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– Vamonos, Coca, por favor; no me enredes.

– ¡Qué pesado! Pues venga, sácame ya de aquí.

El alcarreño agarró por el respaldo la silla del tullido y la apartaba de la mesa. Coca-Coña levantaba los brazos; don Marcial se inclinaba hacia él y lo cogía por las axilas:

– Ven, hijo mío…-le decía al levantarlo, fingiendo una voz femenina, de madre mimosa.

Lo elevó sin esfuerzo hasta tenerlo en sus brazos.

– ¡Toma, mamá!

Encajó don Marcial una sonora bofetada de manos del tullido.

– ¡Vaya! – exclamó el alcarreño.

Rieron los presentes. Don Marcial les decía, con la mejilla colorada:

– Y tienes que aguantarlo. ¿Quién tendría valor de meterse con esto…?

Enseñaba en sus brazos el cuerpecillo contrahecho; la cabezota sin cuello, empotrada en el tórax; los brazos casi normales de tamaño, desmedidos con el resto del cuerpo y con las atrofiadas piernecillas, que colgaban sin vida y se mecían como péndulos, al peso de unas botas deformes y negras.

– Buenas noches, señores – les decía desde el pecho de don Marcial.

Después alargó un brazo hacia Macario y lo agarró por la solapa:

– ¡Ven acá tú, prolífico! – le gritaba riendo y tirando de él.

– ¿Qué quieres? ¡Suéltame ya!

Macario no tenía camisa ni nada por debajo de la chaqueta; sólo el pecho desnudo y lampiño. Coca-Coña le estrujaba con fuerza la solapa salpicada de yeso:

– ¡Anda, Sanroque! – le decía -, repite conmigo: «El perro de San Roque no tiene rabo.» ¡A ver cómo lo dices!

– Deja las bromas ahora – protestó don Marcial -. Suéltalo, anda.

– ¿No lo estás oyendo que me sueltes? ¡Venga! Coca-Coña amagaba con la zurda:

– Te doy, ¿eh? ¡A ver si todavía vas a cobrar!

Los demás se reían. Macario quería desprenderse de su solapa la garra del tullido, pero éste apretaba con todas sus fuerzas y lo zarandeaba:

– ¡Venga: «El perro de San Rroque no tiene rrabo»! ¡Ya lo estás diciendo!

También don Marcial se veía zarandeado por los violentos meneones del tullido y zozobraba en conexión con Macario, en un mismo vaivén.

– ¡Suéltalo ya, condenado! – se impacientaba don Marcial -. ¡Se me cansan los brazos de tenerte! ¡Me vas a hacer llegar tarde! ¡Suéltalo! ¡Lo sueltas ahora mismo o te dejo caer!

– ¡Pues que lo diga! ¡Dilo, venga! ¡Dilo!

– ¡No seas pesado, Coca! ¡Que no lo digo, no te empegues! ¿Me sueltas o no?

Coca-Coña soltó la solapa:

– Bueno, está bien, Sanroque; desprecia mis lecciones… ¡No aprenderás en tu vida a pronunciar la Erre! ¡No podrás prosperar ni te abrirás camino ni serás nunca nada! ¡No habrá quien te saque de ser un pardillo, como has sido hasta hoy! ¡En tu vida saldrás de pardillo…!

Macario se había quitado de su alcance y se reunía con los otros. Se reían. Ya estaba don Marcial junto a la puerta, con el tullido en sus brazos; se volvió en el umbral:

– ¿Se dan cuenta qué bicho más perverso? ¡Y tener que llevarlo en mis brazos como si fuera un angelito! – mecía la cabeza-. Buenas noches a todos.

Se dispuso a salir y todavía Coca-Coña se aferraba con manos y uñas al quicio de la puerta y a la cortina, trabando la marcha, y se izaba a pulso, colgando de la tela, y le gritaba a Macario, asomando la cara por encima del hombro de don Marcial:

– ¡¡El pego de San Goque no tiene gabo!! ¡¡El pego de San Goque no tiene gabo…!!

