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Por aquella época Bill vino a visitarla. Era la primera vez que salía de Estados Unidos y durante un mes se dedicó a viajar por Europa. No le gustó. Tampoco le gustó, recuerda Anne, el ambiente de Vilademuls, aunque Dan y Christine eran personas sencillas, de hecho Dan se parecía bastante a Bill, había trabajado durante un tiempo en la construcción, había tenido experiencias similares a las de Bill y se consideraba a sí mismo, injustificadamente, un tipo duro. Pero a Bill no le gustó Dan y probablemente a Dan tampoco le gustó Bill aunque se guardó de demostrarlo. El reencuentro, recuerda Anne, fue bonito y triste, pero en el fondo, añadió, esas palabras apenas alcanzaban para definir algo indefinible. Por esos días la vi por primera vez. Yo estaba en un bar de la Rambla de Girona, en La Arcada, y vi entrar a Bill y luego la vi entrar a ella. Bill era alto, de piel atezada y tenía el pelo completamente blanco. Anne era alta, delgada, con los pómulos levantados y el pelo castaño y muy liso. Se sentaron en la barra y yo a duras penas pude desviar la mirada de ellos. Hacía mucho que no veía a un hombre y a una mujer tan hermosos. Tan seguros de sí mismos. Tan distantes e inquietantes. Todo el bar La Arcada debería haberse arrodillado ante ellos, pensé.

Poco después volví a ver a Bill, iba caminando por una calle de Girona y por supuesto ya no parecía tan hermoso. Más bien parecía con sueño y con prisa. Y algunos días más tarde, mientras bajaba de mi casa en La Pedrera, vi a Anne. Ella subía y durante unos segundos nos miramos. Por entonces, recuerda Anne, había dejado la escuela de idiomas y daba clases particulares de inglés y estaba ganando bastante dinero. Bill se había marchado y ella vivía frente al bar Freaks y frente al cine Ópera, en la parte vieja de Girona.

Creo que a partir de entonces comenzamos a encontrarnos a menudo. Y aunque no nos hablábamos nos reconocíamos. Supongo que en algún momento, tal como acostumbran los habitantes de una ciudad pequeña, comenzamos a saludarnos.

Una mañana, mientras yo conversaba en la Rambla con Pep Colomer, un viejo pintor de Girona, Anne se detuvo y me habló por primera vez. No recuerdo qué fue lo que nos dijimos, tal vez nuestros nombres, nuestros países de origen, al final la invité a cenar esa noche en mi casa. Era Navidad o faltaba poco y yo preparé una pizza y compré una botella de vino. Hablamos hasta muy tarde. Fue entonces cuando Anne me contó que había estado en México en varias ocasiones. En general, sus aventuras se parecían mucho a las mías. Anne creía que esto se debía a que una vida, o una juventud, la que fuera, siempre se parecía a otra, aunque existieran diferencias objetivas e incluso antagónicas. Yo preferí pensar que de alguna manera ella y yo habíamos recorrido el mismo mapa, las mismas guerras floridas, una educación sentimental común. A las cinco de la mañana, tal vez más tarde, nos fuimos a la cama e hicimos el amor.

De golpe Anne se convirtió en algo importante en mi vida. El sexo fue el pretexto las dos primeras semanas, pero luego comprendí que por encima de nuestros encuentros amorosos lo que realmente nos atraía el uno al otro era la amistad. Por aquella época solía ir a su casa a eso de las ocho de la noche, cuando ella acababa con su última clase particular, y nos quedábamos conversando hasta la una o las dos. En medio ella preparaba bocadillos y descorchábamos una botella de vino, y escuchábamos música o bajábamos al Freaks a seguir bebiendo y hablando. En la puerta de ese bar se juntaban muchos de los yonquis de Girona, y no era extraño ver deambulando por los alrededores a los chicos malos locales, pero Anne solía recordar a tipos malos de San Francisco, tipos malos de verdad, y yo solía recordar a los de México y nos reíamos mucho aunque ahora, la verdad, no sé de qué nos reíamos, tal vez de estar vivos, nada más. A las dos de la mañana nos despedíamos y yo subía hasta mi casa en lo alto de La Pedrera.

Una vez la acompañé al médico, a la Clínica Dexeus, en Barcelona. Por aquellos días yo salía con otra chica y Anne salía con un arquitecto de Girona, pero no me extrañó (me halagó) que al entrar en la sala de espera me susurrara que probablemente me confundirían con su marido. Una vez fuimos juntos a Vilademuls. Anne quería que conociera a Gloria, pero Gloria no apareció ese fin de semana. En Vilademuls, sin embargo, descubrí algo que hasta entonces sólo sospechaba: Anne podía ser diferente, podía ser otra. Fue un fin de semana atroz. Anne bebía sin parar. Dan entraba y salía de su cuarto sin dar mayores explicaciones (estaba escribiendo) y yo tuve que soportar a una ex alumna catalana de Christine o de Dan, la típica imbécil de Barcelona o de Girona que era más norteamericana que los norteamericanos.

Al año siguiente Anne viajó a los Estados Unidos. Iba a ver a sus padres y a su hermana a Great Falls y luego iría a Seattle a ver a Bill. Recibí una postal de Nueva York, luego una postal de Montana, pero ninguna postal de Seattle. Más tarde recibí una carta de San Francisco en la que me contaba que su encuentro con Bill en Seattle había sido desastroso. La imaginé escribiendo la carta en el piso de Linda o en el piso de Paul, bebiendo, tal vez llorando, aunque Anne no solía llorar.

