Después Linda se puso a vivir con un tipo llamado Larry y Anne alquiló un pequeño apartamento en Berkeley, cerca de la cafetería. Aparentemente las cosas iban bien, pero Anne sabía que estaba a punto de estallar. Lo percibía en sus sueños, cada vez más extraños, en su estado de ánimo que por entonces se hizo propenso a la melancolía, en su humor, cambiante, caprichoso. Por aquellos días salió con un par de tipos, pero la experiencia fue decepcionante. A veces iba a ver a Paul, pero pronto interrumpió las visitas pues los encuentros empezaban bien pero casi siempre terminaban con escenas violentas (Paul rompiendo sus dibujos, tal vez un cuadro) o con ataques de lágrimas, autorrecriminaciones y tristeza. A veces pensaba en Rubén y se reía de lo ingenua que había sido. Un día conoció a un tipo llamado Charles y se hicieron amantes.
Charles era todo lo contrario de Paul, recuerda Anne, aunque en el fondo se parecían como dos gotas de agua. Charles era negro y no tenía ingresos de ningún tipo. Le gustaba hablar y sabía escuchar. A veces se pasaban toda la noche haciendo el amor y conversando. A Charles le gustaba hablar de su infancia y de su adolescencia, como si allí presintiera un secreto que había pasado por alto. Anne, por el contrario, prefería hablar de lo que le estaba ocurriendo en ese preciso momento de su vida. Y también le gustaba hablar de sus temores, del estallido que avizoraba agazapado detrás de un día cualquiera. En la cama, recuerda Anne, las relaciones fueron tan insatisfactorias como siempre. Los primeros días, tal vez por la novedad, la experiencia fue agradable, alguna noche tal vez incluso arrebatadora, pero después todo volvió a ser como siempre. En este punto Anne cometió lo que visto desde cierta perspectiva considera un error monumental. Le dijo a Charles lo que le ocurría en la cama, lo que sentía con todos los hombres con que se había acostado, incluido él. Charles al principio no supo qué decirle, pero al cabo de los días sugirió que ya que no sentía nada podía al menos sacar algo de provecho material de su situación. Anne tardó algunos días en comprender que lo que Charles le sugería era que se dedicara a la prostitución.
Posiblemente aceptó por la ternura que le inspiraba Charles en aquellos días. O porque le pareció emocionante probarlo. O porque supuso que aquello aceleraría el estallido. Charles le compró un vestido rojo y unos zapatos de tacón del mismo color y se compró una pistola porque consideraba, así se lo dijo a Anne, que un chulo sin pistola no era nada. Anne vio la pistola cuando iban en el coche, desde Berkeley a San Francisco, al abrir la guantera para buscar algo, cigarrillos tal vez, y se asustó. Charles le aseguró que no tenía por qué asustarse, que la pistola era un seguro de vida para ella y para él. Después Charles le indicó el hotel adonde debía llevar a los clientes, dio un par de vueltas con ella por el barrio y la dejó en la entrada de un bar en donde los tipos solían ir a buscar mujeres. Él se marchó posiblemente a otro bar, a divertirse con sus amigos, aunque a Anne le dijo que iba a estar permanentemente al acecho.
