Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Vete con ella, Zacarías – le dijo -. Por mí no te preocupes; tú acompáñala a ella, marcharos. Yo me voy con Samuel y con éstos. De veras…

Él la miró:

– Te lo agradezco, Mariyayo.

– Es lo más natural…-dijo ella, y se volvía hacia los otros.

Zacarías y Mely se marcharon en pos de Miguel, Fernando y Alicia, que ya habían salido con Daniel, camino del río. Los demás se quedaban, junto con los de la pandilla de Legazpi, para irse hacia el tren; terminaban de recoger todas sus cosas y ya iban pasando despacio hacia el pasillo. Los primeros habían cruzado el local sin detenerse, y ahora Mauricio se informaba con los de la estación:

– ¿Qué ha pasado, muchachos?

– Pues una chica, que se ha ahogado en el río – contestaba el de Atocha.

– ¡Joroba, eso ya es peor! – exclamó el alcarreño, torciendo la cabeza.

– ¿Y qué chiquita ha sido?

– Yo no le puedo decir, no la conocía. Venía con esos otros. Aquí éstos a lo mejor la conocen – indicaba a Samuel y Marialuisa.

– ¿No será la que vino con la moto?

– ¿Eh?, ¿con la moto? – dijo Samuel -. No, ésa se llama Paulina; ésa era otra más menuda, de pelo castaño…

– ¿De azul?

– Ay, yo no sé cómo vendría vestida; yo no la he visto hoy. La llamaban Luci…

– La de azul era Carmen – intervenía Marialuisa -. Tampoco es ella.

– Ésta es una, ya le digo, finita, con una cara, pues así un poco… vaya, no sé qué señas le daría…

– Oiga, ¿qué le debemos? – preguntaba Federico. Se volvía Mauricio hacia él:

–  ¿Qué es lo que pagan? El pastor meneaba la cabeza:

– ¡Vaya por Dios! – decía -. ¡Que no se puede dar nunca un fiesta completa! Siempre tiene que producirse algún suceso que la oscurezca y la fastidie. Mira por dónde tenía que…

Zacarías y Mely habían alcanzado a Daniel y a los otros; ya pasaban las viñas. Caminaban aprisa y en silencio; corrían casi. Miguel hizo intención de dirigirse hacia la escalerilla de tierra, por la que habían subido a media tarde, pero Daniel lo contuvo:

– Por ahí no, Miguel. Por este otro lado.

Bajaron hacia los merenderos y el puentecillo de madera; sus pasos se hicieron ruidosos en las tablas; llegaban al puntal. Se recortaban las sombras de los otros; los primeros, los guardias civiles; Mely reconoció sus rostros a la luna, en una rápida mirada. Les salía Paulina al encuentro.

– ¡Alicia, Alicia…! – venía gritando, y lloraba otra vez al abrazarla.

Los otros alcanzaban el bulto de Lucita.

– No se acerquen ahí – dijo el guardia más viejo.

Pero ya Mely se había agachado junto al cuerpo y le descubría la cara. Sebas se vino al lado de Miguel y se cogía a su brazo fuertemente, sin decir nada; oprimía la frente contra el hombro del otro, que miraba el cadáver. Los guardias acudieron hacia Mely; la levantaron por un brazo:

– Retírese, señorita, ¿no me ha oído?, no se puede tocar. Se revolvió con furia, desasiéndose:

– ¡Suélteme! ¡No me toque! ¡Déjeme quieta…!

Estaban todos en torno del cadáver, mirándola la cara descubierta, casi tapada por el pelo. Tan sólo Tito no se había movido, de codos en la arena. Mely volvió a inclinarse hacia el rostro de Lucí.

– ¡Haga el favor de obedecerme, señorita, y quitarse de ahí – de nuevo la agarraba por el brazo-. Contrariamente…

– ¡Déjeme, bárbaro, animal…! -le gritaba llorando y se debatía, golpeando la mano que la tenía atenazada.

– ¡Señorita, no insulte! ¡Repórtese ahora mismo! ¡No nos obligue a tomar una medida!

Se aproximaron Zacarías y los otros.

– ¡Gentuza, eso es…! – gritaba Mely, ya suelta -. ¡Gentuza…! ¿Ves cómo son, Zacarías, ves cómo son…?

Se replegaba llorando hacia el hombro de él. Pasaba el tren; el blanco faro, la banda de ventanillas encendidas, por lo alto del puente.

– Además, va usted a darme su nombre ahora mismo, señorita – decía el guardia Gumersindo, sacándose una libreta del bolsillo superior -. Así sabrá lo que es el faltarle a la Autoridad.

El otro guardia se inclinaba sobre el cadáver, para taparlo nuevamente. Los estudiantes se habían acercado:

– Oiga, dispénseme que le diga un momento – intervenía el de Medicina -; dirá usted que a mí quién me manda meterme… Pero es que la chica está sobresaltada, como es natural, por un choque tan fuerte…

– Sí, sí, de acuerdo; si ya se comprende que está exaltada y lo que sea. Pero eso no es excusado para insultarle a las personas. Y menos a nosotros, que representamos lo que representamos.

– Si ya lo sé, si le doy la razón enteramente – le replicaba el otro con voz conciliatoria -; si yo lo único que digo es que es una cosa también muy normal y disculpable el que se pierda el control en estos casos, y más una chica; se tienen los nervios deshechos…

– Pero es que nosotros, como usted comprenderá también muy bien, no estamos aquí más que cumplimentando unas órdenes, las instrucciones adecuadas a lo que está dispuesto con arreglo a este caso que ha surgido, y ya es bastante la responsabilidad que llevamos encima, sin que tengamos además necesidad de que nos vengan a faltarnos de la manera que lo ha efectuado esta señorita.

