Junio 23
Hoy al atardecer llegamos al primer aserradero. Lo que veíamos a distancia en línea recta frente a nosotros no estaba tan cerca. El Xurandó hace en este trayecto una serie de amplias curvas que sucesivamente alejan y acercan la brillante estructura de aluminio y cristal hasta convertirla en un espejismo. Impresión que se acentúa por lo inesperado de tal arquitectura en clima y lugar semejantes. Atracamos en un pequeño muelle flotante, asegurado con cables de color amarillo y planchas de madera clara, mantenidas en impecable limpieza. Me hizo pensar en algún sitio del Báltico. Descendimos y nos acercamos al edificio que está rodeado por un muro de alambre de más de dos metros de altura, con postes metálicos pintados de azul marino y colocados a diez metros uno de otro. Esperamos un buen rato en la garita de entrada y, finalmente, apareció un soldado que venía del edificio principal arreglándose la ropa, como si hubiera estado durmiendo. Nos informó que el resto de la gente había ido de cacería y regresaría hasta mañana en la madrugada. Cuando le pregunté, movido por una curiosidad inesperada, qué cazaban por allí, el soldado se me quedó mirando con esa expresión atónita, tan característica de la gente de tropa cuando no sabe cómo ocultar algo a los civiles y, finalmente, resuelve mentir, cosa que, de seguro, jamás haría con sus superiores: "No sé. Nunca he ido. Zarigüeyas, creo, o algo así", contestó, a tiempo que nos volvía la espalda y se alejaba hacia el edificio. Regresamos a la lancha para cenar algo, dormir, y al día siguiente intentar de nuevo. Una vez más, con las últimas luces de la tarde, la enorme estructura metálica se erguía envuelta en un halo dorado que le daba un aspecto irreal, como si estuviese suspendida en el aire. Consta de un gigantesco hangar, semejante a los que se usaban para guardar los zepelines, flanqueado por una pequeña edificación que evidentemente sirve de bodega, y un grupo de tres barracas en hilera, de cuatro piezas cada una, que deben servir para alojar a quienes cuidan el sitio.
El hangar está construido en estructura de aluminio, con amplios ventanales en los costados y al frente, y una bóveda en donde se suceden extensas marquesinas, también de cristal, esmerilado en este caso, para opacar la entrada del sol al recinto. Recuerdo haber visto construcciones similares, no sólo al borde del lago de Constanza y a orillas del mar del Norte o del Báltico, sino también en algunos puertos de Louisiana y de la Columbia Británica, en donde se embarca madera ya cortada en tablones, lista para viajar a los más apartados lugares del mundo. La estrafalaria presencia de semejante edificio a orillas del Xurandó, al pie de la selva, se acentúa aún más por la manera impecable como está mantenido. Brilla cada centímetro de metal y de vidrio, como si hubieran terminado de construirlo hace apenas unas horas. De repente, un fuerte chasquido anunció el arranque de una turbina. Todo el conjunto se iluminó con una luz parecida a la de los tubos de neón, pero mucho más tenue y difusa. No alcanzaba a proyectarse en la atmósfera circundante y, por tal razón, no la habíamos visto de lejos. La impresión de irrealidad, de intolerable pesadilla de tal presencia en medio de la noche ecuatorial, apenas me permitió dormir y visitó mis sueños intermitentes, dejándome cada vez bañado en sudor y con el corazón desbocado. Intuí que jamás tendría la menor oportunidad de tratar con quienes habitaban este edificio inconcebible. Un vago malestar se ha ido apoderando de mí y ahora me distraigo escribiendo este diario para no mirar hacia la gótica maravilla de aluminio y cristal que flota iluminada con esa luz de morgue, arrullada por el manso zumbido de su planta eléctrica. Ahora entiendo las reservas y evasivos intentos del Capitán, el Mayor y los demás con quienes hablé de esto, ante mi insistencia de saber lo que en verdad son estos aserraderos. Era en vano hacerlo. La verdad resulta imposible de transmitir. "Usted ya verá", eso fue lo que, al final de cuentas, acabaron diciéndome todos, rehuyendo dar más detalles. Tenían razón. Aquí, pues, de nuevo, el Gaviero viene a recalar en uno más de sus insólitos e infructuosos asombros. No hay remedio. Así será siempre.
