– Otra vez no -gimió al reconocer a Mike, Evan y Stan. Aquellos tres estúpidos debían de haber estado esperándole toda la noche-. ¿No tenéis otra cosa que hacer que pelearos conmigo?
Con toda seguridad no tenían otra intención más que acabar lo que habían comenzado la tarde anterior. Pero sucedía algo curioso: Dulac no tenía miedo. Era como si… supiera que no era preciso temer a aquellos simples camorristas.
– ¿Pelearnos contigo? -Mike se aproximó negando con la cabeza-. ¿Cómo se te ocurre que te vayamos a levantar la mano? ¿Estando como estás bajo la protección del rey? No haríamos jamás algo así.
– ¿Qué queréis? -preguntó Dulac desafiante.
– Queríamos quitarte un poquito de trabajo -sonrió Mike y señaló con la cabeza a Evan-. El rey te ordenó buscar a Evan y llevarlo a su presencia, ¿no es cierto? Le había prometido una recompensa.
– Y por una recompensa hacéis lo que sea -dijo Dulac.
Los ojos de Mike se estrecharon.
– ¿A qué te refieres?
Dulac se habría mordido la lengua, pero ya era tarde.
– ¿Cómo lo sabéis? -interrogó en vez de responder a la pregunta de Mike.
– Uno tiene sus fuentes -sonrió Mike-. Eres el recadero de Arturo, ¿no?
– Si lo quieres llamar así.
– Quiero -aceptó Mike-. Entonces, ¿qué? ¿Acompañas a Evan a ver al rey o no?
– A él sí -respondió Dulac-. ¡Pero a vosotros no!
Evan iba a llevarse la mayor sorpresa de su vida si el rey descubría el verdadero motivo de su presencia en el lago. Dulac no sabía todavía muy bien cómo hacérselo saber sin confesar la parte que se refería a él, pero estaba seguro de que se le ocurriría la manera.
– Lo que tu digas, mozo de cocina -con una mueca, Mike hizo un gesto de invitación a Evan-. Marchaos de una vez.
Dulac titubeó un momento, luego adelantó a Mike e intercambió una significativa mirada con Evan.
– ¡Eh, mozo! -llamó Mike cuando llevaban ya andados unos cuantos pasos.
Dulac se paró y se dio la vuelta.
– ¿Sí?
– No te muestres tan seguro -dijo Mike-. Arturo te protege, pero quién sabe, tal vez cambien los tiempos.
– Tal vez -dijo Dulac. «Para ti, seguro», añadió en su pensamiento. En cuanto Arturo conociera la verdad, Mike y sus dos amigos se pudrirían en la mazmorra más profunda del castillo. Siguió andando.
– No tendrías que provocarle sin necesidad -dijo Evan cuando llevaban un rato caminando y Mike ya no podía oírlos-. Mike es muy rencoroso. Todavía no te ha perdonado lo de ayer.
– Yo tampoco -contestó Dulac.
– Es distinto -afirmó Evan, sacudiendo la cabeza para reforzar sus palabras-. Mike es peligroso. No soporta perder.
– ¿Por qué estás con él, entonces? -preguntó Dulac de mala gana. No quería conversar con Evan, tenía miedo de que se le escapara alguna cosa que no debía decir.
Evan dudó durante un buen rato, antes de responder:
– Yo mismo no lo sé. Siempre ha sido así.
– ¿Qué? -preguntó Dulac-. ¿Que tú haces lo que Mike dice, sin pensarlo?
– Tú también haces siempre lo que dice el rey, sin replantearte sus órdenes, ¿no? -dio Evan por respuesta.
– ¡Hay una buena diferencia!
– ¿Sí? -cuestionó Evan-. Mi padre dice que todas las personas siempre necesitan a alguien que les diga lo que tienen que hacer. Por eso, tenemos reyes.
