Luzmila era flaca, alta y común. Había sido una buena moza de carga allá en sus tiempos de recadera de las monjas. Desde siempre, desde mucho antes de esa zona lamida y difusa donde empiezan sus recuerdos, han acudido a ella toda suerte de errátiles enjambres. Sus padres, cada cual tirando por su lado, la abuela imposibilitada desde el camastro, extendiendo las dos manos, con esa certera y ciega voracidad de la criaturas atrapadas, sus hermanos, las monjitas, que sin proponérselo pero con el infalible egoísmo de los ángeles, entretuvieron a Luzmila nueve o diez años haciéndole creer que entraría un día de novicia -para lega, que es lo que Luzmila quería ser-, llevando y trayendo los recaditos de pitiminí de las madres, y decir luego, a última hora, que no tenía «verdadera vocación» y que, en frase de la madre superiora, «estará mucho más hallada en una buena casa».
«¡Oh, Buen Jesús, yo creo firmemente -bisbiseaba Luzmila todas las noches, arrullándose al dormirse-. Que por mi bien estás en el altar /, Que das tu Cuerpo y Sangre juntamente / Al alma fiel en el celestial manjar.» Y repetía Luzmila, ahilando la voz en el arrullo como la ahilaban las monjitas del Convento de la Purísima Concepción en el coro: «Al alma fiel en celestial manjar.»
A las monjas del Convento de la Purísima Concepción las llamaba la gente «las Purísimas», por abreviar en parte y porque como la Santa Madre Fundadora, Beata María Antonia de Izarra y Vilaorante, se dedicaban a la restauración de chicas de la vida airada; y en parte por lo fino que les salía un cierto encaje de bolillos y el bordado de sábanas y manteles. Las chicas de «las Purísimas» dormían en un dormitorio azul y blanco en doce camas iguales, separadas entre sí por seis armarios, uno para cada dos, los seis tembleques, que eran motivo continuo de hurtos y engarradas. Las madres les enseñaban a madrugar, a repasar -con aquel repaso invisible, como una enmienda de todo corazón, que era el orgullo del convento-, a decir: «Sí, señora», «No, señora» y «Como prefiera la señora», y a las más listas y dispuestas, a guisar los guisos blanquecinos que inventaban las monjas (por aquello que dicen de que la virginidad se nota en todo) y la receta de las «yemas de la Beata», receta ésta buscadísima por las damas de cierto predominio de la localidad. Y así equipadas las colocaban luego de cocineras y doncellas en casas selectas de familias de la Adoración Nocturna. A Luzmila, las chicas la querían porque iba a cambiarles las novelas, aunque la tenían entre ellas por meapilas y medio cabra.
Cuando Luzmila dejó el convento -colocada «para niños» por las madres-, empezó una larga peregrinación por casas y más casas que terminaba cada vez de la misma manera: cuando los niños salían de primaria y empezaban a vestirse solos se le decía a Luzmila que «empezara a buscar».
Y Luzmila empezaba a buscar y daba siempre con una casa u otra, pronto o tarde (generalmente pronto, porque siempre le daban buenas referencias). Luzmila dejaba las casas muy temprano por la mañana, cuando se oye calle arriba el talán del basurero, decía adiós a los porteros, se acordaba de los niños, se iba con su maleta de madera.
Lleva el pelo recogido en una trenza gruesa, canosa, que se enrosca todas las mañanas en un moño aplastado cerca de la nuca. Usa medias de algodón marrones. Trabaja sin levantar cabeza. Habla sin levantar la voz. Lleva siempre en la bolsa un par de zapatillas a cuadros que se calza para andar por las casas. Anda por las casas como andaba por el convento, sin curiosear nada, sin mirar las estampas de los devocionarios de las madres, sin hojear los periódicos de los señoritos antes que los señoritos, sin golosear en las despensas. A los sesenta y cinco dio con sus huesos en Madrid y como, a esas alturas, ya nadie quería añas, Luzmila se colocó de asistenta por horas.
Había ahorrado Luzmila unos miles de pesetas que, por no entrar en Bancos o en Cajas de Ahorro, llevaba siempre encima, en un sobre, junto a la cajita del Niño Jesús. Tenía una idea sumamente precisa del Reino de los Cielos. El Reino de los Cielos -creía firmemente Luzmila- era la casa del Niño Jesús de Praga. Y la Gloria era como la Bendición de los Carmelitas, a las seis, sin tener que salir después a la lluvia ajena de la tarde, a la soledad entrante de las calles y pasar delante del guardia de asalto plantado ante la puerta de la comisaría enfrente de la iglesia. Luzmila no iba nunca al cine, ni leía los periódicos, ni oía la radio. Con los años y los viajes de un lado a otro de España (porque Luzmila había viajado mucho de capital a capital de provincia en sus tiempos de aña) había dejado también de tener iglesia fija, un sitio fijo, quiero decir, donde ir a la iglesia. Su familia se había dispersado años atrás, al morir la madre y la abuela, y Luzmila, que había querido mucho a sus hermanos, los recordaba apenas. O recordaba sólo los monos sucios de diario, los inertes trajes de los dias festivos colgando en el armario, el olor rancio y el desorden cabrío de la habitación de sus hermanos varones. Recordaba, de hecho, ese desorden como un dato puro, subsistente, agobiante e ingrato. Quizá era esto sin saberlo lo que en un principio la había atraído al mundo aquél, pulido, del convento y de las madres, lindas como estampas, que iban y venían con sus caritas prietas, eternamente jóvenes, favorecidas por las tocas. Los dichos y maneras irreales de las monjitas la cautivaron como un cuento de princesas. Y quiso ser la lega que da cera al locutorio y que conserva brillante como una pared de espejos el alicatado de los pasillos.
Toda la imprecisión con que Luzmila recordaba a la familia propia había ido con los años transformándose en precisión minuciosísima al pensar en la Sagrada Familia. San José volviendo de la carpintería por las noches, la Virgen que hilaba o que cosía los pantalones del Niño Jesús. El Niño Jesús que eternamente juega con las palomas (unas palomas que son siempre cinco y siempre blancas). Luzmila no movía mucho sus figuras. Todo lo contrario. Lo poco que hacían, lo hacían siempre igual y casi sin moverse. El misterio, el encanto de la figuración consiste precisamente en que sea tota simul et perfecta possessio. Y en que fuera inmóvil.
Luzmila comulgaba todos los días muy temprano por las mañanas y luego se iba andando haciendo tiempo hasta las nueve, que entraba en la casa de turno. Comulgar es comer y beber el cuerpo y la sangre del Niño Jesús de Praga. A Luzmila siempre le aterró ligeramente esta idea. La truculencia sagrada del banquete y los estómagos vacíos y las almas sin sombra, ni mota, ni partícula de falta. Siempre antes de comulgar se quitaba Luzmila la dentadura postiza para que entrara «sin morderse» – pensaba Luzmila- el Divino Pastor en el redil, en la cueva sonrosada, blanda, dulce, lavada, de la boca. Se horrorizaba Luzmila de todas aquellas bocazas abiertas de los comulgatorios, aquellos tragaderos cuajados de muelas sacrilegas. Tanta angustia llegó a producirle esta idea del sacrilegio y mordedura del Divino Infante, que para no ver a nadie cometiéndolo acabó Luzmila yendo a la primera misa de las cinco y media en Manuel Becerra. En los inviernos se arrodillaba Luzmila, tibia aún de la cama y la caminata, en una iglesia oscura que era -le parecía a Luzmila- solamente suya, y contemplaba, sin rezar ni pensar, encantada, la mariposa ardiente del aceite de la lámpara del sagrario. Husmo devoto, híbrido, ácido de la iglesia arropada en la levedad submarina del filo del amanecer que encandila los dibujos de las vidrieras de las capillas laterales.
Un día se confabularon la irrealidad de la iglesia desierta y la de la conciencia de Luzmila, y Luzmila comulgó dos veces. Para sentir dos veces la presencia aquella, mágica, del Pan de los Ángeles, el redondel rígido y soso que cosquilleaba en el paladar, pegándose a él como una mejilla de barquillo. Al segundo día, sin embargo, le pareció a Luzmila una voracidad sin precedentes consumir las dos sagradas formas de una tirada y disimuladamente, al volver a su banco, se guardó la segunda en el pañuelo, haciendo como que tosía. Anduvo inquieta todo el día deseando terminar el trabajo y volver a casa para poner al Niño a salvo. Iba cada rato a mirar el pañuelo, sin atreverse a destaparlo, para que no se enfriara el Niño, el barquillo indefenso. Al terminar el trabajo compró en una mercería un joyero de conchas esmaltadas, el mejor y el más grande, con una vista de la playa de la Concha en la tapa y una inscripción que dice: «Recuerdo de San Sebastián». El sagrario aquél, el nido, fue llenándose con los Niños Jesuses de cada día, y a veces Luzmila ahorraba los dos que iban abarquillándose, amarilleándose, de la saliva reseca. Y esa era la reserva de Luzmila, mucho más real, en su pura irrealidad, que los miles del sobre. Y confortaba a Luzmila, como nos conforta lo imposible en nuestra imposibilidad.
Luzmila vivía en Madrid en una buhardilla con derecho a cocina. Lo del derecho a cocina quería decir que tenía derecho Luzmila a bajar a la cocina de la portera – un descansillo más abajo- «a calentarse lo que usted quiera». Ya desde el primer día, sin embargo, se vio que la portera -que ocupaba una habitación de dormir y la cocina dichosa- tenía mucho que decir sobre el concepto de derecho. Entendía la portera que la pura legalidad no hace justicia a los verdaderos intríngulis de los casos particulares y que convenía, por consiguiente, moderar la augusta impersonalidad de la ley con una prudente aplicación de la misma, enriqueciendo el mero concepto de derecho a cocina con el concepto infinitamente más sutil de favor especial a hacer uso de ella. De este modo, cada vez que un nuevo inquilino ocupaba el ático en cuestión la portera pronunciaba un pequeño discurso destinado a hacer entender al nuevo inquilino que era en virtud de la peculiarísima bondad de corazón de la portera (que siempre había sido de derechas, como podía comprobar el inquilino con sólo ver el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús encima de la cabecera de la cama con la palma del Domingo de Ramos adornándolo y las fotos de José Antonio y el Caudillo, combinadas, y ligeramente torcidas, encima mismo de la radio) que el derecho en cuestión permanecía en vigencia. Habían pasado años desde que Luzmila disfrutó de ese favor por última vez. Y este hecho, además de lo demás, desconectó lo poco de Luzmila que aún quedaba conectado con el mundo exterior. Después de eso ya sólo hubo para Luzmila la identidad profesional, el tratar de hacerse a ser lo más exactamente posible una asistenta por horas y llevar consigo el parecido tan lejos y tan hondo como fuera necesario. A partir de aquí es cuando Luzmila empieza a pasar tan desapercibida por el mundo que lo visible y lo invisible coincidían en ella sin asombro.