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»Lo más difícil era cuando llegaba a los comercios; en general me paraba a mirar el escaparate, disimulaba un rato y después salía en dirección a la próxima tienda. A veces había algunos chicos sospechosos por los alrededores y me veía obligado a entrar en el local, aunque los tenderos podían ser peores que los chicos y hubo uno que me sacó de su frutería a bofetones porque se creía que le estaba robando. Claro que la ventaja de los comerciantes sobre los chicos es que los primeros nunca se alejan demasiado de su comercio y si sales corriendo no te persiguen.

»El truco funcionó la mar de bien y me crucé el Barrio en unas pocas horas, y estaba yo tan contento con el éxito que quise añadir un detalle de adorno y entre tienda y tienda empecé a hacer tintinear en mi mano unas cuantas chapas de cervezas, como si fueran las monedas con las que iba a pagar la compra; y ése fue un error de principiante, porque un chico me agarró en una esquina, me arreó dos guantazos y me quitó el dinero, y al ver que no era dinero sino chapas, me sacudió un poco más. Ahí fue cuando me manché de sangre toda la camiseta y la cara y el cuello. Y aunque dolió no estuvo tan mal, porque a partir de ahí se me ocurrió un truco nuevo para seguir andando, y fue que cada vez que veía una pandilla o a alguien sospechoso me ponía a hacer eses y a caminar a tropezones como si estuviera a punto de desmayarme; y entonces todo el mundo se apartaba y me dejaba pasar como si manchase, porque ya sabes que en el Barrio lo mejor es que no te vea nadie, pero, si te ven, entonces lo mejor es que se te vea demasiado. Quiero decir que, si llamas mucho la atención, también te evitan; y yo llamaba mucho la atención con toda la sangre encima y andando de ese modo.

»Y así caminé otro montón de tiempo y ya iba ciego de hambre a pesar de las manzanas que había cogido en la frutería; y llegué al límite del Barrio, a un parque seco y grande que si lo cruzas al otro lado empieza ya la Ciudad Bonita. Entré en el parque y me lavé la sangre de la cara en una fuente, porque pensé que allí llamar la atención ya no era bueno. Estaba todo lleno de niños, era por la tarde; y vi a una niña sentada en una piedra que estaba haciéndole ascos a un bocadillo, era una chica delgadita y con las rodillas peladas, y me senté a su lado y nos pusimos a hablar. Ella dijo que su madre la obligaba a comerse ese bocadillo asqueroso de mortadela, lleno de pizcas negras que picaban muchísimo; y era verdad que la madre nos miraba fijamente desde el banco de enfrente, a pocos metros, con una cara furiosa. Yo le dije a la niña que si quería yo podía hacer como que le robaba el bocadillo y ella contestó que sí, que qué estupendo; entonces le expliqué que tenía que mirar para otro lado y sujetar el pan con los dedos flojitos. La niña lo hizo así y yo pegué un tirón del bocadillo y salí corriendo, oí los gritos de la madre a mi espalda pero claro está que no pudo alcanzarme; me comí la mortadela y me supo muy buena.

»Al fin llegué a una estación, que era adonde yo quería llegar porque tenía pensado irme de la ciudad aunque todavía no había decidido de qué modo me iba a subir al tren. Allí había mucha gente, rápidas piernas que daban zancadas para uno y otro lado del vestíbulo, maletas y bolsas, carritos y paquetes. Yo estaba muy cansado, cansadísimo, y pensé que sería bueno dormir un poquito. Así que aproveché el re- vuelo y entré en los retretes; me metí en uno de los cuartitos, eché el cerrojo y me tumbé en el suelo, acurrucado contra la pared junto a la taza. Me dormí enseguida y me desperté no sé cuánto tiempo después, con una cara enorme muy cerca de la mía y una manaza dura que me zarandeaba. Fue un susto muy grande, porque se trataba de un policía; me sacó en volandas del retrete y era un guardia altísimo y con cara feroz que gritaba cosas que yo no entendía. Enseguida vino una mujer policía con una man- ta y me cogió en brazos, y eso me gustó más.

»Salimos de la estación, yo envuelto en la manta y de la mano de la mujer uniformada, y afuera el cielo estaba muy negro y la ciudad vacía. Debía de ser muy tarde, más tarde que nunca en toda mi vida, con excepción de la noche de la verbena y del Gran Fuego, y por primera vez me alegré de que los guardias estuvieran cerca. Subimos a un coche de policía, tendrías que haberlo visto, todo nuevo y con el tablero lleno de luces, y nos fuimos a la comisaría y me dieron leche con cacao y galletas y una cama. Pero pese al cansancio que sentía no conseguía dormirme porque todo era muy excitante; y estuve pensando que era una lata ser tan pequeño y que por eso me habían detenido.

»Yo quiero crecer, sabes, quiero crecer cuanto antes, lo más pronto posible. Y cuando crezca no seré como mi madre, no, porque mamá no manda nada. Y no quiero ser como mi padre, porque papá no me dejaría ser como él, me mataría antes si sospechara que yo iba a ser como él y que le podría quitar el sitio. Y tampoco quiero ser como la enana porque no la entiendo, yo no tengo imaginación porque no tengo tiempo para eso; y además un día vi cómo los chicos del Barrio le tiraban piedras y ella puede que sea una bruja poderosa, pero no hizo otra cosa que correr, y como es tan pequeña corría poco. Así que he decidido que voy a ser como la abuela, pero como la abuela antes del Gran Fuego, cuando era tan alta y mandaba tanto, como cuando sacó la pistola aquella con el Portugués y el Hombre Tiburón. Claro que me parece que lo de ser abuela no es una profesión, quiero decir que hay que hacer algo más para ganarse la vida. Yo soy bueno para fingir, así que creo que puedo ser actor; y también puedo ser comerciante, porque los negocios me gustan bastante. Pero lo me- jor que tengo es la memoria, y lo mucho que me fijo y lo bien que conozco a todo el mundo; así que creo que se me daría muy bien ser chantajista, como dicen que es el marido de la Rita, que es una profesión que mueve muchísimo dinero, y si no fíjate, la tienda que tiene Rita. Y esto te lo digo a ti pero no se lo cuentes a nadie más porque todavía es un secreto.

