que bajemos – le decía a Gumersindo el guardia joven.

Vicente quedaba solo en la explanada. Ya no había casi nadie en el local cuando los guardias cruzaron hacia la curva.

– A la orden Su Señoría.

–  ¿Ya los han puesto en libertad?

– Sí señor.

– Bien, pues espérense aquí.

Luego el Juez recogía la bolsa y los objetos de Lucita, y se dirigió al Secretario:

– Vamos con esto.

El Secretario escribía: «Seguidamente se procede al recuento e inventario de las prendas, ropas y objetos personales pertenecientes a la víctima, que resultaron ser los siguientes:»

El Juez abrió la bolsa; dictaba:

– Una bolsa de tela; un vestido estampado; un pañuelo de cuello ídem – apartaba en la silla las cosas que iba nombrando -. Ponga: ropa interior, dos prendas. ¿Lo puso? Bien, un par de sandalias de… plástico; un pañuelo moquero; una toalla rayas azules; un cinturón rojo en material plástico – se detuvo -. Bueno, y el traje de baño, que lo tiene encima. ¿A ver qué hay más por aquí? – hundía la mano en la bolsa y sonaron objetos-. Un peine – proseguía -; una tartera de aluminio; un tenedor corriente; una servilleta; un espejo pequeño; una lata de crema solar – iba poniendo todas las cosas una tras otra, conforme las sacaba, alineándolas delante de los papeles del Secretario, encima de la mesa.

Se detuvo un momento, con un pequeño portamonedas en la mano, tratando de abrirlo.

– Bueno, un portamonedas de ante, color azul – volcó sobre la mesa el contenido -. Veamos lo de dentro – contaba las monedas -. Siga poniendo a continuación; siete pesetas con ochenta y cinco céntimos en metálico; un sello de Correos – se detuvo otra vez para observar alguna cosa entre sus dedos; continuaba -; un alfiler bisutería, figurando cabeza de perro. Añada, entre paréntesis: «ese punto, uve punto», sin valor; una barra de labios; y cinco fotografías – las pasó fugazmente-. Creo que eso es todo. Repáselo usted a ver, con la lista en la mano, por si acaso.

El Juez sacó el tabaco y encendió un cigarrillo. Paseaba. Luego acabó el Secretario con sus papeles.

– No falta nada. Está bien.

– Vamonos ya, entonces. Recoja. Ustedes ya pueden subir los restos de la víctima.

Levantaron los guardias el cuerpo de Lucita y lo subieron hasta la explanada.

– Aquí le traigo el regalo – le susurró el guardia viejo a Vicente, cuando llegaron a él.

– ¡Qué le vamos a hacer! – contestó suspirando, mientras abría la portezuela.

Acomodaron el cuerpo de Lucita en el asiento trasero. Salía Aurelia con el Juez.

– Usted pase ahí atrás con la víctima – le dijo éste al Secretario.

– Y ya lo sabe usted, señor Juez – se despedía la ventera-; cuando quieran venirse una tarde, a ver si tenemos el gusto de atenderlos… Y quee…

– Bien, gracias por todo, señora. Hasta la vista – contestaba montando en el coche.

– ¿Manda Su Señoría alguna cosa? – decía el guardia viejo.

– Nada. Ya pueden reintegrarse al servicio ordinario. Queden con Dios.

Sonaron los golpetazos de las portezuelas, y Vicente ocupó su puesto.

– A sus órdenes.

– ¡Hasta la vista, señor Juez! – se despedía la mujer -. ¡Ya sabe…!

– Adiós – cortó el Juez.

Habían salido también la hija y el chaval y un par de hombres a la explanada. Los guardias estaban casi en posición de firmes, mientras Vicente iniciaba la maniobra. Pegó la luz de los faros en las ruedas dentadas de las compuertas y giró sobre el agua vacía del embalse hasta el puntal y el puentecillo; reveló débilmente, más allá, la espesura de troncos y las copas de la arboleda, y se cerró de nuevo, aquí mismo, contra el morro del ribazo y el tronco enorme de la morera, hasta acabar el giro ante el camino. Vicente cambió la marcha y el coche arrancó por fin por la breve pendiente que subía hasta el camino de las viñas, dejando atrás en el polvo de las ruedas las figuras inmóviles de los guardias civiles que saludaban firmes con el brazo cruzado sobre el pecho. Luego, pasadas las viñas, el Balilla torció a mano izquierda, ya por la carretera de San Fernando. No había ni un kilómetro hasta el pueblo. Ya casi sólo las luces públicas permanecían encendidas, y alguna puerta de taberna. Callaban en el coche. Tornaron por una calle a la izquierda y salían a una plaza ancha y redonda, de casas bajas, con una estatua y una fuente en el medio, y un pino. Al otro lado de la plaza se salía del pueblo otra vez, junto a un convento y una casa muy grande, de labor, descendiendo hacia el río. El cementerio estaba abajo, en el erial, a mano izquierda del camino, a no más de cien metros del Jarama. Salió el encargado al ruido del coche y les abría la cancela. Vicente paró el Balilla en el camino. Se apearon.

– Buenas noches. ¿Está ya eso en condiciones?

– Sí, señor Juez; todo listo.

– Pues hala.

El sepulturero ayudó al Secretario a trasladar el cuerpo, y lo depositaron sobre la mesa de mármol. Después fue despojado del traje de baño. El Secretario dictó los datos de Lucita, y fue extendida y firmada la papeleta de ingreso. Por fin el Secretario recogía la manta y el traje de baño, y salían los tres hombres del depósito, dejando el cuerpo de Lucita tendido sobre el mármol de la mesa inclinada. Él encargado apagó la luz y echó la llave.