– Tu padre es un hombre inteligente -dijo Dulac con ironía-. Pero no parece que haya engendrado a un hijo muy inteligente que se diga. Mike no es ningún rey, ¿sabes?
– ¿Y? -Evan no se había ofendido-. Me ha dicho que Arturo no es rey de nacimiento, sino que viene de una familia sencilla.
– No sé nada de eso -respondió Dulac-. ¿Por qué no se lo preguntas tú mismo?
Evan parpadeó y su rostro pareció perder algo de color, pero no comentó nada más y también Dulac permaneció callado un largo rato. Únicamente cuando ya se vislumbraba Camelot en la distancia, rompió el incómodo silencio.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– Depende -dijo Evan.
– El Caballero de Plata -dijo Dulac-. Cuando lo encontraste en el lago, ¿qué sucedió exactamente?
Evan se quedó quieto y lo observó con la cabeza erguida.
– ¿Cómo sabes que me encontré con él en el lago? -preguntó.
Dulac se habría dado de bofetadas, pero era muy tarde para tragarse sus palabras.
– Lo contaste tú mismo, cuando hablaste con Arturo -aseguró.
– No, no lo hice -respondió el chico-. Nadie lo sabe. Sólo… -sus ojos se agrandaron y se puso lívido-. Tú estabas allí -murmuró-. Tú… tú…
– Os espié a Mordred y a ti, sí -le interrumpió Dulac. No tenía sentido seguir mintiendo.
– Entonces… ¿me vas a descubrir? -balbuceó Evan.
– Te lo estás ganando a pulso -respondió Dulac-. Pero creo que no lo haré. Imagino que a estas alturas ya habrás comprendido que es mejor no hacer negocios con los pictos. Una vez que te marchaste, Mordred ordenó a uno de los suyos que fuera en tu busca y te matara. Luego me fui corriendo. No esperaba verte vivo otra vez.
– Yo tampoco, la verdad -dijo Evan conmocionado-. El picto me atacó, efectivamente, pero eso es todo lo que te puedo contar.
– ¿Y el Caballero de Plata?
Evan encogió los hombros.
– Cuando me desperté, el picto estaba tirado en el suelo sobre un charco de sangre y el caballero desconocido, inclinado sobre mi cuerpo, me daba golpes en la cara para que volviera en mí -explicó Evan-. Todavía me duelen todos los dientes.
– ¿Podrías reconocer su cara? -preguntó Dulac.
Evan negó con la cabeza.
– Llevaba el yelmo -dijo.
– ¿Qué te dijo?
– No mucho. Sólo que cabalgara a Camelot y avisara a Arturo. Y eso hice -nervioso, se mojó los labios con la lengua-. ¿Vas a… vas a descubrirme?
– No -contestó Dulac tras pensar unos segundos-. No, si tú no cuentas que estaba en el lago.
– Claro que no -dijo Evan aliviado-. No sé ni de qué lago me estás hablando.
Dulac amagó una sonrisa. Las muestras de alivio de Evan le parecían casi ridículas, pero de pronto comprendió que en los últimos minutos el chico había sentido literalmente el pánico de la muerte.
Y tal vez con motivo.
Hasta aquel instante Dulac no lo había pensado, pero lo que él y los otros dos habían hecho podría interpretarse perfectamente como alta traición. Un delito penado con la muerte.
– No -volvió a decir-. No voy a descubrirte. Pero en el futuro te vas a mantener alejado de Mike y de Stan, ¿está claro?
– De acuerdo -dijo Evan inmediatamente-. Tenlo por seguro. Y en lo que se refiere a la recompensa, ya no la quiero. Quizá… quizá sea mejor que me vaya ahora.
– Arturo te quiere ver -respondió Dulac-. ¿Tengo que decirle que no tienes tiempo para él?
A ese comentario, Evan reaccionó únicamente con una mirada de miedo. Siguieron caminando.
