Su moral estaba por los suelos cuando llegó a la posada medio calcinada de Tander. Con un rápido vistazo se cercioró de que el granero no había sufrido desperfectos y entró en el edificio principal. Con asombro descubrió que se sentía aliviado al comprobar que tanto Tander como sus hijos estaban a salvo. Los tres se encontraban en la cocina tratando de poner orden en aquel caos. Aunque no había señales de fuego, daba la sensación de que las tropas de los pictos al completo habían pasado por allí arramblando con todo.
Cuando Dulac entró, Tander dejó el trabajo y se le quedó mirando con ojos enojados.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó-. ¡Mira a tu alrededor! ¡Estoy arruinado!
– Con Arturo -respondió el joven.
– Con Arturo, por supuesto -comentó Tander irónico-. ¡Camelot es pasto de las llamas y la mitad de sus habitantes son asesinados, y el caballerito no tiene otra cosa mejor que hacer que irse con el rey de excursión por la zona! -el tono que empleó para pronunciar la palabra «rey» le habría costado el cuello si hubiera estado en presencia de Arturo.
– ¡No hables así de nuestro rey! -dijo Dulac.
Tander se rió malcarado.
– ¡Oh, claro, el rey! -siguió todavía más sarcástico-. ¡Mira de una vez lo que ha sucedido aquí! ¿Dónde estaba tu maravilloso rey cuando los pictos han caído sobre nosotros y tanto lo necesitábamos?
– Hemos luchado contra los pictos -respondió Dulac con serenidad-. Ha sido una gran batalla.
– ¡Una gran batalla! ¡No me hagas reír!
– ¿Quién ha ganado? -quiso saber Wander, el hijo mayor del posadero.
– Nosotros -contestó Dulac-. Arturo y sus caballeros han denotado a doscientos píctos.
– Algo es algo -dijo Tander-. De todas formas, lo necesitábamos aquí. Y a ti también. ¿Qué haces ahí parado? ¡Apechuga! ¡Tenemos trabajo para un año entero!
– No tengo tiempo -dijo Dulac-. Tenéis que contestarme a una pregunta.
Por un momento aquella respuesta dejó sin habla a Tander. Por fin, suspiró y dijo:
– ¿No tienes… tiempo? ¿Cómo te atreves? Ahora mismo vas a…
– Malagon -le interrumpió Dulac-. ¿Qué sabéis de ese lugar?
Tander se aproximó con la mano levantada en actitud amenazante.
– Ya basta. Te voy a enseñar…
– No lo hagas -dijo Dulac. No habló en tono fuerte ni provocativo, y sin embargo sucedió algo muy extraño. Tander dio un paso más, pero luego se paró y miró a Dulac desconcertado. La expresión de ira de sus ojos se mudó en algo que Dulac habría denominado «temor», si no hubiera sabido que era totalmente imposible-. Malagon -repitió Dulac.
Tander bajó el brazo despacio.
– De eso no sé nada -aseguró-. Sólo es una vieja leyenda.
Y Tander se calló; pero Sander, su hijo pequeño, dijo:
– Una antigua fortaleza, arriba, muy al norte.
– ¿En el país de los pictos?
– No -respondió Sander-. De camino hacia allí. Dicen que está embrujada.
– ¿Embrujada?
– Espíritus y demonios deambulan por allí, y por las noches se ven luces extrañas. Algunos caminantes que buscaban refugio tras sus muros desaparecieron para siempre.
– ¡Tontas supersticiones! -dijo Tander-. ¡Cerrad la boca de una vez y a trabajar, los dos!
Dulac ignoró sus palabras y se dirigió a Sander.
– ¿En el norte, dices?
– En la costa -afirmó Sander-. Las personas de la vecindad evitan pasar por allí, pero se dice que…
– ¡Ya basta de una vez! -dijo Tander autoritario.
Dulac miró a Sander con agradecimiento y se volvió, pero Tander debía de haber superado su desconcierto, porque lo agarró por el brazo y tiró de él con violencia.
– ¿Puedo preguntarte adonde demonios vas? -siseó.
– Tengo que irme -respondió Dulac-. Arturo me ha enviado aquí con un encargo. Pero espera mi regreso. ¿Le digo que en lugar de hacer lo que me ha ordenado he tenido que quedarme a recoger tu cocina?
Tander le soltó de mala gana.
– Desaparece de una vez -gruñó-. Pero no te creas que te vas a salir con la tuya tan fácilmente. Hablaremos de esto.
Dulac no se tomó la molestia de responder. Simplemente se dio la vuelta, salió de la casa y fue directamente al granero. Cuando atravesó el umbral, una bola de pelo le salió al encuentro ladrando sin parar. Por lo visto, Lobo no había abandonado el granero en todo el día.
– ¿Has estado vigilando, no es cierto? -preguntó Dulac-. Te has portado bien.
Lobo saltó moviendo la cola y esperó que su amo le acariciara en señal de agradecimiento. Pero Dulac no tenía tiempo para él.
Con el corazón latiéndole a toda velocidad, se aproximó al montón de paja donde había escondido la armadura. Sentía un miedo terrible ante lo que iba a hacer, pero no había elección. Al fin y al cabo, Dagda le imbuía la fuerza para hacerlo.
A pesar de ello sus manos temblaban tanto, que le costó un esfuerzo ímprobo separar la paja y sacar las piezas de la armadura. Por un instante pasó por su mente la idea de ponérsela, pero enseguida decidió lo contrario. No había olvidado las palabras tan crueles que Tander había utilizado al hablar del rey. Dado el ánimo que reinaba ahora mismo en Camelot, no sería muy inteligente por su parte cruzar la ciudad ataviado con una armadura.