– Nada, si estamos conformes, ¿qué me va usted a decir?; no era más que pedirles un poquito de benevolencia, que se hagan ustedes cargo de la impresión que ha recibido, y que no se halla en condiciones de medir lo que dice. De eso se trata nada más, de que por una vez podían ustedes disculparla y no tomárselo en cuenta.

– Sí, sí, claro que nos hacemos el cargo, a ver; pero es que todo esto, mire usted, todo esto son cosas muy serias, como usted muy bien sabe, que la gente no se da cuenta la mayoría de las Veces lo serias que son, y de que uno está aquí cumpliendo unas funciones; y cuando a uno lo han puesto, pues será por algo, ¿o no? Así es que luego vienen aquí creyéndose que esto es algún juego, ¿no es verdad?, y claro, no saben que lo que están cometiendo es un delito; un delito penado por el Código, ni más ni menos, eso es. Conque dígame usted si podemos nosotros andar con tonterías… Ya volvía a guardarse la libreta:

– Que pase por esta vez. Y para otra ya lo sabe. Hay que medir un poco más las palabras que se profieren por la boca. Que el simple motivo del acaloramiento tampoco es disculpa para poder decir una persona lo que quiera. Así que ya están informados.

– Hale ya – intervenía el otro guardia -; ahora retírense de aquí todos y tengamos la fiesta en paz. Andando.

– Regresen a sus puestos cada uno – dijo el primero -, tengan la bondad. Y mantengan la debida compostura, de aquí en adelante, y el respeto que está mandado guardar a los restos mortales, asimismo como a las personas que representan a la Autoridad. Que el señor Juez ya no puede tardar mucho rato en personarse.

Se retiraron y formaban un corrillo cerca de Tito. Ya Mely se había calmado.

– Son los que se tiraron a por ella – explicaba en voz baja Sebastián -. Hicieron lo que podían, pero ya era tarde.

Daniel se habia sentado junto a Tito, en la arena. De nuevo sonaron pasos en las tablas; volvía Josemari.

– Nos habíamos metido por la cosa de enjuagarnos – continuaba Sebas -, quitarnos la tierra que teníamos encima; nada, entrar y salir; fue ella misma en quejarse y que estaba a disgusto con tanta tierra encima – se cogía la frente con las manos crispadas -; ¡y tuve que ser yo la mala sombra de ocurrírseme la idea! Es que es para renegarse, Miguel, cada vez que lo pienso… Te digo que dan ganas de pegarse uno mismo con una piedra en la cabeza, te lo juro… -hizo una pausa y después concluía en un tono, apagado -: En fin, a ver si viene ya ese Juez.

Todos callaban en el corro, mirando hacia el agua, hacia las luces lejanas y dispersas. Ya Josemari había llegado hasta los suyos, de vuelta del teléfono:

– Ya está arreglado – les dijo -. Sencillamente que volvemos tarde, yo no he querido decir nada, que se nos ha escapado el último tren. No he querido meterme en dibujos de andarles contando nada de esto, no siendo que se alarmen tontamente.

– Bien hecho. Ya sabes cómo son en las familias; basta con mencionarles la palabra «ahogado», que en seguida se ponen a pensar y a hacer conjeturas estúpidas, y ya no hay quien les quite los temores, hasta verte la cara. Mañana se les cuenta.

– ¿Y todos esos?

– Acaban de venir; otros amigos de la chica, por lo visto.

– Ya.

Los guardias paseaban nuevamente.

– Cerca han andado de armarla otra vez, cuando estabas llamando.

– ¿Pues?

– Nada, que se les insolentó una de las chicas a los beneméritos; porque no la dejaban destapar la muerta, para verle la cara. Se les ocurre agarrarla por un brazo, y, ¡chico!, que se les revolvió como una pantera; unos insultos, oye, que ya los guardias tiran de libreta, empeñados en tomarla el nombre, si éste no llega a intervenir y los convence a pura diplomacia.

– Demasiado a rajatabla quieren llevarlo. También hay que darse cuenta de que la gente no puede ser de piedra, como ellos pretenden.

– Hombre, pues no es ningún plato de gusto, tampoco, el que a ellos les cae – decía el de la armónica -. Ellos son los primeros que les toca fastidiarse por narices. Comprenderás que menuda papeleta tener que montarle la guardia a un cadáver, aquí aguantando mecha hasta el final, y con el sueldo que ganan. Vosotros diréis.

– Sí, eso también es cierto, claro. Oye, ¿os quedan pitillos?

Los otros se habían sentado casi todos. Sólo Miguel y Fernando quedaban en pie. Zacarías, al lado de Mely, miraba las sombras a la luz de la luna; sus manos enredaban con la arena.

– ¡Me parece mentira! – decía Fernando -; es que son cosas que uno no acierta a persuadirse de que hayan sucedido. Y lo tengo ahí delante, lo veo, sé que sí, pero no me percato, no me parece lo que es; de verdad, no me acaba de entrar en la cabeza.

Miguel no dijo nada. Zacarías levantaba la mano y dejaba escurrirse la arena entre sus dedos. Veía la luz de una cerilla en el grupo de los cinco estudiantes; se la iban pasando uno a otro, encendiendo los pitillos.

– Con lo animados que venían esta mañana…

– La vida – repuso Macario -, que es así de imprevista, y te sacude en el momento que menos te lo piensas. Cuando más descuidado, ¡zas!, ¡allá que te va!, te pegó el zurriagazo.

Mauricio asentía con la cabeza:

– Ya ves tú quién le iba a decir a esa muchacha, según entró por esa puerta esta misma mañana, que ya no iba a volver, que venía a quedarse para siempre.

60
{"b":"87850","o":1}