De modo que esta barbarie que ha venido creciendo como un tumor sin que yo supiera o quisiera advertirlo es mi ciudad y mi país, la residencia privilegiada y única de mi memoria, el lugar adonde tú has elegido venir para encontrarte conmigo, lo miro todo y te lo cuento y me gana la rabia, las calles sucias, intransitables por el tráfico, los caminos del campo cegados por el abandono y la basura, frigoríficos viejos y lavadoras y televisores rotos en astillas, cristales de botellas, envoltorios desgarrados de plástico, una epidemia de zafiedad y de mugre, de malos modos y avaricia, tiendas de lujo y jardines devastados, garabatos de spray en las fachadas de casas en ruinas, letreros de tenebrosos videoclubs en callejones desiertos, latas aplastadas de Coca-Cola flotando en el agua podrida de aquella fuente del parque Vandelvira que ya no se ilumina por las noches ni alza más arriba de los tejados sus chorros amarillos, azules y rojos para asombro y orgullo de las familias de Mágina y gloria de las modernas postales en color que aún se exhiben en algunos estancos. He caminado por la acera del instituto, a la salida de clase, entre grupos de adolescentes que me intimidan un poco porque me hacen sentir mi verdadera edad y el tiempo que me separa de sensaciones y recuerdos tan engañosamente próximos, he pasado junto a la puerta de cristales del Martos y no me he atrevido a entrar, en la calle hace sol pero el interior es umbrío, no se ve desde fuera el rincón donde estaba la máquina de discos, sólo la forma de la barra y una cara envejecida y pálida tras ella, tal vez la del mismo dueño de entonces, el que fue marino y dio la vuelta al mundo en un carguero y recibía de países lejanos aquellos discos a los que mis amigos y yo les debimos el entusiasmo y la vida, me he detenido un instante, he pasado de largo, he visto el letrero vertical del hotel Consuelo, que nos parecía tan cosmopolita y novelesco y es un edificio deslustrado de los años sesenta, he bajado por la avenida de Ramón y Cajal y me he internado en las calles breves y silenciosas de la colonia del Carmen, parece mentira que sean tan pequeños los chalets, los veo simultáneamente desde tu mirada y la mía, sigue habiendo una placa dorada junto a la verja del chalet donde vivía Marina, pero ya no está inscrito en ella el nombre de su padre, busco la casa que tú recuerdas y yo no, la del jardín donde sesteaban los gatos al sol del invierno, pero no logro encontrarla, o ya no existe o la han restaurado, se multiplican los ladridos de perros que asoman los hocicos y las patas entre las rejas y un hombre en chándal que se inclinaba sobre el motor de un BMW con el capó levantado se me queda mirando, no se fía de mí, o tal vez me ve cara de forastero, tiene el pelo escaso fijado en las sienes con gomina, tan liso como si se lo hubiera lamido la lengua de una vaca, y una discreta barriga, y masca el filtro de un cigarrillo rubio, mira con la embotada soberbia que tanto miedo me daba percibir de niño en los abogados y en los médicos, y cuando ya me he alejado de él estoy a punto de volverme porque lo he reconocido, se sentaba dos o tres bancas delante de la mía en un aula de los Salesianos, así que tiene la misma edad que yo, pero me alarmo, no es posible, yo soy mucho más joven que ese tipo apoltronado de antemano en la madurez, nunca me he visto en los espejos esa barbilla apoyándose con suficiencia o crueldad sobre un principio de papada, yo me sigo moviendo tan azarosa y tan furtivamente como si aún tuviera por delante todas las incertidumbres de mi vida, no tengo una casa ni un coche ni estoy seguro de lo que vaya a ser de mí no ya en los próximos años, sino dentro de unos meses, pero quizá sólo se trata de un efecto óptico o de una tentación de vanidad, eso me advertiría mi sombra si no se hubiera quedado en la habitación de un hotel de Nueva York tan desterrada y solitaria como el autorretrato de Murillo en una pared de la Frick Collection, uno no sabe nunca cómo es de verdad su cara, le añade un velo de indulgencia, igual que esos filtros que les ponen a las cámaras de cine para difuminar los rasgos demasiado duros de una actriz cuarentona.
