Seis meses después, termina su historia Pancho Monge, William Burns fue asesinado por desconocidos.
– ¿Qué armas te gustan a ti?
– Todas, menos las armas blancas.
– ¿Quieres decir cuchillos, navajas, dagas, corvos, puñales, cortaplumas, cosas de ese tipo?
– Sí, más o menos.
– ¿Cómo que más o menos?
– Es una forma de hablar, huevón. Sí, ninguna de ésas.
– ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Pero cómo es que no te gustan los corvos.
– No me gustan y ya está.
– Pero si son las armas de Chile.
– ¿Los corvos son las armas de Chile?
– Las armas blancas en general.
– No me huevee, compadre.
– Te lo juro por lo más sagrado, el otro día leí un artículo que lo afirmaba. A los chilenos no nos gustan las armas de fuego, debe ser por el ruido, nuestra naturaleza es más bien silenciosa.
– Debe ser por el mar.
– ¿Cómo que por el mar? ¿A qué mar te referís?
– Al Pacífico, naturalmente.
– Ah, el océano, naturalmente. ¿Y qué tiene que ver el océano Pacífico con el silencio?
– Dicen que acalla los ruidos, los ruidos inútiles, se sobreentiende. Claro que yo no sé si será verdad.
– ¿Y qué me dices de los argentinos?
– ¿Qué tienen que ver los argentinos con el Pacífico?
– Ellos tienen el océano Atlántico y son más bien ruidosos.
– Pero no hay punto de comparación.
– En eso tienes razón, no hay punto de comparación, aunque a los argentinos también les gustan las armas blancas.
– Precisamente por eso a mí no me gustan. Aunque sea el arma nacional. Los cortaplumas tienen un pase, no te diré lo contrario, sobre todo los mil uso, pero el resto son como una maldición.
– A ver, compadre, explíquese.
– No me sé explicar, compadre, lo siento. Es así y punto, qué quiere que le haga.
– Ya veo por dónde vas.
– Pues dilo, porque ni yo lo sé.
– Lo veo, pero no lo sé explicar.
– Aunque también tiene sus ventajas.
– ¿Qué ventajas puede tener?
– Imagínate a una banda de ladrones armada con fusiles automáticos. Es sólo un ejemplo. O a los cafiches con metralletas Uzi.
– Ya veo por dónde vas.
– ¿Es o no es una ventaja?
– Para nosotros, al cien por ciento. Pero la patria se resiente igual.
– ¡Qué se va a resentir la patria!
– El carácter de los chilenos, la naturaleza de los chilenos, los sueños colectivos sí que se resienten. Es como si nos dijeran que no estamos preparados para nada, sólo para sufrir, no sé si me sigues, pero yo es como si acabara de ver la luz.
– Te sigo, pero no es eso.
– ¿Cómo que no es eso?
– No es eso a lo que me refería. A mí no me gustan las armas blancas y punto. Menos filosofía, quiero decir.
– Pero te gustaría que en Chile gustaran las armas de fuego. Lo que no es lo mismo que decir que en Chile abundaran las armas de fuego.
– No digo ni que sí ni que no.
– Además, a quién no le gustan las armas de fuego.
– Eso es verdad, a todo el mundo le gustan.
– ¿Quieres que te explique más eso del silencio?
– Bueno, con tal de no quedarme dormido.
– No te vas a quedar dormido, y si te quedas paramos el auto y yo me pongo al volante.
– Entonces cuéntame lo del silencio.
– Lo leí en un artículo del Mercurio…
– ¿Desde cuándo leís el Mercurio?
– A veces lo dejan en jefatura y las guardias son largas. Bueno: en el artículo decía que somos un pueblo latino y que los latinos tenían una fijación por las armas blancas. Los anglosajones, por el contrario, se mueren por las armas de fuego.
– Eso depende de la oportunidad.
– Eso mismo pensé yo.
– A la hora de la verdad, ya me dirás tú.
– Eso mismo pensé yo.
– Somos más lentos, eso sí que hay que reconocerlo.
– ¿Cómo que somos más lentos?
– Más lentos en todos los sentidos. Como una forma de ser antiguos.
– ¿A eso le llamái lentitud?
– Nos quedamos con los puñales, que es como decir en la edad del bronce, mientras los gringos ya están en la edad del hierro.
– A mí nunca me gustó la historia.
– ¿Te acuerdas de cuando cogimos a Loayza?
– Cómo no me voy a acordar.
– Ahí lo tienes, el gordo no más se entregó.
– Ya, y tenía un arsenal en la casa.
– Ahí lo tienes.
– O sea que tenía que haber combatido.
– Nosotros sólo éramos cuatro y el gordo y su gente eran cinco. Nosotros sólo llevábamos las armas reglamentarias y el gordo tenía hasta un bazooka.
– No era un bazooka, compadre.
– ¡Era un Franchi Spas-15! Y también tenía un par de escopetas de cañones recortados. Pero el gordo Loayza se entregó sin disparar un tiro.
– ¿Tú hubieras preferido que hubiera habido pelea?
– Ni loco. Pero si el gordo en vez de llamarse Loayza se hubiera llamado Mac Curly, nos hubiera recibido a balazos y tal vez ahora no estaría en la cárcel.
– Tal vez ahora estaría muerto…
– O libre, no sé si me sigues.
– Mac Curly, parece el nombre de un vaquero, me suena esa película.
– A mí también, creo que la vimos juntos.