Nunca en su vida, recuerda Anne, había sentido tanta vergüenza como cuando entró en el bar y se sentó en la barra, sabiendo que estaba allí a la caza de su primer cliente y sabiendo que todos los que estaban en el bar lo sabían. Odió el vestido rojo, odió los zapatos rojos, odió la pistola de Charles, odió el estallido que se anunciaba pero que nunca venía. Sin embargo tuvo fuerzas para pedir un martini doble y suficiente entereza como para ponerse a hablar con el camarero. Hablaron sobre el aburrimiento. El camarero parecía saber mucho sobre el tema. Poco después se unió a la conversación un tipo de unos cincuenta años, parecido a su padre, sólo que más bajo y más gordo, de quien Anne no recuerda el nombre o tal vez nunca lo supo, pero a quien llamaremos Jack. Éste pagó la bebida de Anne y luego la invitó a salir. Cuando Anne ya se disponía a bajar del taburete, el camarero se le acercó y le dijo que tenía algo importante que comunicarle. Anne pensó que se le había ocurrido algo sobre el aburrimiento y quería decírselo al oído. En efecto, el camarero se estiró desde el otro lado de la barra y le susurró al oído que nunca más volviera a pisar aquel bar. Cuando el camarero volvió a su posición normal, él y Anne se miraron a los ojos y luego Anne dijo de acuerdo y se marchó. El tipo que se parecía a su padre la esperaba en la acera. Fueron en el coche de él al hotel que previamente le había señalado Charles. Durante el corto trayecto Anne no paró de mirar las calles como si fuera una turista. Sin demasiada esperanza esperaba divisar en algún portal o en la entrada de un callejón a Charles, pero no lo vio y decidió que seguramente su chulo se encontraba en un bar.
El encuentro con el tipo que se parecía a su padre fue breve y para sorpresa de Anne no careció de ternura. Cuando el tipo se marchó Anne cogió un taxi y volvió a su casa. Esa noche le dijo a Charles que todo se había acabado, que no quería volver a verlo. Charles era muy joven, recuerda Anne, y su mayor ilusión, aparentemente, era tener una puta, pero se lo tomó bien aunque estuvo a punto de echarse a llorar. Tiempo después, cuando Anne trabajaba en el turno de noche en una cafetería de Berkeley, volvió a verlo. Iba con unos amigos y se estuvieron riendo de ella. Esto molestó a Anne mucho más que todas sus anteriores peleas. Charles vestía ropa barata, por lo que era muy posible que no hubiera hecho carrera en el mundo de la prostitución, aunque Anne prefirió no preguntárselo.
Los años siguientes fueron bastante movidos, recuerda Anne. Durante un tiempo estuvo viviendo con unos amigos en una cabaña cerca del lago Martis, volvió a acostarse con Paul, hizo un curso de Literatura Creativa en la universidad. A veces llamaba a sus padres a Great Falls. A veces sus padres aparecían en San Francisco y pasaban dos o tres días con ella. Susan se había casado con un farmacéutico y ahora vivía en Seattle. Paul se dedicaba a la venta de material para ordenadores. A veces Anne le preguntaba por qué no volvía a pintar y Paul prefería no contestarle. También realizó algunos viajes fuera del país. Estuvo en México en un par de ocasiones. Viajó en una furgoneta a Guatemala, en donde la policía la tuvo retenida veinticuatro horas y uno de los amigos que iban con ella recibió una paliza. Estuvo en Canadá unas cinco veces, en el área de Vancouver, en casa de una amiga que como Linda escribía cuentos infantiles y que deseaba apartarse del mundo. Pero siempre volvía a San Francisco y fue allí donde conoció a Tony.
Tony era coreano, de Corea del Sur, y trabajaba en un taller de ropa en donde la mayoría de los empleados eran ilegales. Era amigo de un amigo de Paul o de Linda o de algún compañero de la cafetería de Berkeley, Anne no lo recuerda, sólo recuerda que fue un amor a primera vista. Tony era muy suave y muy sincero, el primer hombre sincero que Anne conocía, tan sincero que a la salida de un cine (era una película de Antonioni, era la primera vez que iban juntos al cine) le confesó sin ningún rubor que se había aburrido y que era virgen. Cuando se acostaron por primera vez, sin embargo, Anne quedó sorprendida por la sabiduría sexual demostrada por Tony, mucho mejor amante que todos los que hasta entonces había tenido.
Al poco tiempo se casaron. Anne nunca había pensado en el matrimonio, pero lo hizo para que Tony pudiera legalizar su situación en el país. Sin embargo no se casaron en California. Emprendieron un largo viaje a Taiwan, en donde Tony tenía parientes y allí celebraron las nupcias. Después Tony viajó a Corea a visitar a su familia y Anne viajó a Filipinas a visitar a una amiga de la universidad que vivía desde hacía años en Manila, casada con un prestigioso abogado filipino. Cuando volvieron a los Estados Unidos se establecieron en Seattle, donde Tony tenía parientes y donde con sus ahorros, con los ahorros de Anne y con el dinero que le dieron sus padres puso una frutería.
