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La noche siguiente, cuando Luzmila salió al retrete, Dorita cogió cuarenta duros. En ese momento nació en Dorita la vergüenza, esa misma vergüenza que se volvería años más tarde, para todos los demás, menos para la propia Dorita, desvergüenza. Y de la vergüenza nació, como un buen sentimiento, o por lo menos como un sentimiento fácil e inmediato, la idea de compensar a Luzmila de algún modo porque la idea de compensar de algún modo es de inmediato presente, como posibilidad, en el desequilibrio que sigue a La caída. Para compensar de algún modo a Luzmila por el hurto, comenzó Dorita a copiar en la piel y ternura no saciada de Luzmila las líneas ambiguas del amor. Era como una mala representación en un teatrito de feria. Así, cada tarde al volver Luzmila a casa pensaba en el dulce cuerpo húmedo de Dorita y se alegraba. Y Dorita, en los sueños y duermevelas de Luzmila, era el Niño Jesús -al fin y al cabo una encarnación cualquiera es Encarnación lo mismo que las otras- que dormía hecho una pasta en la cajita del Niño Jesús. Enredada en las líneas de la copia que Dorita hizo del amor, trepaba la crueldad con sus diminutas ventosas translúcidas. Luzmila vivió durante un par de semanas -quizá más tiempo- la enumeración acelerada de la sangre enhebrándose en las inclinadas agujas de una primavera retrasada y vacía. La sexualidad no añade nada al concepto de una relación interpersonal que no se encuentre ya contenido en el mero concepto de esa relación. Lo que añade (y que no se encuentra contenido en el concepto) es la animación sin objeto, la aceleración sonámbula, la trampa absoluta. En cualquier caso, durante esos días las figuraciones devotas de Luzmila se volvieron más agudas, perfectas y absurdas que de costumbre. Y empezó a hablar de ellas sola por las calles y al llegar a casa a contárselas a Dorita.

«Una vez el Niño Jesús no se quería dormir -contaba Luzmila-, y por más que le acunaba no se dormía y no se dormía y todo el rato hablando de la Pasión y lo que dolería la corona de espinas. Vinieron las golondrinas a quitarle los clavos.»

Y una y otra vez reaparecía la misma estampa: el Niño Jesús rubio y gordito, no como los sobrinos de Luzmila, los hijos de sus hermanos, que nacieron reviejos en los años del racionamiento con la piel verde -del color del pan- y las piernas zambas, escocidos, todo el día en un grito. Era diferente con el Niño Jesús, empezando por la Anunciación y lo que dijo el Ángel bien claro, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Aquella calle limpia donde vivía la Virgen en su casita blanca con las puertas verdes que las pintó San José muy bien pintadas. Las ventanas con tiestos de geranios y el jardín de detrás, de columnas de mármol todo el soportal, y una fuente de mármol del mismo color con un arbolito de agua que nunca se agotaba. Todo lo tenía la Virgen limpio, resplandeciente. Al fondo del jardín había perales de peras maduras todo el año y un cuadro de maíz de mazorcas de granos entrerrojos con luz por dentro y dorados que los desgrana el Niño Jesús por las tardes.

Las historias alarmaron a Dorita. «Ésta está como una chota», pensó para sus adentros. Y el pensarlo la tranquilizó en el sentido de que no se tienen las mismas consideraciones con una loca que con una persona corriente. Una loca es, al fin y al cabo, un chiste, la tonta del pueblo, a quien a ratos se acaricia y a ratos se apalea. A Dorita la entretuvieron las historias unos días y luego empezó a hartarse, hasta que una noche, después de rezar juntas «Jesusito de mi vida» que Luzmila había enseñado a Dorita y de dormirse Luzmila rendida, Dorita saltó como una flecha de la cama, abrió la bolsa y se largó con el sobre. Cuando despertó Luzmila a la mañana siguiente y fue a meter la cajita del Niño Jesús junto al sobre como todos los días, vio que el sobre faltaba. Lo rebuscó por toda la habitación cuidadosamente sin terror alguno, como se busca un dedal perdido; no había muchas cosas en la habitación y Luzmila las recorrió todas, una por una, como se comprueba una suma muy fácil. La invadió un vahído que se parecía al vacío de toda la vida en no presentar arista alguna. En no doler o angustiar o preocupar en ningún sentido preciso, en no conectarse causalmente con ningún acontecimiento pasado o futuro. Lo único que Luzmila no hizo -como si de pronto se deshiciera un hábito de toda la vida- fue ir a trabajar esa mañana. Dio vueltas por las calles y en Manuel Becerra entró en el polvoriento parque de plaza de pueblo que queda detrás de la iglesia. Ahí se sentó en un banco y ahí permaneció durante muchas horas, inmóvil. Luego sintió ganas de orinar y se fue andando Alcalá arriba hasta el Retiro, donde sabía que hay unos retretes. Luego volvió otra vez muy despacio a Manuel Becerra. Luego volvió a casa y durmió hasta la mañana siguiente. Y al día siguiente empezó de nuevo, o continuó como de costumbre, de asistenta por horas. E iba guardando más de la mitad del sueldo junto a la cajita del Niño Jesús en un sobre.

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