– Dile a Su Majestad que quiero verla desnuda.
– Vuestra Majestad está loco.
La cara que puso la dama fue más allá del estupor, pero le quedaron fuerzas para desahogarse con su amiga más próxima, y ésta con su vecina, y así, la noticia en seguida dio la vuelta al salón, y llegó hasta el padre Villaescusa, llegó con su carga de espanto y de clarividencia; comprendió que, de tanta gente, sólo él tenía la razón del Señor repartida entre el corazón y la cabeza, y sólo él sabía cómo había que obrar. El capuchino no se desvistió: con ornamentos y casulla, permaneció en el altar, y, al bajar de él, se hizo preceder por la cruz y los ciriales; de esta guisa deambuló por pasillos y crujías, de modo que, cuando el Rey se acercó a los aposentos de la Reina, con ánimo de entrar, él se hallaba delante. Y cuando el Rey alargó la mano hacia el picaporte, la cruz se le atravesó ante la puerta, en ángulo inclinado sobre el eje vertical, y en los ojos encendidos del padre Villaescusa pudo leer el Rey un veto indiscutible. Soltó su mano el picaporte, se santiguó y giró sobre sí mismo. El Valido estaba allí, y el Rey le confió:
– Quiero ver a la Reina desnuda.
Y se marchó con el mismo rostro pasmado, aunque en sus pupilas ya brillaba la esperanza.
9. Lucrecia acudió a la puerta, alarmada por la fuerza del campanillazo; pero, al ver al criado Diego, se echó a reír.
– ¿Eres tú, perillán?
– Vengo a ver a tu ama, en secreto y con urgencia.
Marfisa se hallaba en el baño, medio dormida entre las caricias del agua tibia. La llegada de Lucrecia la despertó, y el recado de la urgente visita del criado Diego la sacó repentinamente de quicio, porque los recados del Gran Inquisidor no solían ser tan madrugadores.
– Será cosa del calor que hace, y que hoy es domingo. Échame una toalla que tape el baño, y que pase.
Cuando el criado del Gran Inquisidor la vio, deploró que hasta las putas, incomprensiblemente, sintieran pudor.
– ¿Qué te trae? -le preguntó Marfisa y él le respondió:
– Una sola palabra: escóndete.
Se miraron. Se entendieron. Marfisa apenas susurró:
– Está bien. Vete.
Y el criado Diego lo hizo, sin atreverse a curiosear en lo que se ocultaba debajo de la toalla, aquello que, alarmada Marfisa, ya empezaba a emerger. Marfisa llamó a Lucrecia.
– Pronto. Ayúdame a vestirme. Un traje de hombre. Y prepara lo más indispensable en un petate ligero.
Antes de que Lucrecia hubiera acudido con la ropa interior, ya Marfisa, desnuda, aunque enjuta, recorría el dormitorio y abría los armarios.
– Ése no, que es muy llamativo. Éste, castaño, que es de más disimulo. De la ropa interior no te preocupes: la más basta que haya, la de menos lujo.
Se vistió sola, y quedó hecha un garzón de cabellera rubia y un mechón que le nublaba los ojos y los disimulaba. Marfisa se probó dos sombreros: se quedó con el que mejor la cubría.
– Ahora me voy, y tú cierras la casa y te acercas al mentidero, bien velada, que no te reconozcan, y te enteras de lo que se cuenta, y publicas lo que pasó esta noche en esta casa. No lo tuyo del conde, que eso no le interesa a nadie, y duerme esta noche en casa de una amiga, o de quien quieras, pero escápales a los del Santo Oficio, que si no me hallan a mano, pueden contentarse contigo y someterte a tormento, para que digas dónde me escondo. ¿Cómo lo vas a decir, si no lo sabes? Por eso, como aunque te den tormento no podrás confesar, será mejor que no te cojan. No dejes de ir a misa al monasterio de San Plácido, que ya me las arreglaré para mandarte noticias. A la misa de nueve, ¿eh? No se te ocurra demorarte en el lecho con algún lindo que te plazca o con algún perulero que te pague. Yo, ahora, me voy. Y tú vete también, lo más pronto que puedas. Adiós.
Marfisa cogió el petate, caló el chapeo hasta esconder el rostro debajo del ala, y salió. Dando un rodeo, aunque no largo, se encaminó al monasterio de San Plácido. Se cruzó con gentes endomingadas que hablaban de los milagros de aquel día, y pudo enterarse, por alguien que lo comentaba a voces, que Su Majestad el Rey había expresado el deseo de ver a la Reina desnuda.
– ¿Adónde vamos a parar? Si el Rey no da el ejemplo, ¿de quién vamos a recibirlo?
Al llegar a la portería del monasterio, pidió ver a la abadesa, que en el mundo había sido una señorita de La Cerda.
– ¿De parte de quién le digo que quiere verla? -preguntó la tornera.
– Dígale que de parte de Marfisa. Y recoja, de paso, esta limosna para el cepillo de los Desamparados.
Tintineó el oro. La tornera alargó la mano ávida. Sus pasos resonaron por las losas de la portería y se perdieron en claustros y pasillos. Marfisa se sentó a esperar. Hacía calor, y se quitó el sombrero para abanicarse. Era hermosa la cabellera de Marfisa, y verla así, de garzón, hubiera hecho pecar a más de uno que reprimía deseos inconfesables. Se repitieron los pasos, esta vez dobles y en sentido contrario: de ellos, unos sonaban con autoridad; los otros, con timidez. La tornera abrió una puertecilla y rogó a Marfisa que pasara. Tras ella, cerró la puerta con doble llave. La abadesa la esperaba, sonriente.