Me descubro desde lejos en el escaparate de una tienda de cuartos de baño, me veo caminar con la cabeza baja y un poco ladeada y las manos en los bolsillos del chaquetón a cuadros que compré en Chicago para defenderme de aquel viento homicida y me acuerdo de cuando iba por estas mismas calles con la guerrera azul marino de mi abuelo Manuel que me daba, creía yo, un aire entre aventurero y maoísta, recitando canciones de Jim Morrison o de Lou Reed, buscando a una mujer que no solía reparar en mi presencia a menos que le hicieran falta mis apuntes de inglés y pasando muy cerca de otra a la que no veía y que ahora mismo prepara su equipaje en un apartamento de Manhattan y da vueltas de una habitación a otra o baja a comprar a una frutería coreana de la Segunda Avenida consciente de que cada uno de sus pasos está abreviando la distancia y la aproxima a la hora del viaje: tus pasos y los míos, nuestros dos relojes avanzando en dos tiempos, la nieve en Nueva York y el sol frío y resplandeciente en Mágina, una claridad tan pura que deslumbra los ojos, exalta la belleza maltratada de los palacios con escudos y torres y de las casas blancas con dinteles de piedra y revela sin engaño posible la magnitud de las injurias que me han desfigurado esta ciudad que yo supuse inalterable. Voy derivando de nuevo hacia los barrios del sur, lo miro todo con más ávida atención y extrañeza porque tú vas a verlo dentro de muy poco, en la avenida que se llamó Trece de Septiembre y Dieciocho de Julio y ahora Constitución han cortado los castaños de Indias, qué saña con los árboles, en los bajos de la casa donde yo nací (veo en el último piso las ventanas cegadas del cuarto de la viga) ahora hay un pub que se llama Lony, las calles cercanas a la fundición parecen más anchas porque están asfaltadas y ya no queda ni una sola de las grandes moreras que nos abastecían en mayo de hojas tiernas para los gusanos de seda, qué pensará Félix cuando venga por aquí, cuando pase por la calle Fuente de las Risas y llegue al terraplén que nos sobrecogía como un acantilado y ahora es sólo un vertedero: hacia la mitad se abría el arco de piedra de una cloaca y los niños mayores nos asustaban diciéndonos que aquello era la cueva de una bicha que se tragaba entera a la gente y luego se dormía con los ojos abiertos en la oscuridad para hacer la digestión de los cadáveres. Sobre la tierra húmeda y feraz de las huertas y el verde limpio de los sembrados el sol levanta un tenue vapor azul que se disuelve al avanzar el día como la niebla del Guadalquivir.
Ya estás viniendo, hacia cualquier dirección que encamine mis pasos me acerco a tu llegada, cualquier gesto que haga es la señal de un preludio, se disuelve rápidamente en el pasado para que tú vengas antes, y hasta Mágina se vuelve una ciudad prometida y futura porque dentro de unos días estaré en ella contigo. Vendrás sola, pero no quieres que vaya a esperarte a Madrid, llegarás por la tarde en el autobús al que siguen llamando la Pava, como cuando viajaste en él con tu padre, y yo estaré esperando en el vestíbulo de la estación con los nervios de punta, tirando los cigarrillos apenas encendidos, y la seguridad de verte se me irá desvaneciendo a cada minuto que tarde en aparecer el autobús, pensaré que lo has perdido, o que me he equivocado de hora o de lugar, pediré un whisky en la cantina para templarme el ánimo y no beberé más de dos tragos, por miedo a que llegue el autobús sin que yo me dé cuenta, me desfallecerán las piernas cuando vea salir a los viajeros cargados de bolsas y de maletas y no te distinga inmediatamente entre ellos, me sorprenderá tu cara, tan poco parecida al principio a las fotografías y al recuerdo, me iré acostumbrando a tu voz y a la realidad de tu presencia mientras bajemos en un taxi a la plaza de Santa María, más bien intimidados, tú aturdida aún por el cambio de hora y la fatiga del viaje tan largo, peinándote el pelo con los dedos cuando salgas del taxi y te quedes mirando los balcones y la escalinata del parador con una sonrisa diáfana y cansada. Uno de esos balcones corresponde a la habitación que ya he reservado para ti: al pronunciar ante el recepcionista tu nombre y el mío y ver que anotaba con indiferencia una fecha muy próxima me ha parecido que mi deseo y nuestro encuentro perdían toda imprecisión imaginaria para ingresar en la objetividad de los hechos reales. No