Junio 24
Esta mañana fui de nuevo a la garita. Un centinela oyó mi solicitud de hablar con alguien y, sin contestarme, cerró la ventanilla. Vi que hablaba por teléfono. Volvió a abrirla y me dijo: "No se puede recibir a extraños en estas instalaciones. Buenos días". Iba a cerrar de nuevo y me apresuré a preguntarle: "¿El ingeniero? No quiero hablar con nadie de la guardia, sino con él. Es un asunto relacionado con la venta de madera. Así sea por teléfono me gustaría explicarle al ingeniero el motivo de mi viaje hasta aquí". Me observó un instante con una mirada neutra, inexpresiva, como si hubiera escuchado mis palabras desde un altoparlante lejano. Con voz también sin matices, casi sin energía, me explicó: "Aquí hace mucho que no hay ningún ingeniero. Sólo hay tropa y dos suboficiales. Tenemos instrucciones de no hablar con nadie. Es inútil que insista." El timbre del teléfono sonaba con frenética insistencia. El hombre cerró la ventanilla y fue a contestar. Escuchó con aire concentrado y, al final, asintió con la cabeza como si recibiera una orden. Por una pequeña rendija que abrió para hacerse oír, me dijo: "Tienen que retirar el planchón antes del mediodía de mañana y absténgase de insistir en ver a nadie. No vuelva a la garita, porque no puedo hablar más con usted". Corrió el vidrio con un golpe seco y se puso a revisar unos papeles que tenía sobre el escritorio. Lo sentí inmerso en otro mundo; como si hubiera descendido a una gran profundidad en las aguas de un océano para mí desconocido y hostil.
Regresé a la lancha y estuve conversando con el práctico. "Ya me lo temía -me comentó-. Nunca he intentado hablar con ellos ni acercarme a la entrada. Esa tropa no pertenece a ninguna base cercana. La relevan cada cierto tiempo. Vienen del borde de la cordillera y hacia allá parten, cortando por mitad del monte. Ahora me dirá qué hacemos. Mañana al mediodía hay que salir de aquí. No creo que valga la pena insistir". Sugerí visitar las otras factorías que están más arriba: "No tiene caso intentarlo. Es lo mismo. Además, estamos algo cortos de diesel. Vamos a tener que bajar a media máquina, ayudados por la corriente. Si no encontramos en alguna ranchería, ojalá nos alcance para llegar a la base". Me acosté en la hamaca sin hablar más. Me invadieron una vaga frustración, un sordo fastidio conmigo mismo y con la cadena de postergaciones, descuidos e inadvertencias que me han traído hasta aquí y que hubiera sido tan sencillo evitar si otro fuera mi carácter. Bajaremos de nuevo. Un desánimo invencible me dejó allí tendido, tratando de digerir esa rabia que se iba extendiendo a todo y a todos, la conciencia de cuya inutilidad sólo me servía para incrementarla. En la noche, ya más resignado y tranquilo, encendí la lámpara para escribir un poco. La luz de quirófano que baña el edificio, su esqueleto de aluminio y cristal y el zumbido de la planta comienzan a resultarme tan intolerables que he resuelto partir mañana y alejarme de tan abrumadora presencia.
Junio 25
Salimos esta mañana con el alba. Al desamarrar el lanchón y dejarnos llevar por la corriente hacia el centro del río, se oyó una sirena que lanzaba desde el edificio un aullido apagado. A lo lejos respondió otra y, luego, otra más distante. Las factorías se comunicaban la partida de los intrusos. Había una altanera advertencia, una taciturna pesadumbre en esas señales que nos dejaron silenciosos y marchitos durante buena parte del día. Avanzábamos con una velocidad que, al principio, me resultó novedosa y grata. Pensé, de repente, en el Paso del Ángel. Un escalofrío me recorrió la espalda. Bajar era, quizá, más fácil. Pero sentí que no tendría el ánimo de soportar una vez más el fragor de las aguas, su estruendo, sus remolinos, la fuerza arrolladora de su desbocada energía. Pasado el medio día llegamos a un extenso remanso que convertía el Xurandó en un lago cuyas orillas se perdían por dondequiera que miráramos. Comenzaba a quedarme dormido, en una siesta que esperaba reparadora, propicia para olvidar la reciente experiencia con el mundo enemigo de los aserraderos. Un lejano zumbido se fue acercando a nosotros. Luché entre el sueño y la curiosidad, y cuando el primero ganaba terreno rápidamente, escuché una voz que me llamaba: "Gaviero!, ¡Maqroll!, ¡Gaviero!" Desperté. El Junker de