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De esta forma iniciaba Pío Baroja una nueva existencia, que se iba a prolongar hasta su muerte sin más alteraciones que las impuestas por el devenir de la Historia. Como escritor tuvo contacto con la bohemia madrileña, sin llegar a pertenecer nunca a ella. Era hombre de costumbres ordenadas, poco amigo de francachelas, que le aburrían. Cuando dejó de trabajar en la panadería y vivió de sus escritos, la vida de Baroja se hizo metódica en grado sumo. Escribía todas las mañanas, paseaba por las tardes y leía por las noches hasta la madrugada. Sólo al final de su vida cambió ligeramente esta rutina: se levantaba al amanecer y daba un paseo por el parque del Retiro; luego, al caer la tarde, recibía a una nutrida representación de amigos y curiosos. Únicamente los viajes rompían esta monotonía. A Pío Baroja siempre le gustó viajar. Cuando le sobraba algún dinero, se iba de viaje. Recorrió toda España, estuvo varias veces en París, como ya queda dicho, y fue a Italia, Inglaterra, Suiza, Alemania y Dinamarca. En Madrid frecuentaba las tertulias. Leyendo sus recuerdos y los testimonios de sus contemporáneos, da la impresión de que conoció y trató a todo el mundo: escritores, pintores, músicos, periodistas, políticos, actores, toreros y delincuentes. En aquellos tiempos la capital de España debía de ser una ciudad de aluvión, adonde iba a parar gente inquieta de los cuatro puntos cardinales en busca, precisamente, del contacto con otras personas de su misma condición. Estas personas, una vez en Madrid, impecunes y desarraigadas, formaban una sociedad pequeña y comunicativa. Pío Baroja no parece haber tenido problemas para integrarse al principio de su carrera de escritor en este hervidero, ni su presunta misantropía parece haber sido un obstáculo para ello, del mismo modo que a pesar de su fama de hombre huraño y solitario, pocas veces viajó solo, y allí donde iba trababa pronto amistad con otros españoles o con gente del lugar. Con sus hermanos, Ricardo y Carmen, iba con frecuencia al teatro, a la ópera, a las exposiciones y a los espectáculos al aire libre. También hizo, con ellos o con otras personas, excursiones por los alrededores de Madrid y viajes por distintos lugares de España. No era ésta, sin duda, la vida que Pío Baroja había soñado, aquel “tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo”, pero también es evidente que la que había escogido, si bien no constituía el paradigma de la felicidad, era la mejor de las alternativas.

EL MIRLO BLANCO

La familia Baroja parecía poseer una especie de magnetismo que impedía a sus miembros alejarse mucho de su núcleo. En cuanto uno se establecía en un lugar, los demás no tardaban en reunirse con él. A partir del invierno de 1902 y hasta que la guerra los dispersó, los Baroja vivieron casi siempre juntos, en Madrid, en una casa situada en el número 34 (luego 36) de la calle de Mendizábal, en el barrio de Arguelles, por aquel entonces algo alejado del centro. Era una casa grande, de dos plantas, a las que posteriormente los Baroja añadieron una tercera, un sótano y dos terrazas. Originariamente la casa había sido una vivienda unifamiliar, hasta que los Baroja la dividieron. De este modo cada miembro de la familia disponía de una vivienda propia y de una relativa independencia. Pío Baroja y su madre ocupaban la planta nueva; Ricardo, la planta baja, y Carmen, la de en medio. Allí vivían, trabajaban y hacían vida social. La casa de la calle de Mendizábal era en este sentido un mundo autosuficiente. En 1913, Carmen Baroja se casó con Rafael Caro Raggio, a quien había conocido a través de su hermano Ricardo. El matrimonio se fue a vivir a una casa de la calle del Marqués de Urquijo, pero al cabo de unos años Carmen regresó a la de Mendizábal con su marido y sus dos hijos. En la casa de Mendizábal, en un antiguo patio, instaló Rafael Caro Raggio la editorial que había creado. En esta editorial, que lleva el nombre de su fundador, se publicó la mayor parte de la obra de Pío Baroja, y también la de Azorín. Una viñeta con la efigie de Erasmo de Rotterdam, diseñada por Ricardo Baroja a partir de un cuadro de Holbein, fue y sigue siendo el sello editorial de esta empresa. De resultas de esta agregación, por la casa de la calle de Mendizábal, además de una familia cada vez más nutrida, circulaban cajistas, tipógrafos y encuadernadores. “Los primeros -cuenta Julio Caro Baroja, el mayor de los hijos de Rafael Caro y Carmen Baroja- se consideraban más cultos que los segundos. En su mayor parte eran socialistas, veneradores de Pablo Iglesias. Los más viejos iban por la calle con blusas largas, azules, y encima de éstas, en invierno, se ponían las capas. Algunos llevaban, además, gorra de visera, otros iban a pelo y no faltaban algunos con sombrero hongo. En general gustaban de los bigotes largos, lacios.” La convivencia diaria de estos trabajadores politizados con quienes, en definitiva, eran sus patronos, dio ocasión a frecuentes conflictos en aquellos años turbulentos. Más conflictiva, sin embargo, fue la boda de Ricardo, entre otras razones, por la ya dicha de la venta de la panadería. Pero el conflicto era endémico.

