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– ¿El deber?

– El deber, la obligación, el mantenimiento del orden, nuestro trabajo, en una palabra. ¿O preferís cobrar por estar sentado?

– Nunca me gustó estar sentado, tengo una araña en el poto, pero precisamente por eso mismo debí haberme largado.

– ¿Y entonces en Chile quedarían hombres?

– No me tome por loco, compadre, y menos teniendo el volante.

– Usted tranquilo y la vista al frente. ¿Pero qué tiene que ver Chile en esta historia?

– Tiene que ver todo y puede que me quede corto.

– Me estoy haciendo una idea.

– ¿Te acuerdas del 73?

– Era en lo que estaba pensando.

– Allí los matamos a todos.

– Mejor no aceleres tanto, al menos mientras me lo explicas.

– Poco es lo que hay que explicar. Llorar, sí, explicar, no.

– De todas maneras, conversemos que el viaje es largo. ¿A quiénes matamos en el 73?

– A los gallos de verdad de la patria.

– No es para tanto, compadre. Además, nosotros fuimos los primeros, ¿ya no te acordái que estuvimos presos?

– Pero no fueron más de tres días.

– Pero fueron los tres primeros días, la verdad, yo estaba cagado.

– Pero nos soltaron a los tres días.

– A algunos no los soltaron nunca, como al inspector Tovar, el huaso Tovar, un gallo valiente, ¿te acuerdas?

– ¿A ése lo fondearon en la Quiriquina?

– Eso le dijimos a la viuda, pero la verdad nunca se supo.

– Eso es lo que a veces me mata.

– Para qué hacerse mala sangre.

– Se me aparecen los muertos en los sueños, se me mezclan con los que no están ni vivos ni muertos.

– ¿Cómo que no están ni vivos ni muertos?

– Quiero decir los que han cambiado, los que han crecido, nosotros mismos sin ir más lejos.

– Ahora te entiendo, ya no somos niños, eso quieres decir.

– Y a veces tengo la impresión de que no voy a poder despertar, de que la he cagado ya para siempre.

– Ésas son fijaciones, no más, compadre.

– Y a veces me da tanta rabia que hasta busco a un culpable, tú ya me conoces, esas mañanas en que aparezco con cara de perro, busco al culpable, pero no encuentro a nadie o para peor encuentro al equivocado y me hundo.

– Ya, ya, te he visto.

– Entonces le echo la culpa a Chile, país de maricones y asesinos.

– Pero qué culpa tienen los maricones, quieres decirme.

– Ninguna, pero todo sirve.

– No comparto tu punto de vista, la vida ya es suficientemente dura tal como es.

– Y entonces pienso que este país se fue al diablo hace tiempo, que los que estamos aquí nos quedamos para sufrir pesadillas, sólo porque alguien tenía que quedarse y apechugar con los sueños.

– Cuidado que ahora viene una cuesta. No me mires, yo no digo nada, mira al frente.

– Y es entonces cuando pienso que en este país ya no quedan hombres. Es como un flash. No quedan hombres, sólo quedan durmientes.

– Y qué me decís de las mujeres.

– Usted a veces parece tonto, compadre, me refiero a la condición humana, genéricamente, lo que incluye a las mujeres.

– No sé si te he entendido.

– Mira que he sido claro.

– O sea que en Chile ya no quedan hombres ni mujeres que sean hombres.

– No es eso, pero se le parece.

– Me parece que las chilenas se merecen un respeto.

– ¿Pero quién le está faltando el respeto a las chilenas?

– Usted, compadre, sin ir más lejos.

– Pero si yo sólo conozco chilenas, cómo les voy a faltar el respeto.

– Eso es lo que dice usted, pero aténgase a las consecuencias.

– ¿Por qué te pones tan susceptible?

– Yo no me pongo susceptible.

– Me dan ganas de parar y partirte la jeta.

– Eso se tendría que ver.

– Joder, qué noche más bonita.

– No me huevees con la noche. ¿Qué tiene que ver la noche?

– Debe ser por la luna llena.

– No me vengái con indirectas. Yo soy bien chileno y no me ando por las ramas.

– Ahí te equivocas: todos somos bien chilenos y ninguno se baja de las ramas. Un boscaje para cagarse de miedo.

– Tú lo que eres es un pesimista.

– ¿Y cómo quieres que no lo sea?

– Hasta en las peores horas se ve la luz. Eso creo que lo dijo Pezoa.

– Pezoa Véliz.

– Hasta en los momentos más negros hay un poco de esperanza.

– La esperanza se fue a la mierda.

– La esperanza es lo único que no se va a la mierda.

– Pezoa Véliz, ¿sabes de lo que me estoy acordando?

– ¿Cómo voy a saberlo, compadre?

– De los primeros días en Investigaciones.

– ¿De la comisaría en Concepción?

– De la comisaría de la calle del Temple.

– De esa comisaría sólo recuerdo a las putas.

– Yo nunca me acosté con una puta.

– ¿Cómo puede decir eso, compadre?

– Me refiero a los primeros días, a los primeros meses, después ya me fui maleando.

– Pero si además era gratis, cuando te acuestas con una puta sin pagar es como si no te acostaras con una puta.

– Una puta es una puta siempre.

– A veces me parece que a ti no te gustan las mujeres.

– ¿Cómo que no me gustan las mujeres?

– Lo digo por el desprecio con el que te referís a ellas.

– Es que al final las putas siempre me amargan la vida.

– Pero si son la cosa más dulce del mundo.

