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El caballo dio un bufido, como si hubiera comprendido sus palabras, luego se volvió y, sin que su dueño le diera ninguna orden, se puso en camino rumbo hacia el norte.

Cabalgó el resto de la tarde y gran parte de la noche sin parar ni una vez a descansar. Su caballo trotaba infatigable hacia el norte, no demasiado deprisa, pero a ritmo constante, y sin apartarse del camino. Cabalgaron a través de bosques, praderas llanas y planicies de roca; y ningún bosque le pareció al corcel de la barda de plata demasiado denso, ningún camino demasiado pedregoso, ningún collado demasiado empinado. Hacia la medianoche, alcanzaron la costa y el animal la bordeó el resto de la noche. Cuando por el este asomaban los primeros resplandores del nuevo día, Dulac/Lancelot se encontraba a unos pasos de llegar a su meta. Malagon estaba frente a él.

Lancelot -era curioso, pero desde que iba ataviado con aquella armadura de plata, el joven se sentía cada vez más Lancelot, el apelativo que le había dado Dagda, y no Dulac-; Lancelot, entonces, no había visto Malagon hasta aquel momento y tampoco ahora podía divisar nada más que una sombra oscura, con una silueta extrañamente jorobada, pero sabía con absoluta certeza que era su meta. Aquella sombra que se erigía delante de él tenía el aspecto de ser mucho más que una mera sombra. De ella afloraba una oscuridad que tenía algo de viva. Malagon…

Lancelot repitió el nombre varias veces en su pensamiento, sin que perdiera por ello un ápice de su tenebroso eco. Aunque no conocía la lengua de los pictos, estaba seguro de que ese término no provenía de ella. Sonaba muy distinto a las palabras que había escuchado de boca de los pictos. Parecía encerrar algo malvado en su interior, como si fuera mucho más que un simple nombre, más bien una palabra mala por sí misma, que traía la desgracia sólo con ser pronunciada.

Su mano tiró de las riendas, sin que él mismo fuera consciente de aquel gesto. No estaba en absoluto cansado. A pesar de las innumerables leguas que llevaba a sus espaldas, se encontraba tan despejado como si empezara a cabalgar en aquel mismo instante. Debía de ser cosa de la armadura mágica: le imbuía una fuerza que parecía casi inagotable. Pero se preguntó, alarmado, si por esa fuerza prestada tendría que pagar algún precio, y si era así, ¿cuál?

Su caballo relinchó. El sonido se desplegó de una manera misteriosa por las rocas negras entre las que se había detenido, y Lancelot no pudo reprimir un escalofrío. Eso era algo de lo que la armadura no lo podía proteger: el miedo.

El día anterior se había reído de las palabras de Sander, pero ahora lo que había dicho el hijo del posadero sobre Malagon ya no le parecía tanta chifladura. Dulac no creía en los dioses, fueran del tipo que fueran, pero sí estaba convencido de la existencia de espíritus y demonios.

Algo había allí, algo invisible, que como un olor desagradable parecía impregnarlo todo y con cada nueva aspiración se metía más y más en su cuerpo. El pensamiento le pareció, en un primer momento, tan absurdo como los cuentos que le había relatado Sander… pero, ¿no había sido testigo pocas horas antes de un acto de magia negra y no llevaba él mismo una armadura que era imposible que hubiera sido forjada por la mano del hombre?

De pronto, pensar en la armadura mágica le provocaba más inquietud que sensación de protección. Si existía la magia, los poderes oscuros con los que iba a vérselas se manifestarían de una manera mucho más potente que los que estaban de su lado. No había ninguna arma que no pudiera ser vencida y ningún escudo que protegiera de todas las armas.

Lancelot intentó guardar aquellos pensamientos en el rincón más recóndito de su cerebro y miró a su alrededor una vez más. Estaba más o menos a una legua de Malagon. En breves instantes, el sol se levantaría sobre el mar, y si para entonces no había llegado a Malagon, sería muy difícil que lograra hacer el último trecho del camino sin ser visto. Con lo reluciente que era la armadura de plata, actuaría como un espejo con que la tocara un solo rayo de luz. Tenía que darse prisa.

Su caballo pareció moverse de mala gana, ejerciendo cierta resistencia, cuando él lo guió entre las sombras hacia el acantilado. En más de una ocasión tuvo que hincarle las espuelas o aflojar las riendas para que siguiera avanzando; algo que no había ocurrido en todo el resto del trayecto. A pesar de ello, alcanzaron la fortaleza unos segundos antes de que el sol emergiera del mar como un globo de fuego.

Visto de cerca, Malagon no era grande. Misteriosamente seguía siendo sólo una sombra tenebrosa. Al pie de la colina rocosa había grietas y hendiduras tan profundas que servirían de escondite hasta para un caballo tan poderoso como el suyo. Llevó al animal a uno de aquellos escondites naturales, desmontó y oteó la fortaleza. Malagon era una ruina, pero tampoco en sus mejores tiempos habría sido un edificio imponente; una torre achaparrada, rodeada por una muralla algo asimétrica, eso era todo. Y, sin embargo, a la tenue luz de la mañana, tenía más prestancia que Camelot… o, por lo menos, resultaba más intimidatoria. La puerta semicircular tenía derruida la parte superior, lo que la asemejaba a la boca de un dragón abierta de par en par.

