Termina la misa. Y vuelve a casa don Gerardo. Nada sucede. Abajo almuerzan todos los Matildes, ruidosamente, con la tele puesta. La madre de don Gerardo, en el piso de arriba, ese día habla un poquito.
– Gerardo, tuve carta de Teresina (Teresina es la hermana de la madre de don Gerardo) y me dicen que están bien.
– Le das recuerdos de mi parte cuando escribas.
Don Gerardo se detiene mucho esa mañana en todo. Tarda mucho en todo. Tarda tanto que parece que ha perdido la fuerza. Y la ha perdido. La está perdiendo a cántaros y a chorros, porque le ocupa Dios. ¿Pero cómo le ocupa Dios? ¿Y qué Dios es ese? ¿Es ese el mismo Dios en cuya memoria dice don Gerardo todas las mañanas: Este es mi Cuerpo y mi Sangre? Porque quizá hay dos dioses. Ahora hablando en serio: hay millares de dioses y no porque cada hombre tenga el suyo -eso sería una idea repulsivamente barata y fácil de pensar-, sino porque Dios es Ser y ser es -si se es- a miles, millones y billones. ¿Me estoy equivocando? No, no me estoy equivocando. Yo sólo me equivoco cuando me da la gana. (Mejorando lo presente y con perdón de los presentes.)
Oh Dios, perdóname -piensa don Gerardo toda esta mañana-, porque aunque no he querido ser como Tú, he querido ser digno de Ti. Y no he sabido. Ahora una indecible corriente me embaraza, que no es amor por Ti, ni es amor tuyo, pero que Tú entiendes, porque Tú eres Dios y entiendes la grandeza del hombre hecho a Tu imagen.
Don Gerardo vuelve una vez más al pinar esa tarde. La luz dormia en las orillas de la hierba brumosa como todos los niños que coleccionaban conchas y se alegrarán de sus inmerecidos premios.