Vivir con Tony, recuerda Anne, era como vivir en una balsa de aceite. Afuera se desataba cada día una tempestad, la gente vivía con la amenaza constante de un terremoto personal, todo el mundo hablaba de catarsis colectiva, pero ella y Tony se introdujeron en un agujero en donde la serenidad era posible. Breve, dice Anne, pero posible.
Un apunte curioso: a Tony le encantaban las películas pornográficas y solía ir en compañía de Anne, a quien nunca antes, por supuesto, se le había ocurrido visitar un cine de este tipo. De las películas pornográficas le chocó el que los hombres siempre eyacularan afuera, en los pechos, en el culo o en la cara de sus compañeras. Las primeras veces sentía vergüenza de ir a esta clase de cines, algo que no parecía experimentar Tony, para el cual si las películas eran legales uno no debía sentir ningún tipo de pudor. Finalmente Anne se negó a acompañarlo y Tony siguió visitando estos cines solo. Otro apunte curioso: Tony era muy trabajador, más trabajador (de lejos) que cualquiera de los otros amantes que Anne había tenido en su vida. Y otro: Tony jamás se enfadaba, jamás discutía, como si considerara absolutamente inútil tratar de que otra persona compartiera su punto de vista, como si creyera que todas las personas estaban extraviadas y que era pretencioso que un extraviado le indicara a otro extraviado la manera de encontrar el camino. Un camino que no solamente nadie conocía sino que probablemente ni siquiera existía.
Un día a Anne se le acabó el amor por Tony y se marchó de Seattle. Volvió a San Francisco, volvió a dormir con Paul, se acostó con otros hombres, vivió un tiempo en casa de Linda. Tony estaba desesperado. Cada noche la llamaba por teléfono y quería saber por qué lo había dejado. Cada noche Anne se lo explicaba. Simplemente las cosas habían sucedido así, el amor se acaba, tal vez ni siquiera fue amor lo que los unió, ella necesitaba otras cosas. Durante varios meses Tony siguió llamándola y preguntándole por las causas que la habían llevado a romper con el matrimonio. En una ocasión la llamó una hermana de Tony y humildemente, recuerda Anne, le pidió que le diera otra oportunidad a su hermano. La hermana de Tony le dijo que había llamado a sus padres a Great Falls y que ya no sabía qué otra cosa hacer. Anne se quedó helada ante la noticia, pero al mismo tiempo le pareció de una calidez extraordinaria. Al final la hermana de Tony se puso a llorar, se disculpó por la llamada (era pasada medianoche) y colgó.
Tony viajó a San Francisco dos veces intentando convencerla de que volviera. Las conversaciones telefónicas fueron innumerables. Finalmente Tony pareció aceptar lo inevitable, pero siguió llamándola. Le gustaba hablar de su viaje a Taiwan, de su matrimonio, de las cosas que vieron, le preguntaba a Anne cómo era Filipinas y él a su vez le contaba cosas de Corea del Sur. A veces se arrepentía de no haberla acompañado a Filipinas y Anne tenía que recordarle que ella lo había preferido así. Cuando Anne le preguntaba por la frutería, por la marcha del negocio, Tony contestaba con monosílabos y rápidamente cambiaba de conversación. Una noche volvió a llamarla la hermana de Tony. Al principio Anne sólo oía un murmullo y le rogó que hablara más alto. La hermana de Tony subió la voz, pero apenas, y le dijo que Tony se había suicidado esa mañana. Después le preguntó, con un tono en el que no se adivinaba ni una brizna de rencor, si pensaba acudir al entierro. Anne dijo que sí. A la mañana siguiente, en vez de coger un avión para Seattle tomó uno que al cabo de unas horas la dejó en México D.F. Tony tenía veintidós años.