Dagda estaba tumbado de espaldas, con los ojos semicerrados. Se encontraba tan bañado en sudor que tenía la camisola pegada al cuerpo; sus hundidas mejillas conferían a su rostro el aspecto de una calavera. Sus labios estaban agrietados y secos. El olor pestilente que flotaba en el ambiente provenía de él.
– Por el amor de Dios -gimió Dulac-. ¡Dagda! ¿Qué te ocurre?
Dejó la vela sobre la mesilla junto a la cama, se inclinó sobre él y comenzó a golpear su hombro mientras gritaba ininterrumpidamente su nombre. El anciano se quejó y su cabeza se movió a izquierda y derecha, pero sus ojos permanecieron vacíos.
Evan apareció en la puerta, con una tea encendida entre las manos. La luz roja expulsó las sombras, pero remarcó todavía más la impresión de enfermedad y debilidad del rostro de Dagda.
– ¡Dios mío! -soltó Evan-. ¿Qué…?
– ¡Cierra la boca! -le ordenó Dulac-. Deja aquí la tea y corre arriba a avisar al vigilante. ¡Dagda está enfermo! Tiene que despertar a Sir Galahad. Él conoce el arte de la sanación.
– ¿Sir Galahad? -preguntó Evan dubitativo-. ¡Pero es un caballero!
– ¡Vete de una vez! -esta vez Dulac le gritó tan fuerte que Evan casi tiró la tea al suelo. Luego, se giró y salió corriendo, con la tea entre las manos por supuesto.
Dulac se inclinó sobre la cama otra vez. Dagda gimió débilmente. En su cuello una vena palpitaba tan fuerte como si fuera a estallar, y sus labios intentaron pronunciar algunas palabras. Sus uñas arañaron la sábana de lino rústico que cubría la cama.
Dulac cada vez estaba más atemorizado. Desde hacía días sabía que algo no iba bien con Dagda, pero tal como lo veía ahora parecía más próximo a la muerte que a la vida.
El joven miró a su alrededor tiritando. Como Evan se había llevado la tea, la oscuridad había vuelto a la habitación, y con ella las sombras. Formaban un cerco en torno al tembloroso círculo de luz de la vela, y de nuevo volvió a percibir la presencia de algo incorpóreo e increíblemente poderoso. Y también, casi no se atrevía ni a imaginarlo, malvado…
Dagda abrió los ojos entre gemidos y sus pupilas parecieron reconocerle.
– ¿Lan… celot? -murmuró.
– ¿Lancelot? -se extrañó Dulac. ¿Quién era ése? Sacudió la cabeza-. Soy yo, Dagda, Dulac. ¿No me reconoces?
– Lancelot Dulac -repitió Dagda, aunque pronunció el nombre de Dulac de forma extraña, algo así como «Di lac».
– ¡Yo soy Dulac! -insistió el joven.
– Ese es tu nombre completo -murmuró Dagda. Le costaba mucho esfuerzo hablar-. Lancelot del Lago. Nadie, salvo yo, lo conoce. Ni siquiera Arturo. Hace tiempo que te lo tenía que haber dicho, pero…
«Realmente tenía que habérmelo dicho hace mucho tiempo», pensó Dulac con amargura.
– ¿Qué te sucede, Dagda? -preguntó.
– Me muero, tonto -respondió Dagda.
– Ni se te ocurra decirlo -dijo Dulac enfadado-. Estás enfermo, no es más que eso.
– Mi enfermedad se llama «años» -aseguró Dagda. Intentó incorporarse y, para asombro de Dulac, lo consiguió. Sus hombros se hundieron sin fuerza hacía delante. Se le veía increíblemente viejo-. Trescientos años son suficientes, ¿no te parece?
Dulac abrió los ojos. ¿Qué había dicho Dagda? ¿Trescientos años? ¡Imposible! La fiebre le hacía delirar.
– Pero el momento es realmente inoportuno -añadió Dagda en medio de una tos seca-. No quiero decir que haya un momento oportuno para morir, pero éste es especialmente inoportuno. No ahora que Mordred está llevando sus planes adelante.