Don Marcial forcejeaba tirando de él, para arrancarlo de la puerta, y Coca-Coña gritaba y se debatía resistiendo en sus brazos; la cortina salía tras de los dos y se mantuvo tirante hacia la noche hasta que todo lo largo de la tela no acabó de pasar resbalando entre las uñas del tullido. Al fin caía inerte y se aquietó en su postura tras un corto balanceo. Venía la voz de don Marcial desde fuera de la puerta:

– ¡Pero, Dios mío, qué cosa más maligna! ¡Pero qué habré hecho yo para un castigo semejante…!

Acomodaba a Coca-Coña en la silla de ruedas. Se oyó todavía:

– ¡¡No tiene gabooo…!!

Ya don Marcial empujaba la silla el camino adelante.

– Pues vaya con el demonio del Coquita – comentaba el chófer-. Esta noche se lleva un par de copetines en exceso…

– ¡Qué va a llevar! – dijo Mauricio -. Siempre es igual de revoltoso. Aun sin probarlo. El hombre de los z. b. asentía:

– El pobre hombrito. No tiene en esta vida más aliciente que alternar. ¿Qué le queda? Para él es el único disfrute el estar con la gente y meterse con unos y con otros y la broma y armar un cachillo de escándalo.

Se habían aproximado Macario y el pastor. Lucio dijo, señalando a Macario:

– Aquí sí que me lo trae de cabeza con el asunto de las erres y el estribillo ese dichoso del perro de San Roque. Macario dijo:

– ¿Ha visto el capricho y lo cargante que se pone? No me diga que no es pesadilla la que me ha ido a caer.

– Ya. Se cree que se va usted a pasar la vida recitándole esa bobada, nada más que por hacerlo a él de reír, como si fuera un crío.

– Y no dista mucho de serlo – aseveraba el hombre de los z. b. -. Con el impedimento ese que tiene, de ser así como es, no podía el hombre por menos de semejarse a una criatura, en los hechos y en todas sus apetencias.

– Por eso se le aguanta, por ser lo que es – dijo Macario -. Y porque desde luego tiene un carro de gracia y simpatía, eso tampoco se le va a quitar. Con todo y que esta noche me sacó hasta un botón – esparcía la mirada por el suelo-, con los tirones que le ha pegado a la levita. Y encima, que soy un pardillo – desistía de buscar el botón, levantando la cara -. ¿Y qué voy a ser, más que un pardillo?

Ya no le estaban atendiendo. Lucio decía:

– Pues para mí, lo del Coca es una de las desdichas mayores que me podrían sobrevenir. No sé de nada comparable. Todo lo mío lo multiplicaba yo por diez y volvía a pasarlo, antes que consentir de quedarme de pronto como él. Como lo digo: a mí, mi cuerpo que no me lo toquen. Padecimientos mortales, como dicen, ya me pueden echar los que se quieran, mientras sea persona. Pero a un simple dolor de muelas, vulgar y corriente, le tengo yo más pánico que a todas las desazones y congojas que andan viajando sueltas por el mundo, a la rebusca del que pillen.

– Ah, segurísimo – intervino Carmelo -. No hay cosa peor, no la hay. Las nochecitas más temibles de esta vida son las noches de muelas. Ahí no sirven tabletas, ni fomentos, ni el coñac; no te vale el cigarro, ni el periódico, ni la radio ni nada, para distraerte. No le queda a uno más que apretar contra la almohada y tragar quina, hasta que ya ves que clarea y viene amaneciendo, para salir arreando como un gato, en busca del sacamuelas. O mejor dicho, odontólogo, que para eso lo tiene él allí muy puesto, en la placa del portal. Conque nada, los alicates y afuera; se acabaron las fatigas. Radical. Eso es lo único que pita, respectivo a negocios de la boca; lo único, ni calmantes, ni centellas, lo único resolutivo en un caso de muelas.