– Ya sé que te has anunciado con una limosna espléndida.
– La ganancia de una noche, que ofrezco a Nuestra Señora de los Desamparados.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Busco refugio contra los alguaciles de la Santa.
– ¿Se han metido contigo?
– Van a meterse.
– Puedo mandar a mi primo, el Gran Inquisidor, recado de que te deje en paz.
– A su amabilidad debo la advertencia.
– ¿Entonces…?
– Una monja más, en este monasterio, no llamará la atención de nadie.
La abadesa la cogió de la mano.
– Ven conmigo. Es una pena que hayas de ponerte el hábito, porque estás muy hermosa. Pero puedo asegurarte que no te exigiré que te cortes el pelo, aunque sí que no te vea el capellán, que es un sujeto raro.
Sin soltarla, atravesó con ella una gran puerta de cuarterones, y la llevó por los frescos vericuetos del monasterio. A través de, alguna ventana, verdeaban las plantas del jardín, y se escuchaban trinos de aves menudas, recogidas en -o acogidas a- aquel frescor. La madre tornera se quedó pensando que por qué razones la abadesa metía a un mancebo tan hermoso en la clausura, pero, como otras tantas cosas que no entendía, ahuyentó la pregunta de la mente. También tenía calor, y en aquella soledad le estaba permitido remangarse los hábitos y refrescar un poco la entrepierna en el aire que entraba por algún agujero.
10. Por la calor, la gente había dejado la capa en casa. Se abanicaban con lo más a mano, y muchos aparecían ligeramente despechugados, pechos peludos de machos redundantes, tal en oscuro, tales en gris. Los corros se habían congregado aquí y allá, sobre las gradas, o en el centro del atrio, o en las esquinas, hasta pisar las mismas piedras del umbral sagrado. Clérigos de bonetes puntiagudos iban de aquí para allá. Y el sol caía con fuerza. El corro más nutrido rodeaba a Lucrecia, bien tapada, que a veces se levantaba un resquicio del velo y rogaba al más próximo que le soplase en la garganta sudada. Había contado ya la aventura de su ama con el Rey, y empezaba a describir con abundancia de detalles la suya con el conde, pero aquel extremo no le importaba tanto al concurso.
– ¿De modo que cuatro pecados mortales?
– Y un gatillazo.
– Pues cuatro la misma noche es el tope que los teólogos ponen a las exageraciones de la carne.
– ¡A saber si fueron cuatro! Tú no estabas delante.
– Pero lo sé de buena tinta.
– Y nosotros sabemos que Marfisa es devota de la monarquía. ¿Cómo iba a dejar mal al monarca? Quator eadem nocte es una cifra que acredita a cualquiera.
– Para mí, lo único creíble es lo del gatillazo -dijo un cura narigudo y entrado en años-. Lo demás son fantasías de Marfisa, que acreditan, más que su fidelidad a las instituciones, su orgullo profesional. ¿Qué menos, para una mujer como ella, que cuatro pecados capitales? Se me están ocurriendo unos versos…
– ¡Dígalos ya, don Luis, si es que los tiene en la mente!
– Sólo cuatro, de momento, que pueden ser primeros de una décima:
Con Marfisa en la estacada
entraste tan desguarnido,
que su escudo, aunque hendido,
no pudo rajar tu espada.
– ¡Muy buenos, don Luis! ¡Prometen una décima inmortal!
– Eso que dice el cura es una canallada. El Rey pecó cuatro veces, y, a la quinta, se durmió. ¡Pobrecito! Mírese como se mire, además de Rey, es un muchacho.
– Tú cállate, alcahueta. ¿Por qué vamos a creerte, y no a don Luis? Él es hombre de experiencia.
– Me gustaría saber qué haría en la rama con Marfisa.
El llamado don Luis alzó las cejas y sonrió tristemente.
– Tiene razón la moza. ¿Qué iba a hacer yo en la cama con Marfisa, sino contemplarla y buscar unas metáforas? Un soneto también, quizá: pero a ver quién es el guapo que se atreve a pintar, aunque sea en verso, a una mujer desnuda.
E hizo con las manos una señal alusiva a la Santa Inquisición.
Fue en ese momento, quizá, o quizá algo más tarde, cuando alguien recién llegado armaba el alboroto en otro corro, un alboroto morrocotudo que dejó a Lucrecia sin clientela, y, de momento, sin continuación la décima de don Luis. El recién llegado juraba por sus muertos que el Rey, no hacía ni una hora, a la salida de misa, había expresado a voces y sin la menor precaución, que deseaba ver a la Reina desnuda. «¿"Deseo", dijo, o "quiero"? Porque no es lo mismo.»
Fue una carcajada general, una carcajada rijosa y estentórea, provocada por el modo que cada uno de los presentes tuvo de imaginar al Rey contemplando a la Reina en pelota: si de día o de noche, si con sol o a la luz de los candiles. Salieron a relucir, de labios gruesos bajo bigotes retorcidos, recuerdos a los cuatro pecados del Rey con Marfisa y el comentado gatillazo, chanzas de color subido y suposiciones irrespetuosas, hasta que un caballero estirado, de ascético semblante y mirada dogmática, hizo callar las risas con un imperioso «Caballeros, repórtense», dicho en tono tan dramático, que, de repente, fue como si se pusiera el sol. El corro se calló y todo el mundo miró a aquel severo enlutado en cuya mano, extendida hacia el centro del cotarro, puesta sobre el pecho luego, parecía haber recaído el honor de la Reina. Pero no fue de ella de quien se habló cuando el silencio dejó lugar a su palabra, sino que dijo: