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»Pero hay ocasiones, momentos de tu vida, que permanecen fulgurantes en la memoria aunque el tiempo transcurra; y al volver la mirada hacia atrás ves aquel recuerdo llameando entre la grisura informe del pasado, como una isla de luz en la sopa de sombras. Así arde en mi cabeza aún hoy el recuerdo de los días que pasé con él en aquella cabaña; es un fuego que me ciega cuando vuelvo la mirada hacia atrás, un brillo que duele. Entre las sombras de mi vida, aquellos días todavía siguen encendidos.

»Era un valle muy hermoso, casi abandonado, con unas cuantas casas de piedra y pizarra. Por las laderas se extendía un bosque viejo y húmedo, con robles milenarios y retorcidos cubiertos de hongos y de líquenes, frondosos castaños de frutos puntiagudos, acebos erizados, helechos suaves y esponjosos como plumas de pavo real. El suelo era tan blando como un colchón, capas y capas de hojas muertas, turba, raíces, hongos, organismos microscópicos, insectos laboriosos y animalejos de todos los tamaños, todo restallando y crujiendo y pudriéndose con la imparable fuerza de la vida. Y el aire olía a heno recién segado, a musgo jugoso, a vacas, a tierra gruesa y descompuesta.

»Los dos sabíamos que aquello no podía durar. Que éramos fugitivos y estábamos en nuestro último refugio. Yo me sentía como una condenada a muerte, cosa que en verdad todos somos, esperando a que la felicidad se acabase: que siempre se acaba. Pero mientras tanto bebía golosamente los días, las horas, los minutos, sintiendo pasar el viento del tiempo junto a mi cara.

»Cerca de nuestra casita había un huerto, propiedad del hombre que nos alquilaba la cabaña. Todos los días venía allí la hija del dueño, una niña de unos diez u once años; y se pasaba las horas sentada junto a una hermosa higuera, cantando una canción tras otra para espantar a los pájaros y que no se comieran los carnosos higos. Yo la escuchaba cantar a las horas del sol y del calor mientras las moscas zumbaban y el monte hervía y él dormía un rato en el camastro. Le miraba dormir tan hermoso y tan mío cuando estaba quieto, y sabía que nunca podría vivir algo mejor.

»En aquellos instantes el mundo adquiría una geometría perfecta, un orden visible que me sentía capaz de comprender. Yo me encontraba en mi sitio, en el lugar exacto que me correspondía dentro del universo, del mismo modo que estaban en su justo lugar todas las demás criaturas del planeta, y los vegetales, y las piedras. Todo lo podía ver y entender en ese momento de equilibrio: las incontables hojas del valle, una a una, hasta la más pequeña; las rocas desgastadas, clavándose en la carne de la tierra; cada una de las flores, todas distintas y temblorosas en su vida brevísima; las patitas de los insectos diminutos, las alas transparentes, las trompas chupadoras; y esa algarabía de capullos brotando y pétalos pudriéndose, de criaturas naciendo y falleciendo, entre el viento fértil de la muerte y el rugir de la vida silenciosa.

»Hasta que se cumplió la hora, como siempre sucede inexorablemente. Y llegaron al valle, y nos encontraron, y se lo llevaron. Pero yo sé que algún día volverá y aquí lo estoy aguardando. Por él sería capaz de todo: de matar y de traicionar, de mentir y de negarme a mí misma. Siempre fui torpe, menos UU11 él. Siempre fui débil, menos con él. Siempre fui enana, menos para él. Desde que se marchó, vivir para mí es sólo esperar. Un tiempo de tránsito. Un tiempo muerto.

»Recuerdo que al atardecer el viento nos traía desde la otra ladera un estruendo de mugidos y berridos. Muchas veces nos quedábamos contemplando la caída del sol mientras el aire se pintaba de un verde azulado y llegaban rebotando hasta nosotros las voces desaforadas de las bestias. Yo siempre creí que eran llamadas sexuales, gemidos del calor del celo y del placer; pero luego, después de que descubrieran nuestro escondite y se lo llevaran, me enteré de que el alboroto provenía de un matadero y que eran gritos de agonía arrancados por el cuchillo del carnicero. Desde entonces cada vez que pienso en aquellos crepúsculos finales los veo en mi memoria del color de la sangre, hermosos y transparentes y terribles. Así de cerca está la dulzura del horror en esta vida tan bella y tan oscura.”

La enana abrió de par en par la estrecha ventana del cuarto de doña Bárbara mientras Amanda contemplaba el cadáver de la abuela entre desconcertada y empavorecida, con las manos subiendo y bajando en el aire a media altura, como cortocircuitadas en su camino del regazo a la boca. Yo permanecía en una esquina, camuflada en mi inmovilidad y mi silencio, porque estaba segura de que si advertían mi presencia me echarían del cuarto. No me gustaba estar junto al cadáver pero me gustaba menos la idea de salir allá afuera, donde debía de estar, en algún rincón agazapado, ese Segundo aterrador y aullante.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -balbució Amanda con voz ahogada.

– Tú qué crees? Habrá que amortajarla.

– No… Digo con… Con él. Está como loco. La enana se aupó a la silla y se quedó un rato ahí sentada, pensando y batiendo los piececillos en el aire.

– Pues tú deberías irte. Búscate un trabajo, coge al niño y lárgate.

– No puedo.

– Sí puedes.

– Nos mataría.

La enana suspiró y se frotó las palmas de la mano contra la diminuta falda.

