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– Tenemos que ir de visita al monasterio de San Plácido, a dar las gracias a la madre abadesa por el favor que nos hizo y a hablar de cierto reloj que necesita.

Al Rey le pareció de perlas, pero no se explicaba la razón de la visita.

6. Al clérigo aquel de la nariz ganchuda y cara de mala leche le habían acompañado hasta su casa media docena de devotos, gente incondicional que le alababa su poesía y la defendía en corrillos y cenáculos, cuando la plebe la acusaba de oscura y minoritaria: «Patos del aguachirla castellana», les había llamado el maestro.

Le despidieron a la puerta, entró solo, preguntó qué había de merendar, y le ofrecieron chocolate en una jícara que empezaba a desportillarse. Lo bebió ensimismado y se metió en su despacho. La mesa aparecía colmada de papeles en desorden, algunas flores caídas, unas plumas y un puñal. El clérigo narigudo y mal encarado al que llamaban don Luis se sentó fatigado, cerró los ojos y estuvo así un tiempo, transido. Luego revolvió los papeles, y le salió uno en que había escritos unos versos: una cuarteta que empezaba: «Con Marfisa en la estacada…» Los leyó. No recordaba cómo ni cuándo les había escrito, ni a quién se referían, ni siquiera el porqué. Pero se le ocurría una continuación para terminar la décima: requirió la pluma, la mantuvo un instante en suspenso, y luego empezó a escribir. Ya no le importaba quién la había provocado, ni cuándo. Ahí había algo comenzado que convenía concluir, que requería conclusión, y, verso a verso, la fue acabando. Una vez concluida, la leyó: había muchos caballeros en la corte a quienes podía dedicarse. Le puso delante una especie de título:

A UN CABALLERO QUE, ESTANDO CON UNA DAMA, NO PUDO CUMPLIR SUS DESEOS

Con Marfisa en la estacada
entraste tan desguarnido
que su escudo, aunque hendido,
no pudo rajar tu espada.
¡Qué mucho, si levantada
no se vio en trance tan crudo,
ni vuestra vergüenza pudo
cuatro lágrimas llorar
siquiera para dejar
de orín tomado el escudo!
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