Además, eso le haría perder unos minutos preciosos hasta conseguir vestirla por completo.
Fue al otro lado del granero, cogió un saco vacío y guardó allí las piezas lo mejor que pudo. A pesar del tamaño y el peso de las mismas, el sacó le sorprendió por su ligereza cuando se lo colgó al hombro y salió del granero. Lobo lo siguió agitando la cola, pero con una expresión irritada en sus ojos.
Dulac se puso en camino hacia la Puerta Norte. Evitó las calles principales y atajó por callejones y patios traseros; aun así, se cruzó con numerosas personas, muchas de las cuales le miraron con recelo. Tal vez imaginaban que llevaba el producto de una rapiña en su saco; una sospecha que tenía su razón de ser. El saqueo era uno de los delitos más despreciables de los que Dulac tenía noticia, y también uno de los más extendidos.
Pero nadie le dirigió la palabra. Tal vez porque el huérfano que dormía sobre la paja y trabajaba en el castillo era conocido en toda la ciudad, pero quizá se tratara de algo más. Posiblemente la misma causa que había impedido que Tander le pegara. A Dulac le daba lo mismo. Lo principal era que nadie le detuviera.
Abandonó la ciudad sin complicación alguna y se puso en camino hacia un bosquecillo cercano. Una vez que se aseguró de que estaba solo, extendió el contenido de su saco por el suelo para examinar de nuevo pieza a pieza. No había motivo para ello; salvo ganar tiempo antes de ponérsela.
Lo que le producía más miedo era pensar que después no recordaría nada de lo ocurrido. En lo más profundo de sí mismo hacía tiempo que Dulac había decidido que nadie más que él era el Caballero de Plata que Evan había visto en la orilla del lago y también el que había salvado a Uther de los pictos; o para ser más exactos: la armadura. Pero ninguna armadura, por muy encantada que estuviese, se movía sola. El chico seguía sin recordar nada; sin embargo, tenía que haber sido la propia armadura la que le había obligado a colocársela. No era la armadura la que estaba a su servicio, sino él al servicio de la armadura. Un pensamiento que le resultaba desasosegante. Preferiría cortarse la mano derecha antes que ponerse de nuevo esa cosa mágica, pero se trataba de la vida de Ginebra. Y, además, las palabras de Dagda en su último aliento de vida le obligaban a vestirse la armadura para neutralizar el poder del hada Morgana.
Con el corazón palpitando dentro de su pecho, se fue poniendo las distintas piezas, se ciñó el cincho con la espada y se ató el escudo a la espalda. Por último, levantó el yelmo del suelo. De pronto, se asombró de no haberse dado cuenta antes de que aquella no era una armadura normal y corriente. ¡Había podido respirar bajo el agua gracias a su casco!
Dulac apartó aquellos pensamientos de su mente, cerró los ojos y se puso el casco. Unos instantes después, levantó los párpados contando con encontrarse horas o días más tarde, y en otro lugar completamente distinto. Sin embargo, estaba en el mismo sitio y había pasado justo el tiempo necesario para ponerse el yelmo y abrir los ojos.
Dulac respiró aliviado, se levantó la visera y probó a andar unos pasos. Le resultó mucho más sencillo de lo que pensaba. No tenía la sensación de llevar una armadura. Más bien le parecía que un atuendo de piel suave se pegaba a su cuerpo.
Su mano rozó la espada y sintió algo. Como si una energía invisible corriera por su mano, algo que brotaba directamente de la espada y le confería fuerzas casi invencibles.
Levantó la mano de la espada, pero le costó un gran esfuerzo. Habría preferido mil veces desenvainarla, para hincarla en carne caliente, viva, dejar que la hoja bebiera la sangre de un cuerpo, para medir así sus fuerzas…
Dulac cerró los ojos y apretó los párpados tanto que unos rayos de luz cruzaron la oscuridad. Al mismo tiempo, presionó los puños dentro de los guanteletes con tanta fuerza que le dolieron. Aquella avidez que sentía en su interior desapareció poco a poco, y en su lugar quedó un vago temor. La armadura -y mucho más la espada- estaban misteriosamente encantadas. Sólo esperaba conseguir dominar esa magia.
No tenía otra elección.
Dulac retrocedió un paso en dirección al bosque, y se quedó parado de nuevo al darse cuenta de que había cometido un error. Había demostrado ser muy cauteloso poniéndose la armadura fuera de la ciudad, pero también muy estúpido al no haberse hecho con ningún caballo. ¡Cómo iba a hacer el camino hasta Malagon a pie!
Detrás de él sintió unos golpes sordos. Se dio la vuelta, asustado.
A pocos pasos, había un vigoroso caballo, protegido por una barda plateada. Era un animal hermoso, tan grande como el del rey, pero mucho más elegante. De su testera sobresalía una especie de punzón de plata retorcida, del tamaño de un palmo más o menos, que le otorgaba el aspecto de un mítico unicornio. Su barda y su gualdrapa estaban adornadas por el mismo símbolo, constantemente repetido, que también aparecía en el escudo que llevaba Dulac a la espalda. Una aureola suave, realmente singular, rodeaba al animal. Era como una luz proveniente de un mundo extraño, que por un momento dibujó su contorno y después desapareció. El animal agitó la cabeza, lo miró con sus ojos grandes y sagaces, y resopló invitándole a acercarse.
– Sí, sí, ya voy -dijo Dulac-. Tienes razón. No tenemos mucho tiempo -mientras se puso al costado del caballo e, impulsándose de un salto, se sentó sobre la silla, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa, una sonrisa se esbozó en sus labios-. Menos mal que no se me ha ocurrido desear un dragón -suspiró.