soy yo solo quien sabe que vendrás, no te he inventado como inventé a otras mujeres incluso después de haberlas conocido: tu nombre y el día en que vas a venir los ha dicho en voz alta alguien que no te ha visto nunca y los ha tecleado en la consola de un ordenador. He subido a la habitación, grande y blanca, con vigas oscuras en el techo, he abierto el balcón y he visto lo que verás tú, lo que posiblemente no recuerdas, la fachada del Salvador, la torre con saeteras y la cúpula bulbosa de color de bronce, los tejados del barrio del Alcázar, y más allá, a una distancia de horizonte marino, las cimas de la Sierra. Qué impaciencia, qué ganas de no moverme de aquí hasta que tú llegues, de tenderme en la cama y quedarme dormido soñando que te abrazo y de verte en cuanto abra los ojos, como cuando me despertaba en Nueva York el ruido de una llave en la cerradura y escuchaba tus pasos y aparecías tú en la puerta del dormitorio, con cara de frío, con los labios pintados, con una gran bolsa de papel en las manos, madrugadora y diligente, como quien nunca se rinde a la pereza. Una punzada de excitación, este lugar tan neutro que tú no has visto todavía será dentro de poco una de las habitaciones memorables de mi vida, en el espejo que hay frente a la cama se reflejará tu cuerpo desnudo cuando te levantes con la melena revuelta sobre los hombros para ir al baño o a buscar tu bata de seda, en la mesa de noche donde ahora sólo hay un cenicero limpio de cristal y una lámpara estarán tus cigarrillos, tu reloj de pulsera, tu barra de labios, en el suelo enmoquetado y en la butaca que ahora tiene un aire tan respetable y circunspecto habremos tirado de cualquier modo nuestra ropa. Estoy de pronto tan seguro que puedo recordar lo que aún no me ha sucedido. Será igual que cada una de las veces anteriores y no se parecerá del todo a ninguna de ellas, la sorpresa se aliará a la costumbre y el descubrimiento a la confirmación, veré todas las caras tuyas que he conocido y vislumbraré alguna que no sospechaba, y cuando nos quedemos serenados y exhaustos y nos volvamos el uno hacia el otro sentiremos que por fin estamos empezando a reconocernos después de la separación.
Cruzo del porvenir hacia el pasado, el presente inmediato de mi espera y de mis caminatas por Mágina es como una puerta giratoria que me lleva de uno a otro, en menos de un segundo, en la distancia de un paso, salgo del parador excitado de antemano por tu presencia futura y unos metros más allá, en la acera del hogar del pensionista, donde hay una fila de ancianos que toman el sol envueltos en bufandas y pellizas, oigo voces que conversan sobre los temporales y las cosechas de hace medio siglo y veo caras friolentas y figuras arrasadas por la vejez que me resultan familiares, a casi todos estos hombres los conocí yo cuando eran fuertes y ágiles, y es la incesante comparación entre lo que recuerdo y lo que miro la causa de que sólo en esta ciudad pueda cobrar una conciencia tan clara y obsesiva del tiempo. Casi nadie me es aquí completamente extraño, y cualquier camino que elija en mis paseos sin rumbo es la conmemoración involuntaria de algún episodio de mi vida. Ese hombre grande y gordo, con orejas largas y expresión alelada, que ha bajado de la cabina de una camioneta en la plaza de los Caídos y se dirige por señas a un municipal que hace guardia en la puerta del ayuntamiento es Matías el sordomudo: me parece raro que tenga una existencia real fuera de mi imaginación y de mis conversaciones contigo. Por el paseo del Mercado vienen hacia mí dos ancianos calmosos que se detienen charlando cada pocos pasos y uno de ellos, el más bajo y fornido, el que lleva una chaqueta de pana, una camisa abotonada hasta el cuello, boina ancha y gafas con cristales de aumento, es el teniente Chamorro, con sus ademanes pedagógicos y su carpeta azul de gomas bajo el brazo, guardará en ella recortes subrayados de periódicos o fragmentos a máquina de las memorias que ya pensaba escribir cuando iba a la huerta de mi padre, sigue teniendo un aspecto inquebrantable de dignidad y de salud, que atribuirá orgullosamente a su puritanismo libertario, agua fresca y no aguardiente, nos decía, y bibliotecas y escuelas en vez de tabernas, pasa a mi lado sin verme, gesticulando con un dedo acusador mientras habla de la corrupción de los tiempos, y un acceso de timidez me impide acercarme a