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»De aquellos años refulgentes y oscuros recuerdo sobre todo las historias que me contaron: las enseñanzas del Maestro Mayor, que era aquel sacerdote anciano y calvo. Venía dos o tres veces a la semana y creo que al escucharle me sentía feliz. Él me habló del mundo visible y del invisible, y de la inestabilidad esencial de las cosas, esto es, de cómo todo y todos corremos inevitablemente hacia la destrucción. Y me habló de los otros dioses, para que, como katami, conociera bien a la parentela. Había dioses de todo tipo, me dijo; dioses iracundos y dioses benévolos, agricultores y guerreros, de la fertilidad y de la muerte. Pero todos ellos eran dioses parlantes: por la palabra nos relacionábamos con ellos y con la palabra creaban mundos. Y así, al principio fue el verbo para la mayoría de las divinidades, y luego ese verbo se hizo escritura porque la escritura es la Ley, y los dioses siempre ambicionaron darle un orden al mundo. Por eso todas las religiones poseen libros sagrados; y por eso se dieron casos como el de Woden u Odín, el dios del Norte y de los hielos, que se colgó de un árbol y ayunó y penó durante mucho tiempo, mientras le llovía y le nevaba encima y el viento le mordía las ateridas carnes; hasta que al cabo su penitencia fue premiada y consiguió la maestría en el arte de las runas, esto es, el poder mágico de la palabra escrita.

»Y mientras el Maestro Mayor me explicaba todo esto, yo me iba educando y aprendía a leer y a escribir. Y no sólo en mi lengua común, la lengua de la comida y la bebida y la guerra y el amor, sino también en la lengua primordial, la de la sustancia de las cosas, que es la que se usa en los conjuros. E iba creciendo en sabiduría pero no en tamaño, porque pasaban los años y yo seguía siendo tan chiquita corno cuando entré. Y cuando empecé a ver la preocupación reflejada en los ojos de los sacerdotes y las sacerdotisas, me levantaba por las noches y cortaba, sigilosamente, una pizca del ruedo de mis túnicas, para que así creyeran los demás que me quedaban cortas porque yo había crecido. Y esa estratagema les tranquilizó durante algunos meses, pero luego debieron de sospechar algo porque comenzaron a llevarse mis ropas por las noches y a esconderlas en un arcón con doble llave.

»Al cabo la situación se hizo verdaderamente insostenible, porque yo había cumplido los doce años y no sólo no había sangrado todavía, como todas las demás katamis habían hecho ya para esa edad (en mi tierra las mujeres maduramos temprano), sino que además mi aspecto seguía siendo exactamente igual al del día en que entré en el templo. Los sacerdotes estaban horrorizados: habían escogido una katami defectuosa, un sacrilegio del que no se tenía noticia en los milenios que duraba la historia de la diosa. No sabían qué hacer conmigo; temían que yo nunca llegara a menstruar y tenían razón, porque en mi vientre chiquito no caben las flores de sangre de la fertilidad.

»Sospechándose esto, los sacerdotes imaginaban con espanto que tendrían que cargar para siempre jamás con una katami enana que les recordaría en todo momento el error cometido al escogerme. De modo que, después de mucho discutir, decidieron actuar de una manera drástica. Una noche entró la sacerdotisa que se ocupaba de guardar mis ropas en el arcón y degolló una paloma sobre mí, manchándome la entrepierna y las sábanas con la sangre. Y luego me dejó allí, sobre la cama, sin atreverme a moverme, insomne y asustada, con la sangre secándose sobre mis muslos y atirantando mi piel.

»Al amanecer entraron a levantarme como cada día y al descubrir las manchas comenzó el rito habitual de la impureza, la liturgia final de la katami. Me despojaron con suavidad de mis ropas finas; y del oro luminoso con el que me habían adornado durante tantos años. Me dieron una túnica de buen algodón y una bolsa de monedas de cobre: poca cosa. Y me dejaron en la puerta del templo, en mitad del polvo de la calle. Todos actuaron como si de verdad creyeran que la sangre era mía y no de la paloma. Quizá hubo sacerdotisas y sacerdotes que ignoraban el truco; o quizá prefirieron creer la narración mentirosa del hecho antes que el hecho en sí. Porque a menudo el relato de un suceso es más real que la realidad.

»Volví a mi casa y mi familia me acogió afectuosamente. Pero las antiguas katamis provocan la inquietud entre los vecinos y ningún hombre osará jamás casarse con ellas, porque temen morir fulminados si hacen el amor con una ex diosa. De modo que nadie me hablaba, nadie me sonreía, nadie se acercaba a mí. Hasta que me cansé de soportar silencios temerosos y miradas huidizas, y me marché con unos titiriteros que actuaban por los reinos de las montañas y que me anunciaban como la mujer más pequeña del mundo. De los titiriteros pasé a unos feriantes, y de los feriantes a un circo, ya en el Oeste. Y en el circo aprendí la magia de escena, que no es magia real, sino ilusionismo: las rutinas de las cuerdas que se cortan y no se cortan, de puñales que se clavan y no se clavan, de naipes que aparecen y desaparecen. Los trucos que hice con vuestro abuelo y que me habéis visto repetir con Segundo.