Miró a las caras de todos y calló. Después se miraba los dedos, que le enredaban en la manga; los observaba curioso, como animalillos emancipados de su voluntad, rebullendo y jugando con los botones dorados del Ayuntamiento. Venía mucho alboroto del jardín. Dijo Amalio:

– La que tienen ahí al fondo.

– La juventud – le replicaba el alcarreño-. El que más y el que menos hemos pasado por ella. Macario dijo:

– Eso es. La edad de lo inconsciente; pues a lo loco y nada más.

Hubo un silencio. Luego el chófer:

– Eche la despedida, señor Mauricio. Va siendo ya la hora de poner en marcha.

Mauricio cogió la frasca y llenaba los vasos:

– Apure…-miró hacia la puerta. Entraba Daniel; preguntó:

– ¿Están ahí dentro? Todos miraron hacia él.

– Dígame, ¿están ahí todavía?

– Sí, sí que están – contestaba Mauricio -. ¿Sucede algo?

– Una desgracia.

Cruzó muy aprisa entre los otros y enfilaba el pasillo.

– ¡Mira tú quién se ve! – le dijo Lucas, al verlo aparecer en el jardín.

– ¡Ya era hora! – gritaba Fernando -. ¿Venís ya todos?

– A punto de irnos.

– ¡Miguel! – dijo el Dani-. Sal un momento, Miguel. Se inquietaron.

– ¿Qué pasa, tú?

– Quiero hablar con Miguel.

Ya salía de la mesa. Daniel lo cogía por un brazo y lo apartaba hacia el centro del jardín.

– ¿Pues qué pasará? – dijo Alicia -. Tanto misterio.

– Ganas de intrigarnos.

– No. Yo sé que algo pasa, ¡Algo ha pasado! ¡Se le nota a Daniel…!

Callaron todos; estaban pendientes de los otros dos, que hablaban bajo la luz de la bombilla, en mitad del jardín. Daniel estaba de espaldas. En seguida veían violentarse la cara de Miguel, mientras sus manos agarraban al otro por los hombros; le hablaba a sacudidas. «Alicia, venir, venir, todos», les gritó, «ha pasado una cosa terrible». Acudían sobresaltados y ya les formaban corro en derredor; Miguel miraba hacia el suelo; se hizo un silencio esperando sus palabras:

– Díselo tú…

Mely se puso a gritar y sacudía por los brazos a uno y a otro, que hablase, que lo dijese de una vez lo que fuera. Daniel bajaba la cara: «Se ha ahogado Lucita en el río.» Se estremecieron. Se encaraban con Daniel: «Pero cómo; pero cómo, por Dios; cómo ha sido posible…»; le clavaban las uñas en la camiseta: «¡Daniel…!». Mely se había cogido la cabeza entre las manos: «¡Lo sabía, lo sabía que había sido Lucita! ¡Lo sabía que había sido Lucita…!».

– Hace un rato. En la presa. Se estaban bañando.

– Tenemos que bajar – dijo Miguel.

– ¿Alguna chica que venía con vosotros? – andaba preguntando, detrás, el de Atocha.

– ¡Déjame ya…! – dijo Fernando -. Vamos, Daniel vamonos ahora mismo adonde sea…

Se dirigían hacia la puerta; Mely quiso seguirlos.

– Tú no vayas – la detuvo Zacarías-. Mejor que no vayas. Te vas a impresionar.

– ¡Pero qué…! – dijo ella, mirándolo a la cara -. ¡Cómo no voy a bajar! ¡Qué estás diciendo! ¡Cómo quieres que no la vea, Zacarías…! ¡Pero si no hace más que…!-rompía a llorar -. ¡Un rato, Dios mío, si no hace más que un rato que estaba con nosotros…! ¡Pues cómo no voy a ir, Zacarías… cómo no voy a ir… cómo no voy a ir…!

Los de Legazpi se habían apartado y recogían sus cosas.

– Nosotros no bajamos – dijo Lucas -; ¿para qué…?

– Mejor será que nos marchemos, sí. Al tren todavía llegamos a tiempo. Ve recogiendo la gramola, anda. Mariyayo se había acercado a Zacarías:

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