la base se deslizaba a nuestro lado. El Mayor, de pie en los flotadores, extendía la mano para recibir un cabo que le lanzaba el práctico. Lo tomó al segundo intento y fue acercando el hidroavión a la proa de la lancha. "Vamos a la orilla!", ordenó, mientras con la mano libre hacía un gesto de bienvenida. Lo noté más delgado, y el bigote no era ya tan recto e impecable. Atracamos el lanchón y aseguramos el Junker a la proa del mismo. El Mayor saltó a cubierta con elasticidad un tanto felina. Nos estrechamos las manos y fuimos a sentarnos en las hamacas. No esperó a preguntarme sobre el viaje. Entró de lleno en materia: "Una patrulla encontró la tumba del Capi. Estuve allá la semana pasada. Algún animal había intentado desenterrarlo. Ordené cavar más hondo y llenamos la mitad de la fosa con guijarros. Los muertos no se pueden enterrar así en la selva. Los animales los desentierran a los pocos días. ¿Ya viene, entonces, de bajada? Me imagino cómo le fue. Era inútil prevenirlo. Nadie cree cuando uno lo explica. Es mejor que cada quien haga la experiencia. ¿Y ahora, qué va a hacer?". "No sé -le respondí-, no tengo muchos planes. Pienso subir a la cordillera lo más pronto posible, pero ignoro si hay camino por este lado. Pero no quisiera irme con la curiosidad de averiguar qué pasa con esa gente de las factorías. Me dicen que las máquinas están intactas. Jamás volveré por allá. ¿Por qué no me cuenta?" Miró sus manos mientras sacudía las hojas y el barro que había dejado en ellas el cable. "Bueno, Gaviero -comenzó a decirme mientras sonreía vagamente-, le voy a contar. En primer lugar, no hay ningún misterio. Esas instalaciones van a revertir al Gobierno dentro de tres años. Alguien, muy arriba, está interesado en ellas. Debe ser un personaje muy influyente porque consiguió que sean custodiadas y mantenidas por la Infantería de Marina. Están, en efecto, intactas. Nunca se pudieron poner en marcha porque donde se encuentra la madera -y señaló hacia las estribaciones de la sierra -hay gente levantada en armas. ¿Quién la sostiene? No es preciso romperse la cabeza para adivinarlo. Cuando llegue la fecha de la reversión y se entreguen los aserraderos al Gobierno, es muy posible que la guerrilla desaparezca como por ensalmo. ¿Me entendió? Es muy sencillo. Siempre hay alguien más listo que uno, ¿verdad?" Otra vez ese tono entre burlón y protector, desenvuelto y de regreso de todo. Antes de pensar yo en preguntárselo, me dice: "¿Por qué no se lo advertí? Ya estamos muy grandecitos, ¿verdad? Le di a entender hasta donde me era permitido. Ahora que se va y, seguramente, no regrese nunca, se lo puedo contar todo. Qué bueno que salieran a tiempo. Esa gente no se anda con paños de agua tibia. Sólo dicen las cosas una vez. Luego abren fuego". Le expresé mi reconocimiento por haberme advertido, en la medida en que se lo permitía la prudencia, y me excusé de mi terquedad en continuar adelante. "No se preocupe -me dijo-, siempre sucede lo mismo. El negocio es muy tentador y no tiene nada de descabellado. Sólo que, es lo que le digo: siempre hay alguien más listo. Siempre. Menos mal que lo toma usted con cierta filosofía. Es la única manera. Bueno, ahora le voy a proponer lo siguiente: si desea ir al páramo, tal vez yo pueda ayudarlo. Mañana, si quiere, volamos a la Laguna del Sordo. Está en plena cordillera. En la orilla hay un pueblo, y de allí suben camiones hasta el páramo. Arregle con Miguel y mañana vengo de madrugada. En una hora de vuelo estaré allá. ¿Qué le parece?" Que no sé cómo pagarle el favor -le respondí conmovido por su interés-. En verdad no me siento con fuerzas para volver a la selva, ni para pasar de nuevo por los rápidos. Le pagaré a Miguel y mañana lo espero. Muchas gracias de nuevo y ojalá esto no le ocasione contratiempos". "Ya se lo dije desde el primer día en que hablamos: usted no es para esa tierra. No, no me causa ninguna molestia. El que manda, manda. Lo importante es saber hasta dónde y eso lo aprendí desde que era alférez. Es lo único que hay que saber cuando se llevan galones. Bueno, hasta mañana. Me voy porque apenas hay tiempo para regresar a la base" Me estrechó la mano, llamó con un silbido al práctico y saltó al avión. Algo dijo al piloto y se me quedó viendo con una sonrisa en donde había más picardía que cordialidad.