Camelot permanecía oscura y en silencio cuando alcanzaron el castillo, pero al contrario que el día anterior, cuando había ido allí con Ginebra, un guardia les impidió la entrada. Aunque su rostro mostraba ojeras de cansancio, parecía muy despierto y le preguntó a Dulac con voz ruda qué había venido a buscar.
– El rey quería hablar con Evan -respondió el joven mientras señalaba al chico que tenía a su lado. Estaba un poco asustado ante el brusco comportamiento del soldado, pero al mismo tiempo le tranquilizaba. Arturo no era tan despreocupado como creían muchos.
– ¿A estas horas? -el centinela adoptó una expresión desconfiada-. Falta todavía una hora para que salga el sol.
– Lo sé -respondió Dulac-. Antes queríamos hablar con Dagda. Evan tiene que ayudarme. Se esperan muchos invitados en el castillo. Es demasiado trabajo para mí solo.
El vigilante meditó un momento, luego asintió:
– De acuerdo. Pero no hagas ruido. El castillo entero está durmiendo.
– Claro que no -aseguró Dulac. Hizo un gesto a Evan-: Ven.
Traspasaron deprisa el arco, recorrieron el patio y bajaron las escaleras.
– ¿Trabajo? -preguntó Evan-. ¿Qué sinsentido es ese? ¡Yo no soy mozo de cocina!
– Quiero que hables con Dagda -respondió Dulac-. Tienes que contarle lo del Caballero de Plata. Es muy importante.
– ¿Por qué va a ser importante que le cuente algo a un cocinero? -se asombró Evan.
– Hazlo sin más -contestó Dulac-. Y ahora cállate.
Cruzaron la cocina y se dirigieron a la derecha para acceder al cuarto de Dagda. Dulac se movía deprisa y tan silencioso como podía, pero Evan, que no conocía aquellas estancias, se tropezaba en todas partes y soltaba de vez en cuando algún gemido de dolor. Dulac lo miraba resignado.
– ¿Qué es esto? -gruñó Evan-. ¿Un trastero? ¿Y qué es esta peste tan asquerosa? ¡Voy a acabar mareándome!
– El caldero de Dagda -respondió Dulac-. Puedes fregarlo. Esa será tu primera tarea. Y ahora cállate.
Evan obedeció, aunque emitiendo un resoplido de disgusto. Dulac alcanzó la puerta en medio de la oscuridad y la empujó con precaución.
El cuarto estaba en una absoluta penumbra, pero se notaba un olor fétido y enseguida oyó una respiración ronca entrecortada por algunos gemidos amortiguados.
– ¿Dagda? -llamó en la oscuridad.
No recibió respuesta, pero los gemidos se repitieron.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Evan.
– Nada -contestó Dulac-. Quédate ahí. No te preocupes.
Se dio la vuelta, palpó en medio de la oscuridad hasta encontrar lo que buscaba: dos pedernales y una astilla de madera, de los que Dagda tenía distribuidos por toda la cocina para que en cualquier momento se pudiera encender la luz sin problemas. Frotó los pedernales un par de veces hasta que prendió la astilla, sopló para atizar el fuego y, finalmente, tomó una vela de la alacena. Cuando prendió la mecha, le pasó la astilla a Evan, diciéndole:
– Enciende más velas. Y haz un fuego en la chimenea. Hace frío.
Evan parecía muy turbado, pero hizo lo que Dulac le decía, y éste levantó la vela y atravesó el umbral. La palpitante llama amarilla provocaba más sombras que luz y en un primer momento a Dulac le pareció que había algo grande, incorpóreo, humeante, que se desprendía de la delgada figura postrada en la cama y volaba de nuevo hacia el lugar sombrío del que procedía. Un escalofrío gélido recorrió su espalda. Dulac ahuyentó sus malos pensamientos, levantó la mano ante la llama de la vela, para que no se apagara, y se aproximó con pasos rápidos hacia la cama de Dagda.
A pesar de que lo esperaba, lo que vio le dejó helado de espanto.