Lancelot medito un momento si subir hasta allí y explorar el castillo. En circunstancias normales no lo habría pensando ni un segundo, sencillamente lo habría hecho sin la más mínima duda y con entusiasmo. Pero no había llegado hasta allí para satisfacer su curiosidad, sino para salvar a Uther, y sobre todo a Ginebra. Transcurrirían aún varias horas antes de que aparecieran los pictos con sus prisioneros. Había salido por lo menos dos horas más tarde que ellos, pero había galopado mucho más deprisa y por un camino que los guerreros pictos seguramente no conocían. Mordred había dicho que esperaría la llegada de los pictos por la mañana temprano.

Una escalera de peldaños desiguales, esculpida en la piedra, llevaba hasta la puerta. Lancelot subió hasta medio trayecto y luego se dio la vuelta y miró hacia el sur, en la dirección que tomarían los pictos. No pudo divisar nada. El sol estaba saliendo, pero todavía no había la claridad suficiente. Ataviados de negro como iban, no descubriría a los guerreros bárbaros hasta que estuvieran justo delante de él.

Oyó un ruido que no pertenecía al habitual devenir de la mañana: el vaivén de las olas, que rompían a veinte metros de él, al pie de los acantilados; la brisa del bosque, que se colaba entre las rocas y agitaba las copas de los árboles… Tras él rodó una piedra. Lancelot se volvió y examinó el terreno atentamente, pero no vio nada extraño. Un nuevo crujido, y tuvo claro que venía de la puerta abierta de la fortaleza. Allí había alguien.

No tenía elección.

Lancelot desató el escudo de su espalda y lo agarró con la mano izquierda, mientras siguió subiendo hacia la puerta. La naturalidad con la que lo hizo le dejó perplejo. Era como si nunca hubiera hecho otra cosa. Realmente debería haberse planteado que, nuevamente, era cosa de la armadura, pues cuando la vestía, dominaba otras destrezas que, de ordinario, no poseía.

Al cruzar el arco quebrado, caminó más despacio hasta pararse. Por la extensión de la bóveda, la muralla debía de ser casi tan gruesa como alta. El techo estaba horadado con una serie de agujeros desiguales, por los que, en caso de ataque, se podrían arrojar piedras o aceite hirviendo sobre los enemigos.

De la puerta no quedaba apenas nada, pero de las paredes sobresalían unas gigantescas bisagras cubiertas de herrumbre, y cuando llegó al otro lado tuvo que agacharse bajo los restos de una pesada reja. Malagon era pequeño; pero, por lo que parecía, había gozado de abundantes medidas de protección. Sin embargo, al final había caído. Los rastros de violentas batallas eran casi tan antiguos como la propia fortaleza, y numerosísimos; y por un instante Lancelot creyó escuchar el fragor de la guerra, el olor de los incendios, y tuvo ante sus ojos el flameo de las llamas…

Le costó un gran esfuerzo apartar aquellas imágenes de su cabeza para concentrarse de nuevo en el aquí y ahora. El patio apareció silencioso y desamparado ante él, pero, como anteriormente, volvió a sentir que no estaba solo.

Tras una corta búsqueda, comprobó que su sospecha era cierta.

Al otro lado del patio, tras las almenas resquebrajadas, descubrió una sombra oscura, que miraba inmóvil en dirección este hacia el mar. Un momento después, divisó un segundo centinela arriba, en la torre, que oteaba justo en dirección contraria. Malagon no estaba tan vacío como parecía desde fuera.

Lancelot dudó si trepar por la muralla para eliminar al vigilante de las almenas, pero enseguida comprendió que aquel acto le supondría quedar al descubierto ante el otro centinela, el de la torre. Inmediatamente y lleno de estupor, asimiló lo que había estado a punto de hacer: planificar con absoluta frialdad la conveniencia o no de matar a un hombre, no en defensa propia o en la batalla, sino con alevosía y a traición, con toda premeditación. Un guerrero seguramente podría justificar aquel pensamiento sin reparos, pero Dulac -no Lancelot- experimentó por unos segundos un horror gélido. Aquella armadura no sólo le otorgaba la fortaleza y las delicadas maneras de un guerrero, sino que le transformaba en alguien que le atemorizaba profundamente. Si se hubiera tratado únicamente de Uther, incluso de Arturo, habría claudicado y salido corriendo de allí, muerto del pánico. Pero el rostro pálido de Ginebra vino a su mente y no lo hizo. Daba lo mismo el precio que tuviera que pagar, rescataría a Ginebra.

Y se ocuparía de que Mordred no volviera a hacerle daño nunca más.

Pero no por eso se convertiría en un asesino, por mucho que la voz de su interior tratara de convencerlo con mil argumentos que intentaban acallar su sentido común.

Lancelot levantó la mano de la empuñadura de la espada, esperó al momento que más favorable le pareció y, haciendo el menor ruido posible, cruzó el patio como una exhalación. No fue lo bastante silencioso, ya que la sombra de las almenas se giró con un movimiento impetuoso y, muy concentrado, examinó el patio de parte a parte. Pero, para alivio de Lancelot, se volvió de nuevo y siguió escrutando el mar. Lancelot permaneció un instante pegado al muro y luego se lanzó de nuevo. No tenía nada que temer. El patio estaba oscuro como la pez y los ojos del hombre se habían acostumbrados a la luz del sol. Era totalmente invisible.

Enfrente de él había una puerta. Lancelot la traspasó rápidamente, corrió unos metros más y se quedó parado para escuchar. Oyó ruidos más adelante. No podía identificarlos con precisión, pero no parecían de origen natural. Lancelot siguió un trecho hasta llegar a un cruce de pasillos. Intentó orientarse y dobló a la derecha en pos del ruido. Ahora podía distinguir dos, quizás tres voces, y tras un recodo, se topó con el parpadeo de una luz rojiza que le señalo el camino.

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