– El médico forense ya no puede tardar – dijo el Juez instructor.

– Bien, señor Juez; que tengan ustedes buen viaje.

– Gracias. Con Dios.

El encargado cerró la portezuela, y el Balilla subía de nuevo hacia San Fernando, camino de Alcalá.

Subían hacia la venta. Menguaba el ruido de la compuerta a sus espaldas. Tito y Daniel iban los últimos; Zacarías, con Mely, delante de ellos. Llegando a la carretera, Fernando se retrasó, para decirle:

– Zacarías, tú lo que podías hacer es venirte en la bicicleta de ella.

– Lo había pensado. Pero después ¿qué os parece que haga con esa bici?

–  ¿Eh…? Pues no lo sé. No sé qué haríamos. Pero… es que…

– Calla, Fernando – cortó Mely -; dejarlo ahora, por, Dios y por la Virgen, luego lo pensaremos. Tito se adelantaba hasta ellos.

– No, Mely – le decía excitado, casi gritando -, es ahora cuando lo tenemos que pensar, ¡ahora!, ¿quién es el que va a decírselo esta noche a su madre?, ¡di!, ¿quién se presenta allí con la bicicleta de la mano…?

Se habían detenido en la carretera.

– No grites, Tito, por Dios – le suplicaba Mely con un tono lloroso -; dejarlo ahora, dejarlo; luego se pensará, ¡no me agobiéis todavía…!

– Hay que pensarlo ahora, Mely, ¿quién se lo dice?, ¿quién?

– Tito, sosiégate – intervenía Daniel -; así será peor; desazonarse más, inútilmente.

– Pero es que te desesperas, Daniel, tan sólo de pensar en irla allí a su madre…

– Habrá que hacerlo – cortaba Zacarías.

–  Sí, Zacarías – dijo Tito -, habrá que decírselo, ya lo sé. La cosa es el cómo. ¿Cómo se le dice? Echaban a andar nuevamente.

– No creo yo que haya ninguna manera mejor que otra – contestó Zacarías -, para decirle a una madre que su hija se ha muerto. Todas son la peor.

– ¡Pánico es lo que me da! – gemía Tito -. ¡Pánico!

– Déjalo…-dijo Mely-. Todos juntos iremos, como sea. Ahora no lo penséis, por favor.

– Todos juntos tendrá que ser – decía Tito -. Todos juntos. Yo no tendría valor de otra manera.

– Ni nadie – dijo Daniel -. Si tuviera que ir solo, me escaparía, no sería capaz de subir la escalera, saldría escapando en el mismo portal.

Miguel, Alicia, Paulina y Sebastián los esperaban ya cerca de la venta.

– Sacar uno las cosas – dijo Sebas -, para irlas metiendo en la moto. Aquí esperamos. Yo no querría entrar, si os da lo mismo.

–  No te preocupes – le dijo Zacarías -, lo haremos nosotros.

Paulina se quedó fuera con Sebastián. Entraron los otros; saludaba Miguel:

– Buenas.

– ¿Qué?, ¿cómo vamos? – dijo Mauricio-. No saben cuánto lo hemos sentido, muchachos, esta desgracia a última hora, vaya por Dios.

Miguel lo miró, para decirle algo; no supo qué decir. Se había hecho un silencio.

– Son las cosas que pasan.

– Bueno, nos hace usted las cuentas, si tiene la bondad. Ya nos marchamos.

– Ahora mismo. Oigan, cualquier cosa que necesiten…

– Gracias – dijo Miguel -. Vamos a ir pasando a por las bicicletas.

– Aguarden que dé la luz.

El hombre de los z. b. miraba al suelo; el alcarreño al fondo de su vaso. Carmelo observó todos los rostros, uno a uno, conforme fueron desfilando a meterse en el pasillo, hacia el jardín. Las dos mujeres se asomaron en la cocina, cuando ellos ya volvían con las bicis, y Faustina decía:

– Vaya, por Dios, mala jira tuvieron ustedes… ¡Qué pena de una chica joven!, ¡qué lástima, Señor! ¡No saben cuánto lo sentimos!

Luego Fernando recogía las tarteras que ya Mauricio le había puesto sobre el mostrador. Miguel se quedaba el último con la bici de la mano, aguardando a las cuentas de Mauricio, entre el silencio de todos. Pagó por fin y salió, cuando ya Sebastián tenía el motor en marcha.

– ¡Nos esperáis a la salida de la autopista, en la esquina de la calle Cartagena! – le gritaba Miguel a Sebastián, entre el estruendo de la moto-. ¿Entendido? ¡Allí hablaremos!

– ¡De acuerdo!

Aceleró Sebastián y tomaba el camino. Habían salido Macario y Carmelo al umbral, para verlos marcharse. Alicia suspiró:

– ¿Y quién tiene alientos, ahora, para ir pedaleando hasta Madrid?

–  Hay que ir igualmente.

Ya la moto se había marchado por delante, y ahora se vio la ráfaga del faro que giraba, al tomar la carretera. Daniel montaba el último en la bici, y todo el grupo silencioso se alejó velozmente. Macario y Carmelo se volvían de nuevo hacia el interior del local.

– ¡Los pobres!

– Y la querían – dijo Carmelo -. Bien se conoce que tenían que quererla todo el mundo a la muchachita que se ahogó. El que más y el que menos, venían llorados, en seguida lo vi. Habían llorado a base de bien, no sólo ellas, también alguno de los tíos. Cuando un hombre llora así, alguna cosa gorda lo castiga, una cosa muy ácida le reniega por dentro – ponía la mano en forma, de araña y la oprimía contra el vientre.

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