Cuando volvió se trajo algunas cosas de los Estados Unidos. Una tarde me las enseñó: eran los diarios que había empezado a escribir poco después de su llegada a San Francisco hasta poco después de su primer encuentro con Bill y Ralph. En total, treintaicuatro cuadernos de algo menos de cien hojas escritos por las dos caras con una caligrafía pequeña y rápida y en donde no escaseaban los dibujos, los planos (planos de qué, le pregunté al verlos por primera vez: planos de casas ideales, planos de ciudades imaginarias o de barrios imaginarios, planos de los caminos que debía seguir una mujer y que ella no había seguido), las citas.

Los diarios quedaron en un cajón de la sala y paulatinamente los fui hojeando, en presencia de Anne, hasta convertir mis visitas en algo bien extraño: llegaba, me sentaba en la sala, Anne ponía música o se ponía a beber y yo me dedicaba a leer los diarios en silencio. Sólo de vez en cuando hablábamos, generalmente para preguntarle algo que no entendía, giros y palabras desconocidas. Sumergirse en aquella escritura, delante de la autora, a veces era doloroso (daban ganas de arrojar los cuadernos y acudir a su lado y abrazarla), pero la mayor parte de las veces era estimulante, aunque no podría especificar qué era lo que estimulaba. Era como irse afiebrando imperceptiblemente. Daban ganas de gritar o de cerrar los ojos, pero la caligrafía de Anne tenía la virtud de coserte la boca y de clavarte cerillas en los párpados de tal manera que no podías evitar seguir leyendo.

Uno de los primeros cuadernos estaba dedicado íntegramente a hablar de Susan y las palabras horror o amor fraterno no alcanzan a describirlo. Dos cuadernos estaban escritos tras el suicidio de Tony y eran una interpelación y una disquisición sobre la juventud, el amor, la muerte, los paisajes ya borrosos de Taiwan y de Filipinas (en donde no estuvo con Tony), las calles y los cines de Seattle, los atardeceres privilegiados de México. Un cuaderno condensaba su primera experiencia con Bill y no me atreví a mirarlo. Mi opinión, por supuesto, fue mediocre. Deberías publicarlos, dije y después creo que me encogí de hombros.

Por aquellos días uno de los temas recurrentes de Anne era la edad, el tiempo que pasaba, los años que le faltaban para cumplir cuarenta. Al principio creí que sólo era coquetería (¿cómo podía una mujer como Anne Moore preocuparse por llegar a la cuarentena?), pero no tardé en darme cuenta de que su temor era algo real. En una ocasión vinieron sus padres, pero yo no estaba en Girona y cuando volví Anne y sus padres se habían marchado a Italia, Grecia, Turquía.

Poco después la relación de Anne con el arquitecto terminó de manera muy civilizada y ella empezó a salir con un antiguo alumno, un técnico de una empresa de importación de maquinaria. Era un tipo silencioso y bajo de estatura, demasiado bajo para Anne, con una diferencia que un cursi diría no sólo física sino metafísica, pero consideré una impertinencia el decírselo. Creo que por entonces Anne tenía treintaiocho y el técnico tenía cuarenta y ésa era su principal virtud, ser mayor que ella. Uno de aquellos días me marché definitivamente de Girona y cuando volví Anne ya no vivía en el piso de enfrente del cine Ópera. No le di mayor importancia, ella conocía mi nueva dirección, pero durante mucho tiempo no supe nada.

Durante los meses en que no la vi, Anne Moore viajó por Europa y África, tuvo un accidente de coche, dejó al técnico de importación de maquinaria, recibió la visita de Paul, recibió la visita de Linda, empezó a acostarse con un argelino, tuvo una infección en las manos y en los brazos de origen nervioso, leyó varios libros de Willa Cather, de Eudora Welty, de Carson McCullers.

Un día finalmente apareció por mi casa. Yo estaba en el patio, quitando maleza, y de pronto sentí sus pasos y me di vuelta y allí estaba Anne.

Esa tarde hicimos el amor como una manera de disimular la pura alegría que sentíamos de volver a encontrarnos. Días después fui yo a verla a Girona. Vivía ahora en la parte nueva de la ciudad, en un ático minúsculo, y me contó que tenía de vecino a un viejo ruso, un tipo llamado Alexéi, la persona más dulce y educada que jamás había conocido. Llevaba el pelo muy corto y no hacía nada para disimular las canas. Le pregunté qué había ocurrido con su preciosa melena. Parecía una vieja hippie, dijo.

Estaba a punto de viajar a Estados Unidos. En esta ocasión la iba a acompañar el argelino y creo que tenían problemas para obtener su visado en el consulado norteamericano de Barcelona. Así que el asunto va en serio, le dije. No me respondió. Dijo que en el consulado creían que el argelino pensaba quedarse a vivir para siempre en Estados Unidos. ¿Y no es así?, dije yo. No, no es así, dijo ella.

El resto del tiempo pasó casi sin darnos cuenta. Ya no recuerdo qué nos dijimos, qué nos contamos, cosas sin importancia, seguramente. Luego me marché y nunca más la volví a ver. Al cabo de un tiempo recibí una carta suya, escrita en español, desde Great Falls. Me contaba que su hermana Susan se había suicidado con una sobredosis de barbitúricos. Sus padres y el compañero de su hermana, un carpintero de Missoula, estaban destrozados y no entendían nada. Pero yo prefiero callar, decía, no tiene sentido añadir a este dolor más dolor o añadir al dolor tres enigmas diminutos. Como si el dolor no fuera suficiente enigma o como si el dolor no fuera la respuesta (enigmática) de todos los enigmas. Poco antes de abandonar España, decía, y con esto ponía punto final a la muerte de Susan, había recibido varias llamadas de Bill.

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