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Aquella noche, después de la verbena, regresamos a casa todos juntos, aplastados por un silencio envenenado y demasiado lleno de preguntas no dichas. Chico y yo corrimos a la cama nada más llegar buscando el parapeto de las sábanas. Quise permanecer despierta y escuchar, por si pasaba algo; pero estaba tan cansada que me dormí. Poco después me desperté gritando: Amanda me zarandeaba, desencajada, con el niño en los brazos.

– ¡Corre! ¡Corre! -me decía chillando, mientras Chico lloriqueaba medio dormido-. ¡Sígueme y no te detengas a coger nada!

La seguí aturdida por el sueño, sin saber aún qué sucedía; pero salimos al pasillo y olí el humo, y luego vi las llamas lamer la puerta del cuarto del sofá. Me despejé de golpe y no me paré a mirar más; salimos en tropel y en el vestíbulo nos topamos con la abuela, que corría ayudada por la enana. Nos arrojamos escaleras abajo, entre un calor de infierno y una lluvia de ascuas diminutas; los escalones, de madera, echaban humo. Afortunadamente no era más que un piso y pronto salimos a la calle; en la acera se había congregado un buen número de personas y delante de todas estaba Segundo. Amanda sólo llevaba puesta una combinación; la abuela, una bata; la enana, una camiseta; y yo, las bragas y mi bola de cristal con la cadena de plata. Pero Segundo estaba completamente vestido. Delante de nosotros, la pequeña casa humeaba y crujía sonoramente, como si se doliera de las quemaduras. Entonces se escuchó un estallido y una lengua de fuego apareció súbitamente por una ventana. Fue como la señal del comienzo de una carrera: de inmediato surgieron otras llamas en distintas esquinas y en minutos el edificio entero era una tea.

La abuela se echó llorar y esa debilidad tan inhabitual en ella me hizo intuir la dimensión de la catástrofe.

– Mi ropa, mis cosas… -gimió doña Bárbara. -Compraremos más. Compraremos todo nuevo y mejor -rugió ferozmente Segundo sin dejar de mirar el incendio.

– Mis fotos…

– No necesitamos esas fotos viejas para nada.

Crepitaba la enorme hoguera delante de nosotros, atirantándonos las mejillas con su aliento abrasador y escupiendo a la noche un surtidor de chispas. Ninguno de los presentes podíamos apartar la vista del violento y luminoso fuego; y el más absorto en el espectáculo era el propio Segundo, que, un paso más delante que todos, parecía quererse beber esa atmósfera de infierno.

Restallaban las vigas y chillaban los ennegrecidos marcos de las ventanas, pero todo era inútil porque las llamas iban devorando la casa con rápidos mordiscos. Al rato llegaron los bomberos, cuando el edificio ya se había rendido y no quedaba nada por salvar. junto a ellos vino un hombre de pelo canoso que se acercó a Segundo y se puso a contemplar el incendio junto a él.

– Qué mala suerte tienes -dijo desganadamente al cabo de un rato-. Ya es el segundo fuego.

Segundo siguió mirando las llamas sin dar ninguna señal de haberle oído. El hombre se subió la cintura del pantalón. Tenía una pequeña barriga, una camisa más bien sucia, una chaqueta arrugada.

– Ya has sido procesado por incendiario -volvió a decir el tipo.

– Y me absolvieron -contestó Segundo con tranquilidad y sin volver la cabeza.

Callaron los dos un rato, y entonces creí ver que el hombre del pelo cano cruzaba una mirada con la enana.

– En realidad a mí esto no me importa, ¿sabes? -dijo al fin con la misma desgana-. Estoy liado con otros asuntos. Con un tal Portugués y con sus negocios. Unos negocios muy sucios, desde luego. Ahora que caigo, alguien me dijo que tú le conoces. Al Portugués. Que hubo un tiempo en el que erais amigos.

Sacó un cigarrillo arrugado del bolsillo de la camisa, lo encendió y dio unas cuantas chupadas lentas y tranquilas. Durante unos instantes sólo se escuchó el rugir del incendio.

– ¿Sabes? Te voy a contar una historia curiosa que a mí me han contado -prosiguió el hombre en tono casual-. Hace unas semanas llegó un tipo de fuera a meter las narices en el Barrio. Un hombre grandón --. mala dentadura. Bueno, pues ha desaparecido, se ha esfumado. He oído que hubo una pelea, que se movieron las navajas, que alguien lo ha matado. No es que me importe mucho, no lloraré por él, te lo aseguro. Pero, ya ves, tengo la manía de querer enterarme de las cosas. Claro que tú no debes de saber nada de él, ¿verdad?

Segundo no contestó.

– No, claro que no -se respondió a sí mismo el hombre. Y luego, tras una breve pausa-: ¿Y cómo te has roto la cara de ese modo? Es un tajo muy feo… Ya ves, a mí me gusta más la cicatriz de tu hermano. Es más elegante. Como de más hombría.

Dicho lo cual tiró el cigarrillo al suelo y se marchó. Segundo apretó las mandíbulas: vi los músculos brincar junto a sus orejas. Estaba junto a mí, alto y fornido, con su cabeza a varios palmos por encima de la mía. La lumbre encendía sus ojos y se reflejaba en su cara, reverdeciendo la herida de la mejilla, que parecía sangrar bajo el resplandor. Era un rostro intenso y tenebroso rematado por un penacho de chispas. Un rostro sombrío que me recordó algo, quizá un tiempo pasado, quizá una pesadilla, un mal sueño de humo y alaridos, un dragón llameante lamiendo mis mejillas. Me estremecí. A mi lado, Segundo dio un paso hacia delante y escupió sobre la hoguera. Luego se giró, coronado por el incendio como un demonio. Entonces pude verle bien toda la cara. Se reía.

La enana, que sabía mucho de tamaños y de la relatividad de los volúmenes, estaba fascinada por el ser vivo más grande de la Tierra: la ballena. Decía Airelai que siempre le habían cautivado esas criaturas colosales y dulces, ligerísimas en el mar y tristes cautivas de la gravedad en las orillas, en donde a veces embarrancan por alguna enigmática razón para terminar muriendo de su propia grandeza. Y una tarde de aquel verano la enana nos contó la siguiente historia:

«Habréis de saber que las ballenas poseen un cerebro enorme; proporcionalmente, es diez veces más grande que el del ser humano. De modo que son animales muy inteligentes, además de poderosos; pero pese a ello no son agresivos. Eso es lo que más me admira de las ballenas: que, aun sabiendo y pudiendo, sean pacíficas. Estas tremendas criaturas cantan y se comunican, y al parecer tienen un lenguaje muy complejo. Yo sé que chillan y que lloran. Y lo sé porque las he oído y las he visto, o, mejor dicho, he visto y oído a una ballena. Fue hace ya mucho tiempo, pero no la puedo olvidar; y de cuando en cuando tengo que volver a hablar de ella para que su recuerdo no me abrase.

»Ocurrió en el Oeste, en un período de mi vida violento y oscuro, lo cual, visto desde ahora, me parece más bien, salvo excepciones, el tono habitual de la existencia. Pero por entonces yo era aún tan joven que creía todavía en los períodos de buena y mala suerte. Fui a caer, por razones que no vienen al caso, en una pequeña ciudad costera que no tenía nada que recordar, ni siquiera su nombre. Era verano, pero el tiempo estaba extraordinariamente fresco, con las temperaturas más bajas durante décadas. Eso debió de influir en la trayectoria del cetáceo; o quizá no, y simplemente se tratara de un individuo aventurero. El caso es que un día la pequeña flota pesquera regresó a puerto arrastrando tras de sí un animal enorme; era, cosa extraordinaria, una ballena, aunque jamás se habían visto ballenas en esas costas. Los pescadores se emocionaron con el inesperado encuentro y acordaron unir la fuerza de sus barquitos para cobrar la pieza. Con ayuda de los bicheros, de los arpones de pescar pulpos y de la pacífica inocencia del cetáceo, consiguieron alancear a la criatura y enredarla de cables y de redes hasta dejarla inerme. Y así herida y cautiva la arrastraron al puerto.

»La llegada de la ballena supuso una conmoción en la ciudad, porque los lugareños nunca habían tenido la oportunidad de ver una de cerca. De modo que llevaron al animal hasta el muelle viejo de madera, lo ataron a los pilotes con los cables de los arpones y lo dejaron de exposición, para que todo el mundo pudiera verlo. Y vinieron de la ciudad, y vinieron de los pueblos vecinos, y de las granjas: familias enteras, pandillas de jóvenes, autobuses de a ue os, chicas casaderas y padres con sus hijos pequeños, unos niños que chillaban de deleite y aplaudían con sus manos chiquitas al contemplar a ese ser formidable. Y mientras tanto la ballena forcejeaba intentando liberarse y se clavaba más profundamente los hierros en su cuerpo. 0 bien se mecía fatigada en el agua limosa, sangrando mansamente de sus muchas heridas. Tenía la sangre roja, como nosotros.

»Yo he sido testigo de espantos que no tienen palabras. He visto cojos apedreados por ser cojos, negros quemados vivos por ser negros, ancianos matados de hambre por sus hijos, niñas violadas por sus propios padres. He visto degollar por un paquete de cigarrillos y destripar en el nombre de Dios. Hay gentes que disfrutan de este infierno y yo los conozco bien, porque a menudo me he visto obligada a convivir con ellos. Con los sádicos. Sospecho que las enanas atraemos a los tipos crueles, como las luces brillantes a las polillas. Quizá porque les recordamos a los niños, que son sus víctimas predilectas; o porque nos creen frágiles. Pero yo poseo la gracia y soy poderosa. Por eso siempre les he sobrevivido.

»De entre todos los tipos de crueldad que he conocido, el más extendido es el de aquel que ignora que es cruel. Así son los humanos: destrozan y atormentan, pero se las arreglan para creerse inocentes. Y eso fue lo que sucedió con el cetáceo. Yo estaba casualmente en el puerto cuando volvió la flota, de modo que fui una de las primeras personas en ver a la ballena. Me sobrecogió su magnitud: ocupaba todo el muelle, de punta a punta. Tenía la piel parda y rugosa, con moluscos y anémonas pegados a sus flancos, y, si se quedaba quieta, más que un animal parecía una roca. Pero en algún lugar de esa masa de carne había un pequeño ojo que miraba al mundo enemigo con angustia. Con el tiempo aprendí a reconocer en la criatura distintas expresiones y distintos tonos de voz. Porque chillaba. Desde aquella primera mañana chillaba audiblemente la ballena amarrada a sus lanzas.

»Pasaban los días y el cetáceo se hizo tan popular que el número de visitantes aumentaba y se fue organizando una pequeña industria. La Hermandad de Pescadores comenzó a cobrar entrada al muelle a la segunda semana y algunos comerciantes avispados montaron unos cuantos tenderetes de postales y re- cuerdos, de bebidas y bocadillos. Incluso había un fotógrafo que te retrataba, por un módico precio, contra la masa enorme y erizada de hierros de la cautiva.

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