»El caso es que pensando en todo esto debí de quedarme dormido en la comisaría, porque de nuevo recuerdo que alguien me despertó y ya era de día.

Me dieron otra vez más leche con cacao y más galletas, y vino un señor a verme que decían que era médico y un hombre y una mujer nuevos que empezaron a preguntarme cosas. Yo les mentí con mucha educación y les dije que no me acordaba de mi apellido, que no sabía dónde vivia y que me había perdido. De la ceja rota y la sangre en la camiseta dije que había tropezado y me había caído, y de las cicatrices de los golpes antiguos dije que me las había hecho un chico muy malo que se llamaba Buga, porque como está muerto pensé que no importaría mencionarlo, y siempre es bueno soltar algún nombre para que se queden contentos. Luego me metieron otra vez en el coche y me trajeron a casa, como viste. Todo el rato insistieron muchísimo en preguntarme la misma pregunta: que cómo me trataban en mi casa. Y yo siempre contesté que mi mamá y mi papá me querían mucho, porque los policías pasan pero los padres quedan. Incluso los padres que se van siempre regresan.”

Cuando vinimos al nuevo piso, después del Gran Fuego, la pequeña cama de la abuela le quedaba tan apretada que abarcaba ambas orillas con caderas y hombros. Pero con el tiempo el lecho fue aflojándose en torno a su cuerpo, como se aflojan los trajes alrededor de los hombres obesos que enferman y adelgazan. Había encogido tanto doña Bárbara que ahora apenas si hinchaba un poco la sábana y eso únicamente por el centro; y no se trataba de que hubiera perdido algunos kilos, sino que había menguado incluso en aquellas zonas del cuerpo que son imposibles de menguar como las manos, que antes eran unas manazas dominadoras y unos puños temibles, y ahora tan sólo eran un montón de huesillos, arañitas traslúcidas paseando torpe y lentamente por el embozo.

A veces perdía la voz, o quizá se encontrara tan débil que no tenía fuerzas para exhalar el aire; y entonces señalaba hacia sí misma con su mano de alambre, y pedía por gestos que la moviéramos un poco, que la empujáramos, que la hamacáramos como quien hamaca a un niño, para refrescar un poco la quemadura de las sábanas. Tenía la carne llagada y los miembros como muertos, y dentro de todo ese destrozo ardía su inteligencia entera. Ella, que siempre se arregló tanto y que fue tan coqueta, sufría ahora la humillación de un organismo sin control, sucio y descompuesto. Estaba presa en el interior de su cuerpo, pasajera a la fuerza de su viaje biológico; y pasaban los días y ella seguía a la espera, sitiada por el fin de las cosas y los dolores.

Otras veces, en cambio, se quedaba quieta como una talla en mármol y reunía todas sus energías para sacar un hilo de voz casi inaudible:

– Qué tiempo hace fuera -preguntaba sin signos de interrogación, porque no tenía aliento para tanto.

– Está bueno -respondía la atribulada Amanda, que, como su hijo, tampoco tenía imaginación.

– Qué tiempo hace fuera -repetía doña Bárbara como si no la hubiese oído.

Y entonces Airelai, que adivinaba lo que quería la abuela, le describía la vida tal y como ésta seguía siendo, torrencial e impávida, al otro lado de las ventanas y de la agonía:

– Hoy es un día muy limpio, porque ha soplado el viento y se ha llevado lo que quedaba del mes de agosto. En lugar de esos polvorientos restos del verano, que estuvieron arrastrándose por las calles hasta ayer mismo, ha entrado hoy en el mundo un aire transparente que huele un poco a invierno. Es un aire extremadamente delicado y mucho me temo que se manchará pronto; pero hoy es delicioso sentir su roce fresco en las mejillas, y chuparlo en los labios. Sabe a gota de lluvia.

Y doña Bárbara clavaba en el techo sus ojos brumosos y paladeaba sus memorias de otoño, que eran parte del equipaje íntimo y secreto que iba a llevarse.

En ocasiones la abuela sufría crisis en las que la pizca de aliento que le quedaba parecía querer escaparse de la ruina de huesos y pellejos. Entonces se crispaba y se aferraba con sus dedos de cristal al cabecero de la cama, un barrote curvo con el niquelado lleno de picaduras; y así agarrada al mundo para que el mundo no se fuera, con los ojos como dos pozos aterrados y combatiendo contra la angustia negra, empezaba a recitar una monótona salmodia:

– Yo soy Bárbara Mondragón Salva Jiménez Dársena… Yo soy Bárbara Mondragón Salva Jiménez Dársena…

Repetía su nombre una y otra vez para no olvidarse de sí misma, para no diluirse en la oscuridad que la esperaba, como si prefiriera esa agonía de horror y de dolor a una nada quizá dulce y sin memoria.

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