Levantó la cabeza y, en un primer instante, Dulac creyó que le miraba, pero cuando empezó a hablar, comprendió que su vista iba más allá, a la ondulante oscuridad que se extendía tras él.
– Ha sido un buen intento, Hada Morgana -dijo-. Pero todavía no estoy acabado. Eres más fuerte que yo, pero la fuerza no lo es todo. La magia negra nunca vencerá a la luz.
Dulac miró nervioso hacia atrás. A su alrededor no había nada más que la oscuridad y el misterioso movimiento que le parecía percibir era sin duda producto de sus nervios. Dagda tenía mucha fiebre y deliraba, eso era todo.
– Ve y… tráeme unas hierbas del saquito verde -dijo Dagda tartamudeando-. Y un vaso de agua -intentó sonreír-. No tengas miedo. Me moriré, pero no ahora mismo. No, si haces fuego y me traes mi medicina. Hace un frío espantoso aquí.
Dulac se levantó deprisa e hizo lo que Dagda le había encargado.
Una vez que encontró la bolsita de piel y se la llevó a Dagda con el agua, encendió media docena de velas más y llevó un brazado de leña seca a la chimenea. En el espacio de pocos minutos crepitaba una fogata cuyas llamas ahuyentaron no sólo la frialdad sino también las inquietantes sombras del lugar. Por su parte, Dagda echó unas pocas hierbas en el vaso y removió el líquido durante un buen rato mientras iba murmurando unas palabras que Dulac no supo si se trataba de un conjuro o simplemente del parloteo sin sentido de un viejo.
Cuando el chico se levantó de la chimenea, se abrió la puerta y aparecieron Sir Galahad y el rey Arturo. Parecía que habían trasnochado y en sus rostros tenían una expresión de miedo rayana al pánico.
– ¡Dagda! -gritó Arturo-. ¿Qué os ocurre?
– ¡El chico ha dicho que estabais muy enfermo! -añadió Galahad. Tras ellos sonaron pasos. Por lo que parecía, Evan había despertado a medio castillo.
Dagda tosió antes de responder:
– Tal vez haya exagerado un poco…
Arturo le transmitió una mirada de enfado a Dulac, pero Dagda movió la mano en un gesto apaciguante.
– No debéis tenérselo en cuenta. Tengo un poco de fiebre y seguramente he hablado en sueños. Estaba preocupado por mí.
– Has hecho bien en avisarnos -dijo Galahad antes de que Arturo pudiera hablar. Se acercó con pasos rápidos a Dagda, le puso la mano en la frente y estuvo un rato muy atento.
– ¿Un poco de fiebre? Estáis ardiendo, Dagda. ¡Estáis muy enfermo!
– ¡Tonterías! -le contradijo Dagda tosiendo. Intentó apartar la mano de Galahad, pero le fallaron las fuerzas.
– Tal vez deberíamos ir a buscar un médico -propuso Evan. Había entrado tras Galahad con aspecto de preferir estar en un lugar muy alejado de allí.
– Dagda es el médico de Camelot -dijo Arturo y se quedó un rato pensativo-, Galahad, llévalo al salón del trono. Allí hace más calor que aquí. Y tú, chico -se volvió a Dulac-. Pon agua al fuego y prepárale a Dagda una sopa caliente. Utiliza los mejores ingredientes. Dagda tiene que reponer sus fuerzas.
– Yo… yo no sé cocinar, señor -respondió Dulac.
– Pues ya es hora de que aprendas -dijo Arturo y con una mirada de reojo a Dagda, añadió-: Tus dotes de cocinero no pueden ser peores que las suyas.
– Te he oído -dijo Dagda.
La luz del sol que, a través de las altas cristaleras, inundaba el salón del trono iluminaba una escena inusual para esa hora. En la chimenea ardía un fuego recién encendido, aunque el ambiente ya era cálido y, por eso, los caballeros habían ocupado su lugar en la Tabla Redonda, de tal modo que Dulac y Evan, que sin demora había adoptado las labores de criado, no daban abasto para mantener las copas llenas de vino y cerveza. Nadie pensaba que hubiera algo mejor para desayunar. Aunque había muchos, no estaban todos los caballeros de Camelot. No acostumbraba a suceder que los cincuenta y seis se encontraran a la vez en el castillo.
