El padre de Anne Moore luchó por la democracia en un barco hospital, en el Pacífico, desde 1943 hasta 1945. Su primera hija, Susan, nació mientras él navegaba por el mar de Filipinas, poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Después volvió a Chicago y en 1948 nació Anne. Pero Chicago no le gustaba al doctor Moore y tres años más tarde se marchó junto con toda su familia a Great Falls, en el estado de Montana.
Allí creció Anne y su infancia fue apacible, pero también extraña. En 1958, cuando tenía diez años, vio por primera vez el rostro de carbón, el rostro manchado de tierra (así lo define ella, indistintamente), de la realidad. Su hermana tenía un novio llamado Fred, de quince años. Un viernes Fred llegó a casa de los Moore y dijo que sus padres se habían marchado de viaje. La madre de Anne dijo que no le parecía correcto dejar solo en casa a un chico que apenas era un adolescente. El padre de Anne opinó que Fred ya era un hombrecito y que sabía cuidarse solo. Esa noche Fred cenó en casa de los Moore y luego estuvo en el porche conversando con Susan y Anne hasta las diez. Antes de marcharse se despidió de la señora Moore. El doctor Moore ya se había acostado.
Al día siguiente Susan y Anne dieron una vuelta por el parque en el coche de los padres de Fred. Según me contó Anne, el estado de ánimo de Fred era notablemente distinto del exhibido la noche anterior. Ensimismado, casi sin decir nada salvo monosílabos, parecía haber reñido con Susan. Durante un rato estuvieron en el coche sin hacer nada, en silencio, Fred y Susan en la parte de adelante y Anne en la parte de atrás, y luego Fred propuso que fueran a su casa. Susan no contestó y Fred puso en marcha el coche y estuvieron dando vueltas por las calles de un barrio pobre que Anne no conocía, como si Fred se hubiera perdido o como si en el fondo, pese a haberlas invitado, en realidad no quisiera llevarlas a su casa. Durante el trayecto, recuerda Anne, Susan no miró ni una sola vez a Fred, todo el rato se lo pasó mirando por la ventanilla, como si las casas y las calles que se iban sucediendo lentamente fueran un espectáculo único. Tampoco Fred, la vista clavada al frente, miró ni una sola vez a Susan. Tampoco pronunciaron una sola palabra ni la miraron a ella, en el asiento de atrás, aunque en una ocasión, una sola, la niña que entonces era Anne capturó el fulgor de los ojos de Fred, que la observó brevemente por el espejo retrovisor.
Cuando por fin llegaron a la casa ni Fred ni Susan hicieron ademán de bajarse. Incluso la forma en que Fred estacionó el coche, junto al bordillo de la acera y no en el garaje, invitaba a una cierta provisionalidad en los actos, a una interrupción de la continuidad. Como si al estacionar el coche de esa forma, Fred nos permitiera y se permitiera a sí mismo un tiempo extra para pensar, recuerda Anne.
Después (pero Anne no recuerda cuánto tiempo pasó) Susan se bajó del coche, le ordenó a ella que hiciera lo mismo, la cogió de la mano y se marcharon de allí sin despedirse. Cuando llevaban varios metros de distancia, Anne se volvió y vio la nuca de Fred, en el mismo lugar, sentado al volante, como si aún estuviera conduciendo, la vista fija al frente, dice Anne, aunque puede que entonces tuviera los ojos cerrados o puede que los tuviera entornados o que mirara el suelo o que estuviera llorando.
Volvieron a casa caminando y Susan, pese a sus preguntas, no le quiso dar ninguna explicación de su actitud. Esa tarde a Anne no le hubiera extrañado ver aparecer a Fred en el jardín de su casa. En otras ocasiones había sido testigo de peleas entre éste y su hermana mayor y el rencor nunca fue duradero. Pero Fred no apareció ese sábado, ni el domingo, y el lunes no fue a clases, según confesaría Susan más tarde. El miércoles la policía detuvo a Fred por conducir en estado de ebriedad en la parte baja de Great Falls. Después de ser interrogado, dos policías fueron a su casa y encontraron a los padres muertos, la madre en el cuarto de baño y el padre en el garaje. El cadáver de este último estaba a medio envolver en mantas y cartones, como si Fred pensara deshacerse de él en los próximos días.
A raíz de este crimen, Susan, que al principio mantuvo una entereza notable, se derrumbó y durante varios años estuvo visitando psicólogos. Anne, por el contrario, siguió igual que siempre, aunque el incidente o la sombra del incidente resurgiría en el futuro de manera intermitente. Pero por el momento ni siquiera soñó con Fred y si soñó tuvo la cautela de olvidar el sueño apenas entraba en la vigilia.