– Ya, por eso las violábamos.

– ¿Te estái refiriendo a la comisaría de la calle del Temple?

– Justo en eso estoy pensando.

– Pero si no las violábamos, nos hacíamos un favor mutuo. Era una manera de matar el tiempo. A la mañana siguiente ellas se iban tan contentas y nosotros quedábamos aliviados. ¿No te acuerdas?

– Me acuerdo de muchas cosas.

– Peores eran los interrogatorios. Yo nunca quise participar.

– Pero si te lo hubieran pedido hubieras participado.

– No te digo ni que sí ni que no.

– ¿Te acuerdas del compañero de liceo que tuvimos preso?

– Claro que me acuerdo. ¿Cómo se llamaba?

– Fui yo el que se dio cuenta que estaba entre los detenidos, aunque todavía no lo había visto personalmente. Tú sí y no lo reconociste.

– Teníamos veinte años, compadre, y hacía por lo menos cinco que no veíamos al loco ese. Arturo creo que se llamaba. Él tampoco me reconoció a mí.

– Sí, Arturo, a los quince se fue a México y a los veinte volvió a Chile.

– Qué mala cueva.

– Qué buena cueva, caer justo en nuestra comisaría.

– Bueno, ésa es una historia muy vieja, ahora todos vivimos en paz.

– Cuando vi su nombre en la lista de los presos políticos, supe en el acto que se trataba de él. No existen muchos apellidos como el suyo.

– Fíjate bien en lo que estái haciendo, si te parece cambiamos de asiento.

– De inmediato me dije éste es nuestro viejo condiscípulo Arturo, el loco Arturo, el huevón que se fue a México a los quince años.

– Bueno, creo que él también se alegró de que nosotros estuviéramos allí.

– Cuando tú lo viste estaba incomunicado y lo alimentaban los otros presos. ¿Cómo no se iba a alegrar?

– La verdad es que se alegró.

– Me parece que lo estoy viendo.

– Pero si tú no estabas allí.

– Pero tú me lo contaste. Le dijiste ¿tú eres Arturo Belano, de Los Ángeles, provincia de Bío-Bío? Y él te contestó sí, señor, yo soy.

– Lo que son las cosas, a mí ya se me había olvidado.

– Y entonces tú le dijiste ¿no te acordái de mí, Arturo?, ¿no sabís quién soy, huevón? Y él te miró como diciéndose ahora me torturan a mí o yo qué le he hecho a este tira conchaesumadre.

– Me miró como con miedo, es verdad.

– Y te dijo no, señor, no tengo ni idea, pero ya comenzó a mirarte de otra manera, separando las aguas fecales del pasado, como diría el poeta.

– Me miró como con miedo, eso es todo.

– Y entonces tú le dijiste soy yo, huevón, tu compañero de liceo, de Los Ángeles, de hace cinco años, ¿no me reconoces?, ¡soy Arancibia! Y él hizo como un esfuerzo muy grande porque habían pasado muchos años y en el extranjero le habían pasado muchas cosas, más las que le estaban pasando en la patria, y francamente no conseguía ubicar tu rostro, recordaba rostros que tenían quince años, no veinte, y además tú nunca fuiste muy amigo suyo.

– Era amigo de todos, pero se codeaba con los más gallos.

– Tú nunca fuiste muy amigo suyo.

– Pero me hubiera encantado, ésa es la pura verdad.

– Y entonces él dijo Arancibia, claro, hombre, Arancibia, y aquí viene lo más divertido, ¿verdad?

– Depende. Al compañero que iba conmigo no le hizo ninguna gracia.

– Te cogió de los hombros y te dio un golpe en el pecho que te hizo recular por lo menos tres metros.

– Un metro y medio. Como en los viejos tiempos.

– Y tu compañero se le abalanzó, claro, pensando que el pobre huevón se había vuelto loco.

– O que pretendía fugarse, en aquella época éramos tan sobrados que no nos quitábamos las pistolas para pasar lista.

– O sea que tu compañero pensó que te quería quitar la pistola y se le fue encima.

– Pero no le llegó a pegar, yo le avisé que era un amigo.

– Y entonces te pusiste tú también a darle palmaditas y le dijiste que se tranquilizara y le contaste lo bien que nos lo estábamos pasando.

– Sólo le conté lo de las putas, qué jóvenes éramos entonces.

– Le dijiste cada noche me tiro a una puta en los calabozos.

– No, le dije que armábamos malones, que culiábamos hasta la amanecida. Siempre que tocara guardia, claro.

– Y él seguro que te dijo fantástico, Arancibia, fantástico, no me esperaba menos de ti.

– Algo por el estilo, cuidado con esa curva.

– Y tú le dijiste qué haces aquí, Belano, ¿no te habías ido a vivir a México? Y él te dijo que había vuelto, y por supuesto que era inocente, como cualquier ciudadano.

– Me pidió que le hiciera la gauchada de dejarlo telefonear.

– Y tú lo dejaste llamar por teléfono.

– Esa misma tarde.

– Y le hablaste de mí.

– Le dije: Contreras también está aquí y él creyó que tú estabas preso.

– Encerrado en un calabozo, dando alaridos a las tres de la mañana, como el gordo Martinazzo.

– ¿Quién era Martinazzo? Ya no me acuerdo.

– Uno que teníamos de paso. Si Belano era de sueño ligero escucharía sus gritos cada noche.

– Pero yo le dije no, compadre, Contreras es detective también, y le soplé al oído: pero de izquierdas, no se lo digas a nadie.

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