Según Anne, Bill la llamaba a cualquier hora del día y casi siempre terminaba insultándola, casi siempre terminaban insultándose. En las últimas llamadas Bill había amenazado con ir a Girona y matarla. Lo que resultaba paradójico, decía, era que la que iba rumbo a Seattle era ella, aunque bien mirado casi no le quedaban amigos a quienes visitar allí. Del argelino no decía nada, pero yo supuse que allí estaba, junto a ella, o eso preferí suponer para no sufrir pesadillas.
Después ya no tuve noticias de ella.
Pasaron varios meses. Me cambié de casa. Me fui a vivir a la costa, a un pueblito que en los sesenta Juan Marsé elevó a la categoría de mito. Tenía mucho trabajo y muchos problemas como para hacer algo relativo a Anne Moore. Creo que hasta me casé.
Por fin, un día cogí un tren y volví a la gris Girona y al pequeño ático de Anne. Tal como imaginaba, fue una desconocida la que me abrió la puerta. Por supuesto, no tenía idea de quién era la antigua inquilina. Antes de irme le pregunté si en el edificio vivía un caballero ruso, un señor ya mayor, y la desconocida me dijo que sí, que llamara a una de las puertas del segundo.
Me atendió un señor muy mayor que apenas andaba apoyado aparatosamente en un enorme bastón de encina, que más que bastón parecía un báculo o un instrumento de lucha. Recordaba a Anne Moore. De hecho, recordaba casi todas las cosas que habían sucedido en el siglo XX, aunque eso, admitió, no era digno de ponderación. Le expliqué que hacía mucho no sabía nada de ella y que acudía a él en busca de alguna información. Poca información tengo, dijo, sólo unas cartas desde América, un gran país en el que me hubiera gustado vivir más tiempo. Aprovechó el pie para contarme sucintamente los años que había vivido en Nueva York y sus andanzas como croupier en Atlantic City. Después recordó las cartas y me hizo un té mientras se demoraba en buscarlas. Por fin apareció con tres postales. Todas de América, dijo. No sé en qué momento comprendí que estaba completamente loco. Me pareció lógico, dentro de lo que cabía. Me pareció justo y me relajé, anticipándome al final.
El ruso me extendió las tres postales por encima del té humeante. Estaban en orden de llegada, estaban escritas en inglés. La primera era de Nueva York. Reconocí la letra de Anne. Decía las cosas de siempre y terminaba rogándole que se cuidara, que comiera todos los días y asegurándole que lo recordaba y que le enviaba besos. La postal era una foto de la Quinta Avenida. La segunda postal era de Seattle. Una vista aérea del puerto. Y mucho más escueta que la primera y también más ininteligible. Entendí que hablaba de exilios y de crímenes. La tercera postal era de Berkeley, de una tranquila calle del Berkeley bohemio, según rezaba en la leyenda. Estoy viendo a mis antiguos amigos y haciendo otros nuevos, decía la clara caligrafía de Anne Moore. Y terminaba igual que la primera, recomendándole al querido Alexéi que se cuidara y que no se olvidara de comer todos los días, aunque fuera sólo un poco.
Miré al ruso con tristeza y curiosidad. Él me devolvió la mirada con simpatía. ¿Ha seguido usted sus consejos?, dije. Por supuesto, siempre sigo los consejos de una dama, respondió.