»Cuando era katami tenía que estar siempre a la disposición de los fieles. Venían los creyentes al templo a cualquier hora y hacían una ofrenda de pétalos de flores, de trigo, de incienso. Los peregrinos, y aquellos que habían hecho una promesa, pagaban unas monedas, la voluntad, sólo lo que tuvieran y pudieran, y pedían verme. Entonces se les pasaba al patio interior, estrecho y oscuro, con grandes losetas de piedra húmeda y mordida por el moho. Y esperaban allí pacientemente a que yo me asomara por una ventanita del primer piso, entre las celosías de madera labrada del corredor. Y yo me asomaba: chorreando se- das rojas, centelleando de oro. Me aferraba al alféizar y les contemplaba, impávida, sabedora de mi divinidad, concediéndoles la gracia de mi mirada. Y ellos, mis fieles, me adoraban: en el pozo oscuro de aquel patio de piedra me invocaban con el intenso amor de la necesidad. Elevaban hacia mí sus ojos, y sus manos, y sus corazones, siempre pidiendo algo; bisbiseaban una y otra vez mi nombre y al nombrarme, lo sé, me hacían diosa. Todos los humanos llevamos dentro de nosotros la posibilidad de ser divinos y también la de ser diabólicos. En aquel patio sombrío y lúgubre yo conseguí ser una diosa; en otras ocasiones, no sé si algún día os las contaré, me convertí en diablo.» Desde aquel encuentro con el Portugués dejé de salir a la calle. Dejé de salir, de comer, de dormir y casi de respirar. Estaba aterrada. Cuando la abuela o Amanda me mandaban a algún recado, primero se lo intentaba pasar a Chico, y si fracasaba y no tenía más remedio que cumplir la comanda, hacía todo el trayecto a la carrera y mirando hacia atrás por encima del hombro para ver si me seguía alguien. La escena en la casa del Portugués me había sumido en una especie de parálisis: ni se la había contado a nadie ni me había puesto a buscar el dinero, como ordenaba el hombre. Permanecía quieta esperando a que se derrumbara el cielo sobre mi cabeza y lo único que permanecía vivo en mí era mi propio miedo. Y así pasaban los días y cada vez estábamos más próximos al fin del mundo.

Hasta que llegó, en efecto, el día fatal; porque si hay algo seguro en este inseguro mundo es que el tiempo siempre se cumple y que el final siempre nos atrapa. Y así, una mañana llamaron a la puerta. Era una hora inocente, las once, quizá las doce, la hora a la que vienen los cobradores del gas y los carteros, y Amanda abrió sin pararse a pensar. Yo la vi desde el otro extremo del pasillo, vi cómo Amanda daba un paso atrás y endurecía, cuerpo, y supe desde ese mismo instante que la cosa iba mal. Un segundo después los visitantes atravesaron el umbral y pude reconocerlos: eran el Portugués y el Hombre Tiburón. Se quedaron plantados en mitad del recibidor, las piernas entreabiertas y unas pequeñas sonrisas frías en sus bocas terribles. Amanda se llevó las manos hacia la cara y las dejó colgando blandamente a medio camino, como siempre hacía.

– Buenos días -dijo el Portugués suave y melifluo-: ¿Está Segundo?

Amanda negó con la cabeza. -Bueno -dijo el Hombre Tiburón, enseñando los dientes amarillos-. Pues nos quedaremos a esperarle.

Y estiró el brazo y, con toda naturalidad, cerró la puerta de la entrada tras de sí. El gesto pareció devolverle el habla a Amanda:

– No… no va a venir -musitó. -¿Has oído, Portugués? -ironizó el Hombre Tiburón-. Dice que Segundo no va a venir.

– Qué pena -siguió la broma el otro-. Con las ganas que teníamos de verle.

En ese momento se volvió y me descubrió: -Vaya, pero si está mi amiga aquí… Vino hacia mi. Cerré los ojos: Baba, que no llegue; Baba, que se volatilice en mitad del pasillo. Que se abra un agujero en el suelo. Que desaparezca la casa. Que nos muramos todos. Sentí una mano de hierro en mi antebrazo. Abrí los ojos y a dos centímetros de mi cara estaba el Portugués lamiéndose el labio roto.

– Te he estado esperando. Me has fallado. Eso no está bien -dijo con suavidad.

Por encima de su hombro revoloteaba inútilmente Amanda, como una angustiada gorriona que intenta impedir que le roben los huevos de su nido:

– Váyanse de aquí… Qué vienen a buscar… Déjenos en paz… Suelte a la niña… Voy a llamar a la policía… -gimoteaba con un hilo de voz.

No le hacían ni caso. Vi cómo el Hombre Tiburón arrancaba el teléfono de la pared y cómo después comenzaba a registrarlo todo sistemáticamente: el mostrador de recepción de la antigua pensión, el cajetín empotrado de la luz. No pude ver más porque el Portugués me levantó en vilo colgando de un solo brazo. Chillé.

– ¿Dónde está? -gruñó-. Acabemos de una vez, me estoy cansando.

– ¡No sé nada, yo no sé nada! -lloré. Todo era muy confuso. Creo que Amanda intentó rescatarme y creo que el Portugués la tumbó de un solo bofetón con su mano libre, porque vi a Amanda sentada en el suelo entre un montón de gatos: el Hombre Tiburón debía de haber abierto la puerta del cuarto de los felinos. Y también estaba Airelai, a la que el escándalo habría despertado de su sueño diurno. Todo el mundo gritaba, probablemente yo también, y ahora estábamos juntas Amanda, Airelai y yo, y el Hombre Tiburón nos preguntaba una vez más por el maldito dinero.

De repente se hizo un silencio tan completo que pude escuchar las furiosas embestidas de mi corazón contra las costillas. Al principio no entendí por qué se había quedado todo el mundo tan quieto; luego seguí la mirada de los dos hombres y me encontré con la imponente figura de mi abuela. Doña Bárbara estaba en el vestíbulo, junto a la puerta de su cuarto, vestida con un traje verde oscuro, huesuda, muy erguida, dejando resbalar su amenazadora mirada por el arco de la poderosa nariz. No me extrañó que los hombres se hubieran quedado paralizados: también a mí su presencia me helaba la sangre.

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