– Tú y yo no vamos juntos al cine desde hace siglos.
– Más o menos entonces la vimos.
– Qué arsenal tenía el gordo Loayza, ¿te acuerdas cómo nos recibió?
– Riéndose a gritos.
– Yo creo que era por los nervios. Uno de la banda se puso a llorar. Me parece que no tenía ni dieciséis años.
– Pero el gordo tenía más de cuarenta y se las daba de duro. Pon los pies en la tierra: en este país no existen los tipos duros.
– ¿Cómo que no existen los tipos duros? Yo los he visto durísimos.
– Locos habrás visto a montones, pero duros muy pocos, ¡o ninguno!
– ¿Y qué me dices de Raulito Sánchez? ¿Te acuerdas de Raulito Sánchez, el que tenía un Manurhin?
– Cómo no me voy a acordar.
– ¿Y qué me dices de él?
– Que se tenía que haber deshecho del revólver a la primera. Ahí estuvo su perdición. No hay nada más fácil que seguirle la pista a un Magnum.
– ¿El Manurhin es un Magnum?
– Claro que es un Magnum.
– Yo creía que era un arma francesa.
– Es un.357 Magnum francés. Por eso no se deshizo de él. Le cogió cariño, es un arma cara, de ese tipo hay pocas en Chile.
– Cada día se aprende algo.
– Pobre Raulito Sánchez.
– Dicen que murió en la cárcel.
– No, murió poco después de salir, en una pensión de Arica.
– Dicen que tenía los pulmones destrozados.
– Desde chico estuvo escupiendo sangre, pero aguantó como un valiente.
– Bien silencioso recuerdo que era.
– Silencioso y trabajador, aunque demasiado apegado a las cosas materiales de la vida. El Manurhin fue su perdición.
– ¡Su perdición fueron las putas!
– Pero si Raulito Sánchez era colisa.
– No tenía ni idea, te lo prometo. El tiempo no respeta nada, caen hasta las torres más altas.
– Qué tienen que ver las torres en este entierro.
– Yo lo recuerdo como un gallo muy hombre, no sé si me sigues.
– Qué tiene que ver la hombría.
– Pero hombre, a su manera, sí que era, ¿no?
– La verdad, no sé qué opinión darte.
– Al menos una vez yo me lo encontré con putas. Asco no les hacía a las putas.
– Raulito Sánchez no le hacía ascos a nada, pero me consta que nunca conoció mujer.
– Ésa es una afirmación muy tajante, compadre, tenga cuidado con lo que dice. Los muertos siempre nos miran.
– Qué van a mirar los muertos. Los muertos están acostumbrados a quedarse quietos. Los muertos son una mierda.
– ¿Cómo que son una mierda?
– Lo único que hacen es joderle la paciencia a los vivos.
– Siento disentir, compadre, yo por los finados siento demasiado respeto.
– Pero nunca vas al cementerio.
– ¿Cómo que no voy al cementerio?
– A ver: ¿cuándo es el día de los muertos?
– Ahí me pillaste chanchito. Yo voy cuando me da la gana.
– ¿Tú crees en aparecidos?
– No tengo una opinión formada, pero hay experiencias que ponen los pelos de punta.
– A eso quería llegar.
– ¿Lo dices por Raulito Sánchez?
– Exacto. Antes de morirse de verdad, por lo menos en dos ocasiones se hizo el muerto. Una de ellas en una picada de putas. ¿Te acuerdas de la Doris Villalón? Se pasó toda una noche con ella en el cementerio, los dos debajo de la misma manta, y según contó la Doris en toda la noche no ocurrió nada.
– Pero a la Doris el pelo se le puso blanco.
– Hay versiones para todos.
– Pero lo cierto es que encaneció en una sola noche, como la reina Antonieta.
– Yo sé de buena mano que tenía frío y que se metieron en un nicho vacío, después las cosas se complican. Según me contó una amiga de la Doris, al principio intentó hacerle una paja al Raulito, pero el Raulito no estaba para la función y al final se quedó dormido.
– Qué sangre fría tenía ese hombre.
– Después, cuando ya no se escuchaban los ladridos, la Doris quiso bajar del nicho y entonces se apareció el fantasma.
– ¿Así que la Doris se quedó canosa por un fantasma?
– Eso era lo que contaban.
– Puede que sólo fuera el yeso del cementerio.
– Cuesta creer en aparecidos.
– ¿Y a todo esto el Raulito seguía durmiendo?
– Durmiendo y sin haber tocado a esa pobre mujer.
– ¿Y a la mañana siguiente cómo estaba el pelo de él?
– Negro como siempre, pero no hay constancia escrita porque ipso facto se mandó a cambiar.
– O sea que puede que el yeso no tuviera velas en el entierro.
– Puede que haya sido un susto.
– Un susto en la comisaría.
– O que se le decolorara la permanente.
– Ésos son los misterios de la condición humana. En cualquier caso, el Raulito nunca probó una mina.
– Pero bien hombre que parecía.
– En Chile ya no quedan hombres, compadre.
– Ahora sí que me dejas helado. Cuidado con el volante. No te me pongas nervioso.
– Creo que fue un conejo, lo debo haber atropellado.
– ¿Cómo que no quedan hombres?
– A todos los hemos matado.
– ¿Cómo que los hemos matado? Yo en mi vida he matado a nadie. Y lo tuyo fue en cumplimiento del deber.