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– ¿Por qué?

– No sé, señor. De veras no se lo podría decir – algo ocultaba. Vi cruzar por su rostro una sombra de miedo. Las palabras no le salían ya tan espontáneas y fáciles. Los deseos de conversar se le habían pasado y consideraba haber dicho ya lo suficiente.

– ¿Pero quién sabe sobre esto? Tal vez la tropa pueda informarme cuando lleguemos. ¿No cree? -no tenía muchas esperanzas de sacarle mucho más.

– No, señor, la tropa no. No les gusta que les pregunten sobre eso, y no creo que sepan mucho más que nosotros -inició un gesto de retirada recogiendo la taza y el plato vacíos.

– ¿Y si hablo con el Mayor? -había tocado un punto delicado. El viejo se quedó quieto y no se atrevía a volver la vista hacia mí-. Hablaré con él si es el caso. Estoy seguro de que me contará lo que quiero saber. ¿No cree?

Se fue hacia popa, lentamente, mientras murmuraba con la vista puesta en la lejanía:

– Tal vez a usted le diga algo. A los que vivimos aquí nunca nos dice nada ni le gusta que nos metamos en ese asunto. Háblele si quiere. Allá usted. Creo que le tiene buena ley. -Mientras musitaba estas palabras alzó los hombros con la resignación frente a lo irremediable y a la necedad de los demás, propia de los ancianos y, en él, aún más acusada. Recordé su conducta cuando descolgamos el cadáver del Capitán, y, luego, en el sepelio. No quería participar en los dañinos juegos de los hombres. Había vivido tanto, que la suma de insensatez le debía ser no ya intolerable, sino por completo ajena.

En lo que el práctico me relató no había mayor novedad. Atando cabos, desde hace tiempo tengo la convicción de que el negocio que me describieron el camionero en el páramo y, luego, las personas con las que me entrevisté al llegar a la selva, es un espejismo edificado con restos de rumores: vagas maravillas de riquezas al alcance de la mano y golpes de suerte de los que, en verdad, jamás le suceden a la gente. Y la persona ideal para caer en semejante trampa soy yo, sin duda, porque toda la vida he emprendido esa clase de aventuras, al final de las cuales encuentro el mismo desengaño. Si bien termino siempre por consolarme pensando que en la aventura misma estaba el premio y que no hay que buscar otra cosa diferente que la satisfacción de probar los caminos del mundo que, al final, van pareciéndose sospechosamente unos a otros. Así y todo, vale la pena recorrerlos para ahuyentar el tedio y nuestra propia muerte, esa que nos pertenece de veras y espera que sepamos reconocerla y adoptarla.

Junio 21

Desaliento creciente y falta de interés, no sólo en relación con la historia de las factorías, sino con el viaje mismo y todos sus incidentes, contratiempos y revelaciones. El paisaje parece estar en armonía con mi estado de ánimo: una vegetación casi enana, de un verde intenso y ese olor a polen concentrado que parece pegarse a la piel; la luz tamizada a través de una tenue niebla que nos hace confundir las distancias y el volumen de los objetos. Durante toda la noche cae una llovizna persistente que inunda el toldo y escurre sobre el cuerpo en tibias gotas de algo que más parece savia que agua de lluvia. Miguel, el mecánico, protesta a cada rato por las dificultades que tiene con el motor. Nunca le había escuchado queja alguna, ni siquiera cuando tuvimos que afrontar los rápidos. Es evidente que extraña la selva y que esta tierra le produce una reacción que afecta su humor y debilita sus vínculos con la máquina. Es como si quedara de repente desamparado y el motor se le enfrentara como alguien que le es ajeno y adverso. El práctico continúa con la vista fija en la cordillera. De vez en cuando mueve la cabeza como sí tratase de ahuyentar alguna idea que le perturba.

No es el ánimo más propicio para continuar estas notas. Me conozco bastante y sé que por esta pendiente puedo terminar sin asidero alguno. En la soledad de estos parajes y sin más compañía que estos dos residuos del trabajo devastador de la selva, se corre el riesgo de no recuperar así sean las más fútiles razones para seguir entre los vivos. Con la luz de la tarde vino la llovizna. La niebla se fue y el ámbito adquirió por momentos una transparencia como si el mundo estuviera recién inaugurado. El práctico me hizo señas desde la proa para mostrarme, allá, al frente, al pie del escarpado macizo de montañas, un reflejo metálico que, con los últimos rayos de sol, lucía un tono dorado que recuerda las cúpulas de las pequeñas iglesias ortodoxas de la costa dálmata. "Allá están. Esos son. Mañana en la noche llegamos, si todo va bien" -me explicó con su voz cansina y ausente de matices, como emitida por un muñeco de ventrílocuo. Me sorprendí pidiendo para mis adentros que el viaje se prolongase aún por un tiempo indefinido, para, así, alejar el momento de sufrir la enfadosa realidad de esas desorbitadas estructuras cuyo brillo se va apagando a tiempo que la noche se abre paso acompañada por la algarabía de los grillos y de las bandadas de loros en busca de un refugio nocturno en las estribaciones de la sierra. Me he puesto a escribir una carta para Flor Estévez, sin otro propósito que sentirla cercana, y atenta a la descabellada historia de este viaje. Confío en entregársela un día. Por ahora, el alivio que me proporciona redactar esos renglones es, de seguro, una manera de escapar a este deslizarme hacia la nada que me va ganando y que, por desgracia, me resulta más familiar de lo que yo mismo imagino cuando lo evoco como algo que ya pasó sin dejar rastro aparente.