Entre los cuarenta comensales reunidos entorno a la mesa, había que contar a Uther, Ginebra y al propio Arturo. Dagda reposaba en un sillón junto a la chimenea. A pesar del calor de las llamas, se había envuelto en una manta que no impedía que todo su cuerpo tiritara. Su estado era lamentable.
Evan se retiró el sudor de la frente y silbó entre dientes.
– ¡Bufff! -hizo cerrando los ojos-. No tenía ni idea de que tuvieras que trabajar tanto…
– Yo tampoco -respondió Dulac.
Evan lo miró irritado, se ahorró la respuesta y agarró la jarra de vino al ver que uno de los caballeros le miraba haciéndole un gesto con la mano. Dulac y él se habían retirado a un rincón de la grandiosa sala para que no pareciera que espiaban a los caballeros en sus conversaciones. A pesar de eso, entendían cada palabra que Arturo y los caballeros se decían, aunque fuera en voz baja, pues la sala tenía una acústica perfecta. Pero así eran las complicadas reglas de la etiqueta.
Dulac tenía otro motivo más para actuar de forma discreta. Ese motivo era Ginebra, que estaba sentada en la silla situada entre la de Uther y la de Arturo, vistiendo una sencilla túnica de color azul. Aunque llevaba la cara semioculta por un velo, Dulac creía a veces sentir su mirada como el roce de una mano invisible. Su corazón latía si miraba en su dirección y cuando antes le había servido la bebida, sus manos habían temblado tanto que estuvo a punto de verter el vino. Evitaba incluso aproximarse a ella. Arturo tendría que estar ciego para no notar que Ginebra era para él mucho más que uno de los múltiples invitados de la nobleza que pisaban Camelot.
Evan rellenó las copas y tuvo que volver a contar -era por lo menos la vigésima quinta vez que lo hacía- la historia de su encuentro con el Caballero de Plata. Todos los ojos estaban fijos en sus labios, sólo Ginebra aprovechó la oportunidad para mirar a Dulac.
Dulac habría preferido que no lo hubiera hecho. ¿Por qué lo torturaba así? Desde que la había visto por primera vez, era prácticamente lo único en lo que podía pensar, pero tenía perfectamente claro que se trataba de un deseo inalcanzable. Ojalá nunca se hubiera encontrado con ella.
Dagda sacó la mano de debajo de la manta y le hizo una seña. Dulac cogió la jarra y se dirigió hacia él, aunque para hacerlo dio un gran rodeo para evitar la mesa.
– Dame un sorbo de agua -pidió Dagda.
– Entonces tengo que… -empezó Dulac, pero Dagda le interrumpió con un gesto cansado pero que no admitía réplica.
– El vino también servirá -dijo.
Dulac le llenó la copa, pero Dagda bebió un pequeño sorbo, sólo para humedecer sus labios. Cuando Dulac iba a girarse, hizo un gesto con la cabeza mientras le indicaba:
– Quédate.
Dulac dejó la jarra y se colocó en el otro lado del sillón. El calor que irradiaba de la chimenea era casi insoportable. Sin embargo, podía oír el castañeteo de los dientes de Dagda.
– Tengo que hablar contigo -dijo Dagda despacio-, pero no aquí. Después volveré a mi aposento. Espera unos minutos y ven. Es importante.
Antes de que pudiera responder, Dulac vio por el rabillo del ojo que Ginebra se levantaba y se acercaba hacia ellos con pasos rápidos. Mientras lo hacía, se apartó el velo de la cara y el corazón de Dulac comenzó a latir con más fuerza todavía. El rostro de la joven estaba pálido y muy serio, pero era tan hermoso como en su memoria; por no decir más. Cuando se cruzaron sus miradas, tuvo que contenerse para no responderle con una sonrisa reluciente o, mejor todavía, ir a su encuentro y estrecharla entre sus brazos.