A los diecisiete años Anne se marchó a estudiar a San Francisco. Dos años antes lo había hecho Susan, matriculada en Medicina, en Berkeley: compartía un apartamento con otras dos estudiantes en la parte sur de Oakland, cerca de San Leandro y muy de vez en cuando escribía a sus padres. Cuando Anne llegó encontró a su hermana en un estado deplorable. Susan no estudiaba, durante el día dormía y por las noches desaparecía hasta bien entrada la mañana siguiente. Anne se matriculó en Literatura Inglesa e hizo un curso de Pintura Impresionista. Por las tardes se puso a trabajar en una cafetería de Berkeley. Los primeros días vivió en el mismo cuarto que su hermana. En realidad hubiera podido estar así indefinidamente. Susan dormía durante el día, en las horas en que Anne estaba en la universidad, por las noches rara vez aparecía por la casa, por lo que Anne ni siquiera tuvo que instalar otra cama en el cuarto. Pero al cabo de un mes Anne se fue a vivir a la calle Hackett, en Berkeley, cerca de la cafetería en donde trabajaba y dejó de ver a su hermana, aunque a veces la llamaba por teléfono (eran las otras chicas del piso las que siempre contestaban las llamadas, recuerda Anne) para saber cómo estaba, para darle noticias de Great Falls, para saber si necesitaba algo. Las pocas veces que habló con Susan ésta estaba borracha. Una mañana le dijeron que Susan ya no vivía allí. Durante quince días la buscó por todo Berkeley y no la halló. Finalmente una noche llamó a sus padres, en Great Falls, y fue Susan quien contestó el teléfono. La sorpresa de Anne fue mayúscula. En cierto modo se sintió defraudada y traicionada. Susan había abandonado definitivamente los estudios y ahora quería rehacer su vida en una ciudad tranquila y decente, le dijo. Anne le aseguró que cualquier cosa que ella hiciera estaría bien hecha, aunque en realidad creyó que su hermana estaba muy mal y que había tirado buena parte de su vida por la borda.
Poco después conoció a Paul, un pintor nieto de anarquistas judío-rusos, y se fue a vivir con él. Paul tenía una casita de dos plantas, en la primera estaba su estudio en donde se amontonaban grandes cuadros que jamás terminaba y en la segunda había una habitación-sala-comedor muy grande, y una cocina y un baño muy pequeños. Por supuesto, no era el primero con el que se acostaba, antes había salido con un compañero de Pintura Impresionista que fue quien le presentó a Paul y en Great Falls había sido novia de un jugador de baloncesto y de un chico que trabajaba en una panadería. De este último creyó por un tiempo estar enamorada. Se llamaba Raymond y la panadería era de su padre. En realidad, en la familia de Raymond los panaderos se remontaban, ininterrumpidamente, a varias generaciones. Raymond estudiaba y trabajaba, pero cuando se graduó decidió dedicarse a la panadería a tiempo completo. Según Anne, no era un estudiante sobresaliente, pero tampoco era malo. Y lo que más recuerda de Raymond, del Raymond de aquellos años, es su orgullo en lo tocante a su oficio y al oficio de su familia, en una zona en donde la gente ciertamente se enorgullece de muchas cosas, pero no de ser panadero.
La relación entre Anne y Paul fue peculiar. Anne tenía diecisiete años, pronto iba a cumplir los dieciocho y Paul tenía veintiséis. En la cama tuvieron problemas desde el principio. En verano Paul solía ser impotente, en invierno tenía eyaculación precoz, en otoño y en primavera el sexo no le interesaba. Así lo cuenta Anne y también dice que nunca hasta entonces había conocido a nadie tan inteligente. Paul sabía de todo, sabía de pintura, de historia de la pintura, de literatura, de música. A veces era insoportable, pero también sabía cuándo era insoportable y tenía entonces la virtud de encerrarse en el estudio y ponerse a pintar durante todo el tiempo que estuviera insoportable; cuando volvía a ser el Paul de siempre, encantador, conversador, cariñoso, dejaba de pintar y salía con Anne al cine o al teatro o a las múltiples conferencias y recitales que por entonces se daban en Berkeley y que parecían preparar el espíritu de la gente para los años decisivos que se acercaban. Al principio vivían de lo que ganaba Anne en la cafetería y de una beca que tenía Paul. Un día, sin embargo, decidieron viajar a México y Anne dejó su trabajo.
Estuvieron en Tijuana, en Hermosillo, en Guaymas, en Culiacán, en Mazatlán. Allí se detuvieron y alquilaron una casita cerca de la playa. Todas las mañanas se bañaban, por las tardes Paul pintaba y Anne leía y por las noches iban a un bar norteamericano, el único de allí, llamado The Frog, frecuentado por turistas y estudiantes de California y en donde se quedaban bebiendo hasta altas horas de la noche y discutiendo con personas a las que normalmente ni siquiera hubieran dirigido la palabra. En The Frog compraban marihuana a un tipo mexicano delgado y que siempre iba vestido de blanco, y al que no dejaban entrar en el bar, que esperaba a sus clientes en el interior de su coche estacionado en la acera de enfrente, junto a un árbol seco. Más allá de ese árbol no había ningún edificio sino la oscuridad, la playa y el mar.
El tipo delgado se llamaba Rubén y a veces cambiaba la marihuana por casetes de música que probaba en el mismo radiocasete del coche. No tardaron en hacerse amigos. Una tarde, mientras Paul pintaba, apareció por la casita de la playa y Paul le pidió que posara para él. A partir de ese momento nunca más tuvieron que pagar por la marihuana que consumían, aunque a veces Rubén llegaba por la mañana y no se iba hasta bien entrada la noche, lo que para Anne resultaba molesto, pues no sólo tenía que cocinar para una persona más sino que, en su opinión, el mexicano le quitaba intimidad a la vida paradisiaca que habían planeado hacer.
Al principio Rubén sólo hablaba con Paul, como si intuyera que su presencia no era grata para Anne, pero con el paso de los días se hicieron amigos. Rubén hablaba algo de inglés y Anne y Paul practicaban con él el rudimentario español que ya sabían. Una tarde, mientras nadaban, Anne sintió que Rubén le tocaba las piernas por debajo del agua. Paul estaba en la playa, mirándolos. Cuando Rubén emergió la miró a los ojos y le dijo que estaba enamorado de ella. Ese mismo día, lo supieron después, se ahogó un chico que solía ir a The Frog y con el que ellos habían conversado en un par de ocasiones.