Ricardo y Pío Baroja, por más que siempre habían vivido y trabajado juntos, eran individuos diametralmente opuestos. De Ricardo, y también de Pío, nos ha dejado sendos retratos claros su hermana Carmen en sus memorias:

Mi madre, como mujer instintiva que era, tenía una gran opinión de los hombres sólo porque lo eran. De ahí, el creer que mis hermanos tenían derecho a vivir como les diera la gana… Así se dio el caso de [que] Ricardo, hombre de magnífico carácter, que se hubiera dejado llevar por la más pequeña indicación, abandonara la carrera de archivero con la que ya tenía categoría, luego tirara la panadería de Capellanes, luego los destinos y todo, y se pasara los mejores años de su vida trabajando en el grabado o la pintura cuando le daba la gana, pareciéndoles a todos muy bien lo que hacía; a lo mejor se pasaba años sin coger el pincel ni la cubeta del ácido, levantándose todos los días a la una del día, justamente para comer, y acostándose a las dos o las tres de la mañana, después de haber estado en el Café de Levante charlando con los amigos… Pío, siguiendo su enorme vocación literaria, trabajaba todos los días, se levantaba pronto y se acostaba también pronto. Alguna temporada tuvo que iba al café o al teatro con Alloza o con los literatos, pero siempre hizo una vida muy metódica.”

Así las cosas, la boda de Ricardo fue una tormenta en las plácidas aguas de la calle de Mendizábal. Carmen Monné, la mujer de Ricardo, una norteamericana de origen español, no cayó bien a la familia Baroja, ya de por sí mal predispuesta hacia los extraños. Incluso Carmen Baroja, que se llevaba bien con todo el mundo, y sentía una mayor afinidad con Ricardo y una comprensible predilección por este hermano, no oculta en sus memorias la hostilidad inicial hacia su cuñada. Carmen Monné, a juzgar por las fotos que de ella quedan, distaba mucho de ser una belleza. No carecía de talento, de sentido práctico ni de ambiciones sociales, intelectuales y de todo tipo: durante un tiempo, en los años de la República, simpatizó con el comunismo, al que arrastró a su marido, siempre dispuesto a apuntarse a cualquier cosa. Con todo, la vida familiar no debió de ser fácil ni grata para aquella joven extranjera, que se había casado con un señorito malcriado, sin oficio ni beneficio, que dependía en buena parte de la fortuna de ella, que le llevaba veinticinco años y la obligaba a compartir el hogar con el resto de aquel clan atrabiliario. Fue precisamente con este objetivo, el de imponer un poco de paz y sensatez, por lo que, a instancias de sus hermanos, Carmen Baroja regresó, con su propia familia a cuestas, a la casa de la calle de Mendizábal. Reunida de nuevo bajo el mismo techo la familia Baroja en pleno, y a pesar de las esporádicas disensiones que pudiera haber, la vida en la casa de la calle de Mendizábal volvió a la antigua efervescencia. Tanto Ricardo como Pío tenían sus respectivas tertulias, y los participantes en una y en otra se juntaban en ocasiones, sobre todo en El Mirlo Blanco. El Mirlo Blanco fue un grupo de teatro que se creó en torno a los Baroja y en la casa de la calle Mendizábal, de un modo espontáneo, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Surgido a raíz de una improvisada representación del Tenorio, de la que ha pasado a la leyenda la interpretación de doña Brígida a cargo de don Ramón del Valle-Inclán, El Mirlo Blanco fue un teatro de cámara o experimental en el que colaboraron figuras destacadas de la vida intelectual española. En él participaron todos los miembros de la familia Baroja, salvo la madre y, significativamente, Rafael Caro Raggio. En cambio, Carmen Monné tuvo un papel muy activo y eficiente en la empresa. Para El Mirlo Blanco escribieron obras los tres hermanos Baroja, y Pío, que debía de ser un actor pésimo o, cuando menos, poco dúctil, intervino en varias representaciones. “La actuación de mi tío Pío como cómico no fue de las menos comentadas, ya que, en esencia, era la antítesis del hombre de tablas”, cuenta Julio Caro. Aunque siempre en la casa y con actores aficionados, las representaciones se hicieron con la seriedad propia de un teatro profesional, con decorados y vestuario muy elaborados. En El Mirlo Blanco estrenó Pío Baroja dos piezas teatrales no exentas de interés: Adiós a la bohemia y Arlequín , mancebo de botica, y Valle-Inclán, Los cuernos de don Friolera . Con todo, Pío Baroja participaba poco en las actividades comunes de la familia. Prefería su rutina. Cuando la salud de su madre empezó a declinar, Pío Baroja redobló sus cuidados. Esto, su trabajo y su tertulia absorbían sus horas.

