A I R E L A I T E E S P E R A Luego dobló el papel y se lo metió en el bolsillo del minúsculo pantalón negro y estrecho que llevaba.
– Ya está. Ya no puede sucedernos nada.
– ¿Por qué se puede leer en todas las direcciones? ¿Y por qué no se entienden más que dos palabras? -pregunté, excitada.
– En realidad no entiendes ni esas dos palabras, bobita: no son lo que tú crees, porque el hechizo está en latín, que es una de las lenguas nobles para la magia. Las otras dos son el árabe y el hebreo. Pero no quieras saber tanto: es peligroso. Basta con que conozcas que es un embrujo muy bueno, de primera. Estamos bien seguras.
Convencida de ello, salimos a la calle y conduje a Airelai sin titubeos por el Barrio tenebroso. La enana iba toda vestida de negro y yo, que no disponía de ropa de ese color llevaba unos vaqueros y una camiseta de color azul marino. Me sentía protegida por el hechizo y por las sombras de la noche; caminábamos por las calles oscuras sin hacer ruido, como dos jirones de bruma y de tinieblas. Las pocas personas que encontramos ni siquiera parecieron vernos. La magia funcionaba.
Pronto llegamos a la altura de la calle Violeta, que ahora en la noche sí era violeta y refulgía con una luz helada y fantasmal. Me detuve en la esquina, sin entrar: las aceras estaban llenas de hombres.
– ¿Qué haces? Venga, sigue hacia delante -gruñó la enana.
– Si cruzáramos por aquí acortaríamos muchísimo. -No se puede entrar en esta calle por las noches, ¿es que aún no te lo has aprendido?
– ¿Por qué no se puede? ¿Por qué tiene esa luz? -Tú quieres saber mucho -se burló la enana-. Tú quieres saberlo todo y eso es imposible. Para sobrevivir, siempre es necesario guardar algún secreto. Mantener una parte oculta, que es justamente lo que en verdad eres. Porque nuestra apariencia exterior responde a lo que los demás conocen de nosotros, pero en realidad somos lo que los otros no saben que somos. Y así, yo soy, sobre todo, lo que tú no sabes de mí, del mismo modo que Jack El Destripador era, sobre todo, Jack El Destripador, aunque en el mundo fuera, según dicen, un familiar de la Reina de Inglaterra.
Me quedé rumiando, impresionada, las palabras de Airelai, porque temí que todas las personas ocultaran a un destripador dentro de sí. Pensando en todo esto se me fueron los minutos sin sentir y cuando quise darme cuenta nos encontrábamos en el extremo del Barrio, junto a los arenales y los basureros. Por aquí ya no había farolas, de modo que la enana sacó una pequeña linterna. En la noche, las colinas de escombros y desechos parecían más grandes y el olor a podrido, más intenso. Todo lo que iluminaba la linterna era desagradable y sucio: neumáticos rotos, latas pringosas, sustancias malolientes e indecibles. El mundo se había convertido en una pesadilla de basura y detrito y nosotras andábamos perdidas dentro de ese mal sueño. Pero el hechizo nos daba fuerzas para seguir andando.
Alcanzamos por fin el repecho, apagamos la linterna nos paramos a mirar a nuestros pies las Casas Chicas. El campamento de chabolas parecía dormir pero había unas cuantas luces, ninguna muy brillante; fijándote bien, se veían deambular algunas sombras. A medida que nuestros ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, pudimos ver que casi todas las personas se dirigían a la misma zona del poblado o venían de ella. Muchos iban solos y otros de dos en dos, pero no parecía que se hablaran; salían como espectros de entre los desmontes de basuras, pasaban ante nosotras sin mirarnos, bajaban el terraplén a trompicones y se dirigían hacia esa zona concreta del poblado que parecía concitar tanto interés. Al poco rato se les veía salir casi corriendo; algunos subían de nuevo el repecho y se perdían en la noche, pero otros se dejaban caer al suelo en cuanto traspasaban la última línea de chabolas y allí, junto a una pileta rota con un grifo, manipulaban algo con la cabeza baja durante un largo rato. Una mujer se asomó a la ventana de la vivienda más cercana; gritó un insulto, amenazó con el puño a las sombras cabecigachas de la pileta, les arrojó, uno detrás de otro, dos objetos contundentes, no sé si dos piedras o dos latas. Pero los tipos siguieron acurrucados y a lo suyo. Los juramentos de la mujer restallaron en la noche caliente y después se cerró el ventanuco de un golpe. Cayeron de nuevo sobre nosotras la oscuridad y el silencio.
– Ya veo -dijo la enana-. ¿Cuál es la casa del Portugués?
– Está por allí. Tendríamos que bajar.
– Pues bajemos.
– ¿Cómo?
– Pues con mucha naturalidad. Como verás, hay bastante gente -contestó Airelai.
Y se puso en pie y empezó a descender por el terraplén. Me apresuré a seguirla, porque me espantaba quedarme sola y lejos del hechizo que Airelai llevaba en el bolsillo. Cruzamos a pocos metros de la pileta y nadie nos miró; entramos en el poblado y un viejo de pelo blanco y bastón de madera escupió despectivamente a nuestros pies.
– Y ahora también enanos -gruñó. Airelai no se inmutó, así que yo tampoco. Estaba io6 intentando recordar el lugar exacto de la casa del Portugués. No era fácil, porque todas las chabolas parecían iguales. Empecé a sospechar que no iba a poder reconocer el sitio.
– Sigamos a ése -musitó Airelai. Se refería a un tipo que había bajado el repecho poco antes que nosotras. Nos pusimos detrás y avanzamos por el poblado oscuro. No había luces, pero había ojos; y esos ojos nos miraban, brillando en las tinieblas, desde las puertas abiertas de las chabolas: hacía demasiado calor para cerrar las casas. Estuve esperando todo el tiempo que alguien nos gritara por intrusas, que alguien nos detuviera, que alguien nos echara, que esos ojos salieran y nos fulminaran. Pero nadie se movía en la noche pegajosa y maloliente.
El hombre a quien seguíamos, delgado y con una camisa verde de manga larga, llegó ante una puerta que sí estaba cerrada. Llamó con tres golpes, susurró algo. Abrieron la hoja y sobre las sucias arenas del poblado cayó un cuchillo de luz. El hombre entró, la puerta se cerró a sus espaldas.
– ¡Aquélla es la casa del Portugués! -dije casi gritando, excitada por el descubrimiento.
– ¿Estás segura? -¡Sí, sí! Creo que la que ha abierto era su mujer. Volvió a franquearse la puerta y salió el tipo de la’ camisa verde; y esta vez pudimos ver al Portugués en mitad del umbral, bajo la luz.
– Vamos a quedarnos aquí un ratito -dijo la enana. Estábamos escondidas detrás del esqueleto oxidado de una nevera rota: un buen lugar, teniendo en cuenta que éramos pequeñas. Desde allí dominábamos la entrada de la chabola y pudimos ver el goteo de visitantes que el Portugués tenía. Casi todos eran hombres y en general parecían jóvenes, aunque un par de ellos tuvieran un aspecto consumido y enfermo. Estuvimos contemplando el trasiego durante un largo rato y los visitantes nunca permanecían más allá de cuatro o cinco minutos dentro de la chabola.
– Ya está todo visto -dijo la enana-. Podemos marcharnos.
Me extrañó que Airelai no hiciera ningún pase de magia, que no sacara el talismán del bolsillo ni conjurara rayos y tormentas sobre la cabeza del Portugués, pero supuse que el hechizo ya estaba terminado y que la enana habría formulado la maldición para su coleto. Así que nos levantamos y desanduvimos el camino por las callejas miserables y repletas de ojos, subimos por el terraplén y nos detuvimos sin aliento en la cima del repecho.
– No nos ha pasado nada -me maravillé. Y la enana contestó: -Claro que no. Pero me pareció advertir en su tono exultante una nota de alivio. Antes de regresar a casa, recorrimos el borde del repecho contemplando la perspectiva de las Casas Chicas desde lo alto, como generales que se deleitan observando el campamento del enemigo vencido. íbamos sin luz: la luna llena empezaba a filtrar su resplandor entre las nubes y ponía reflejos líquidos en los techos de lata. Iba mirando esos techos cuando tropecé con algo y caí de bruces sobre el suelo. 0 más bien sobre un bulto oscuro y blando. En la primera ojeada alcancé a discernir una pálida oreja entre las sombras: un ser humano. Chillé mientras io8 aún estaba a cuatro patas y Airelai corrió a taparme la boca.
– ¡Cállate! ¿Qué sucede?
No tuve que contestar porque el bulto impuso su presencia. Airelai lo empujó con la punta del pie: estaba rígido. En ese momento asomó por completo la luna llena: las colinas de basuras relucieron, como si alguien hubiera incrustado joyas entre la mugre. Bajo esa luz lívida y metálica el cadáver parecía más desvalido; era un cuerpo pequeño y encogido sobre sí mismo. Airelai se inclinó y le dio la vuelta. Giró con las rodillas dobladas, como si todo él fuera de madera. Reconocí enseguida sus ojos chinos y carnosos, carentes de pestañas y ahora también de expresión. Muerto parecía más niño; viéndole así, tan desamparado y tan chico, me admiré de haberle tenido miedo. Llevaba todavía una jeringuilla prendida a su brazo y su camiseta estaba tiesa de sangre reseca. La enana se arrodilló junto a él y le cerró los ojos, pero uno de sus espesos y obstinados párpados volvió a abrirse. Extendió A¡relai la mano para bajarlo de nuevo pero a medio camino pareció cambiar de idea y se levantó.
– Vámonos -dijo con un estremecimiento. Resonó en ese momento un rugido colosal y sobre la verja del aeropuerto, justo encima de las Casas Chicas, apareció el morro de un avión recién despegado, una nave resplandeciente y enorme que crecía y crecía sobre nosotros y avanzaba milímetro a milímetro por el aire con milagrosa lentitud. Bramaba ese pájaro de hierro sobre nuestras cabezas ocupando todo el cielo, como un dragón de la noche, como una ballena de plata bajo la luna llena, dejando resbalar sobre nosotros su panza poderosa y metálica, y tan cercana que parecía que hubiéramos podido rozarla con sólo estirar el brazo. Pero nunca nos hubiéramos atrevido a tocar a ese dios del aire y de la oscuridad, a ese monstruo bello y jadeante que se elevó chisporroteando en el mar de los cielos, por encima de la enana y de mí y del único ojo abierto del muchacho.
Quizá doña Bárbara intuyera que aquella noche iba a ser crucial; o quizá supiese ya lo de Segundo. Fue- ra como fuese, antes de que saliéramos de casa me llamó a su cuarto y me pidió que le abrochara el cuello de su traje de seda gris. Un servicio que no necesitaba, porque yo le había visto ponerse este traje en otras ocasiones sin ayuda de nadie. Me subí en una silla, cerré los corchetes y alisé un poco los encajes.