– No empieces de nuevo. Escucha, volveré a trabajar por las noches. Te daré dinero suficiente para que te vayas muy lejos. Para que cruces la frontera. Así estarás a salvo.

– ¿Harías eso por mí?

– Me aburre verte siempre tan afligida y tan acobardada. Claro que lo haré. Por mí, no por ti.

Airelai se bajó de la silla de un saltito, se acercó a la cómoda y sacó una botella de alcohol y una caja de gasas.

– Trae unas sábanas limpias para la mortaja. Con ligereza, segura y Silenciosa, la enana cerró la boca de la abuela y sujetó la barbilla con un lazo, conocedora de los procedimientos, experta ejecutora de los ritos finales.

– ¡Pero ésas no, mujer! -gruñó hacia Amanda, que traía un juego barato de sábanas de flores en la mano-. Tienen que ser blancas.

– ¿Por qué? -Porque sí, es evidente. -¿Cómo sabes todas estas cosas? -¿Y tú cómo no las sabes? ¿De dónde sales que ignoras todo esto? Conocimientos básicos, saberes de mujer elementales.

– A mí nadie me explicó…

– Tú eres mutante, Amanda. Ya te lo he dicho. Estás en tierra de nadie. Lo que has perdido, perdido está, y lo ganado aún no sabes que está ganado. Espero que cuando te marches te espabiles un poco.

_¿ Y la niña? No puedo dejarla aquí sola con él. La llevaré conmigo.

El corazón me dio un vuelco. Yo quería vivir con Amanda y con Chico, pero no podía marcharme.

Apreté los puños, sentí el filo de las uñas contra las palmas. No podía. Baba.

– La niña tiene que quedarse aquí, esperando a su padre -dijo la enana lentamente-. Yo cuidaré de ella, porque también espero.

Y entonces se volvió hacia mí y me miró con esos ojitos negros y brillantes, impenetrables, que ahora quedaban ya muy por debajo de la línea de los míos; me miró durante unos instantes y frunció el entrecejo, como si lo que veía le desagradase.

Vete fuera -dijo al fin en un susurro. -Airelai, por favor… -Tenemos que lavarla. Vete fuera. Salí de la habitación y el resto de la casa se encontraba a oscuras: la tarde estaba cayendo y nadie se había preocupado de encender una luz. Escuché durante unos instantes en el silencio, tan asustada como el animal que espera, entre la maleza, que caiga sobre él el cazador. Me pareció oír un ronco resoplar que venía de la cocina, de modo que crucé el estrecho pasillo de puntillas y entré en mi dormitorio. Miré en primer lugar debajo de la cama y, tal y como esperaba, encontré allí a Chico, perlado de sudor y envuelto en pelusas de polvo y en las tinieblas.

– ¿Qué hace? -susurró el niño entrecortadamente. -¿Quién? -pregunté aunque sabía. -Él. -No sé. Me parece que está en la cocina. Chico salió de su escondrijo reptando sobre los codos. Se sentó en el suelo y me miró, sus ojos brillando en la penumbra.

– ¿Qué crees tu que va a pasar ahora? -musitó. Que va a venir mí padre y nos salvará a todos.

mi padre, Amanda, la enana, Que viviremos juntos’ tú y Yo, juntos y felices. Que nos ¡reinos todos de aquí, nos marcharemos del Barrio, y Segundo se quedará atrás, ahí sentado para siempre en la cocina. Eso quise decirle a Chico, porque tenía la boca seca, y una bola de hierro en el estómago, y la seguridad de que mi padre ya no podía tardar mucho más3 que tenía que regresar ahora, antes de que la abuela desapareciera del todo. Pero en vez de contarle al niño todo eso, me encogí vagamente de hombros.

– No sé. Chico frunció el ceño y se mordió las uñas con nerviosismo. Acaricié la fría bola de cristal que la abuela me había regalado.

– Baba,baba,baba…

– ¿Qué dices? En mi inquietud me había traicionado, había dicho en voz alta, sin querer mi palabra privada.

– Nada. Cosas mías -gruñí.

– ¿Qué es eso de «baba»? -insistió el niño.

– No es nada, te digo. Manías. No significa nada.

En ese momento alguien golpeó con los nudillos la puerta de la casa: una llamada que parecía acordada, cinco golpes seguidos y después dos más. La boca se me llenó de una saliva acre. Estiré el cuello y agucé las orejas: esperando. Se encendió la luz del pasillo y oí los ligeros pasos de la enana camino de la entrada; el clic del pestillo, el gruñido de la hoja de madera al abrirse. Y una voz de hombre desconocida, aunque no del todo:

– ¿Te sorprendes de verme?

Tenía que ser él: tenía que ser mi padre. Me puse en pie y salí de la habitación pasito a paso: porque deseaba correr y al mismo tiempo tenía miedo, quería llegar a la puerta y no llegar nunca. Iba tan despacio que Chico me adelantó y alcanzó el vestíbulo antes que yo. Se volvió hacia mí con gesto preocupado:

– Es el policía ese -susurró.

Allí, apoyado en el marco de la puerta, estaba el tipo canoso de la camisa sucia que había estado hablando con Segundo la noche del Gran Fuego: era un comisario de policía, según se había enterado después Chico. Suspiré. El tipo me miró un instante y guiñó un ojo. Me pareció odioso.

– Estamos de duelo -dijo la enana-. No es un buen momento.

– ¿No? -sonrió-. Pues tengo que hablar con Segundo. Y sé que está.

Airelai empalideció:

– Le digo que no puede entrar. Respete a los muertos.

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