VERA DE BIDASOA

En 1912 los Baroja adquirieron una propiedad en la localidad de Vera, en Navarra. Era un caserón grande, de muros de piedra cubiertos de hiedra, con jardín, “huerta, cercada por una tapia, y con un campo de maíz y un manzanal con su prado”. En esta casa, adquirida inicialmente como residencia veraniega, acabó pasando Baroja buena parte del año. Todos los años, cuando llegaba la primavera, Pío Baroja y su madre, en compañía de una criada, los gatos y las cajas con los libros que había comprado durante el invierno, se instalaban en Vera. Luego acudía el resto de la familia. Pío Baroja reunió en la casa de Vera su extensa biblioteca. “Allí leía, escribía, paseaba y dedicaba gran parte de su atención al cuidado de la huerta… Doña Carmen se encontraba mucho más a gusto en Vera que en ninguna otra parte.” La casa de Vera, conocida en la región con el nombre de Itzea, ha quedado indisolublemente ligada a la familia: en ella murió el patriarca, don Serafín Baroja, en 1912, el mismo año en que la casa fue comprada, y en 1935 la madre, Carmen Nessi, a cuyo cuidado había dedicado Pío Baroja tantos años; en ella sorprendió la guerra civil a la familia, que sobrevivió allí a la contienda; en ella murió Ricardo Baroja en 1953. También es probable que en ella Pío Baroja encontrara la escasa dicha de que disfrutó en la vida, salvo en París, donde siempre se sintió de paso. Pero este idílico transcurrir de los días sólo debía de ser aparente, como se desprende de una anécdota tan repetida como extraña: iba paseando don Pío por Vera y un niño, al verlo, se puso a gritar: “¡El hombre malo de Itzea!”. Es difícil imaginar qué habría hecho aquel señor ilustre y capitalino, que muy poco contacto debía de mantener con la gente del lugar, para ganarse este apodo tan preciso y sin paliativos. Esto, naturalmente, son conjeturas. Pío Baroja apenas si deja entrever en sus escritos la naturaleza de sus emociones. Describe con minuciosidad todo cuanto sucede a su alrededor y pinta con agudeza a los actores de esta trama incesante, pero a la hora de exteriorizar su propia personalidad todo se le va en opiniones generales sobre asuntos abstractos, como si los temas que le pudieran afectar personalmente no le interesaran o le dieran miedo o, simplemente, no los quisiera compartir con nadie. En realidad, la actitud general de Baroja era reflejo de todas sus contradicciones internas. Buscaba al mismo tiempo la estabilidad y la alternancia, tanto en el terreno intelectual como en el físico. Iba de Madrid a Vera y de Vera a Madrid, y en cuanto podía, a París, a Roma, a Londres. Los personajes de sus novelas siempre están viajando y si no pueden viajar, cambiando constantemente de domicilio. Es éste sin duda un símbolo de su desarraigo, pero también un reflejo directo de la inquietud de Baroja, esta permanente obsesión por la mudanza que tanto parece contradecir sus costumbres rutinarias, hasta que los años y el desánimo lo anclaron definitivamente en su butaca.

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