"Flor señora: Si los caminos de Dios son insondables, no lo son menos los que yo me encargo de transitar en esta tierra. Aquí estoy, a pocas horas de llegar a las famosas factorías de las que nos habló el chofer que pasaba con ganado del Llano, y no sé sobre ellas mucho más de lo que nos contó esa noche de confidencias y ron, allá, en La Nieve del Almirante, que, dicho sea de paso, es donde quisiera estar, y no aquí. En efecto, tengo muchas razones para creer que la cosa parará en nada, según las noticias bastante vagas que he venido recibiendo mientras subo el Xurandó; que es un río con más caprichos, resabios y humores encontrados que los que usted saca a relucir cuando el páramo se cierra y llueve todo el día y toda la noche y hasta las cobijas parecen empapadas. La otra noche soñé con usted, y no es cosa que le cuente de qué se trataba, porque tendría que ponerla en antecedentes sobre algunos personajes del sueño que le son desconocidos, y eso daría para muchas páginas. Aquí estoy escribiendo, cuando puedo y en hojas de la más varia calidad y origen, un diario en donde registro todo, desde mis sueños hasta los percances del camino, desde el carácter y figura de quienes viajan conmigo hasta el paisaje que desfila ante nosotros mientras subimos. Pero, volviendo al sueño, es bueno que le adelante que en él o, mejor, a través de él he llegado a darme cuenta de la importancia cada día más grande que usted tiene en mi vida y la forma como su cuerpo y su genio, no siempre manso, presiden los accidentes de aquélla y la ruina en que ésta suele refugiarse cuando estoy harto de andanzas y sorpresas. Claro que a estas horas, esto no debe ser ninguna novedad para usted. Conozco sus talentos de adivina y de hermética pitonisa. Por eso, ni siquiera me demoro en relatarle en detalle cómo me hace falta, en esta hamaca, sentir el desorden de su cuerpo y oírla bramar en el amor como si se la estuviera tragando un remolino. Esas no son cosas que deban escribirse, no solamente porque nada se adelanta con eso, sino porque, ya en el recuerdo, adolecen de no sé qué rigidez y sufren cambios tan notables que no vale la pena registrarlas en palabras. Ignoro cómo se presentarán aquí las cosas. Lo cierto es que tengo la cordillera en frente y me llegan sus aromas y murmullos. No hago sino pensar en esos lugares, en donde, ahora, he conseguido verlo claro, definitivamente está mi lugar en la tierra. Su dinero sigue aquí guardado y me sospecho que regresará intacto, que es lo que, en verdad, deseo. He pensado en contarle un poco cómo es la selva y quién vive por estos lugares, pero creo que mejor podrá enterarse de ello en mi diario, si logro llegar con él intacto y con su autor en iguales condiciones. Dos veces he visto la muerte, cada una con rostro distinto y diciéndome sus ensalmos, tan a mi lado que no creí regresar. Lo raro es que esta experiencia en nada me ha cambiado, y sólo sirvió para caer en la cuenta de que, desde siempre, esa señora ha estado vigilándome y contando mis pasos. El Capitán, sobre el cual espero que hablemos largamente en breve, me dijo que, sin importar que un día muera, como es predecible, mientras esté vivo soy inmortal. Bueno, la cosa no es bien así. El la dijo mejor, desde luego, pero en el fondo esa es la idea. Lo que me llama más la atención es que yo había pensado ya en eso, pero aplicado a usted. Porque creo que, desde La Nieve del Almirante, usted ha ido tejiendo, construyendo, levantando todo el paisaje que la rodea. Muchas veces he tenido la certeza de que usted llama a la niebla, usted la espanta, usted teje los líquenes gigantes que cuelgan de los cámbulos y usted rige el curso de las cascadas que parecen brotar del fondo de las rocas y caen entre helechos y musgos de los más sorprendentes colores: desde el cobrizo intenso hasta ese verde tierno que parece proyectar su propia luz. Como ha sido tan poco lo que hemos hablado, a pesar del tiempo que llevamos juntos, estas cosas tal vez le parezcan una novedad, cuando, en realidad, fueron las que me decidieron a permanecer en su tienda con el pretexto de curarme la pierna. Por cierto que una parte de ésta ha quedado insensible, aunque puedo usarla normalmente para caminar. No tengo mucho talento para escribir a alguien que, como usted, llevo tan adentro y dispone con tanto poder hasta de los más escondidos rincones y repliegues de este Gaviero que, de haberla encontrado mucho antes en la vida, no habría rodado tanto, ni visto tanta tierra con tan poco provecho como escasa enseñanza. Más se aprende al lado de una mujer de sus cualidades, que trasegando caminos y liándose con las gentes cuyo trato sólo deja la triste secuela de su desorden y las pequeñas miserias de su ambición, medida de su risible codicia. Pues el motivo de estas líneas ha sido, únicamente, hablarle un rato para descansar mi ansiedad y alimentar mi esperanza, hasta aquí llego y le digo hasta pronto, cuando de nuevo nos reunamos en La Nieve del Almirante y tomemos café en el corredor de enfrente, viendo venir la niebla y oyendo los camiones que suben forzando sus motores y cuyo dueño podremos identificar por la forma como cambia las marchas. No es esto todo lo que quería decirle. Ni siquiera he comenzado. Lo cual, desde luego, no importa. Con usted no es necesario decir las cosas porque ya las sabe desde antes, desde siempre. Muchos besos y toda la nostalgia de quien la extraña mucho".

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