él, aunque me ha contado mi padre que siempre le pregunta por mí, hay que ver, tu hijo, le dice, desde chico se le vio que valía para algo más que para el campo: me conmueve cómo reverencian lo que ellos nunca tuvieron, el saber y los libros, la posibilidad de los viajes, el uso de palabras que para ellos pertenecen a un tesoro inaccesible, no las pronuncian por miedo a equivocarse, tal vez incluso por desconfianza hacia ellas, pues no ignoran que son palabras de otros y que con frecuencia propagan la mentira y sirven para afirmar la primacía de sus dueños. Yo escucho las palabras de Mágina, las de los hortelanos y los aceituneros, las que aprendí de mis padres, y me doy cuenta de que muy pronto desaparecerán porque ya casi no existen las cosas que nombraban, igual que han desaparecido los romances de saltar a la comba y las cantilenas amenazadoras de los juegos porque ya no quedan niños en el barrio de San Lorenzo que se asusten de la Tía Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres: también en las palabras soy un extranjero y un advenedizo, he perdido las que me legaron y el acento con que me enseñaron a decirlas y no acabo de aceptar como mías las que aprendí después, vivo entre ellas y de ellas pero me son ajenas y no pueden explicarme y tal vez me rechazan igual que las miradas claras y frías de la gente que se cruza conmigo en las ciudades adonde quise huir cuando tenía quince años. En casa de mis padres y en las calles de Mágina siento que habito en el reino de las palabras y que vuelvo a ser habitado por ellas, como una casa donde no ha vivido nadie durante mucho tiempo y en la que suenan con ecos excesivos las voces y los pasos de los recién llegados: voces que salen del interior de una tienda o de una barbería, palabras hermosas o brutales que atrapo al pasar como si me inclinase para recoger del suelo una moneda, miradas y rostros que me devuelven a las fotografías de Ramiro Retratista, a las historias que tú y yo nos contábamos en los días ya lejanos de Nueva York tan ávidamente como solíamos contarnos Félix y yo las películas o las novelas de la radio sentados en algún escalón de la calle Fuente de las Risas. Caras en las ventanas, detrás de los visillos, mirando a la gente que pasa con una curiosidad inmemorial, caras embrutecidas o desfiguradas por los años recorriendo al anochecer la calle Nueva con lentitud de procesión, facciones prematuramente reblandecidas y aflojadas por el confort doméstico y el ufano aburrimiento de Mágina, pálidas cataduras de yonquis que conservan tras las gafas una dureza rural, caras de mancebos de botica que ya estaban detrás del mismo mostrador donde ahora los veo cuando iba de la mano de mi madre a comprar medicinas, las caras rancias y las suaves manos clericales de los inveterados dependientes de los almacenes de género y confección que se han quedado vacíos y anacrónicos por culpa de la devastadora modernidad de los últimos años, Lorencito Quesada saliendo como un bólido de El Sistema Métrico y saludándome al pasar como si me conociera de algo, dinámico, ávido de noticias, con un leve temblor en las mejillas carnosas, con dos o tres periódicos bajo el brazo y un pequeño cassette en la mano, tal vez se dirige a entrevistar al que fue hijo pródigo del subcomisario Florencio Pérez, que ahora es un cantante célebre y ha venido a pasar unos días a su patria chica, según informaba esta mañana Singladura en un suelto anónimo donde se ofrecía la cálida bienvenida de toda la provincia a este paisano nuestro que ha triunfado en el mundillo de la canción ligera tan justamente y tan a pesar de todos los pesares como triunfó el llorado Carnicerito en el planeta de los toros. Guardo la hoja del periódico para enviársela a Félix, que tal vez es el lector más leal a la prosa de Lorencito Quesada, en los soportales de la plaza del General Orduña le compro un paquete de tabaco a mi antiguo amigo Juanito, que está sentado junto a su tenderete de chucherías ínfimas y nunca se acordará de mí, se queda mirando las monedas en la palma de la mano y frunce las cejas con un aire casi doloroso de concentración para calcular la vuelta que ha de darme, tiene unos ojos grandes e infantiles de idiota, las esquinas de la boca húmedas de saliva y un poco de bozo oscuro sobre el labio superior, se ha olvidado de darme el tabaco o no recuerda la marca que le he pedido, y cuando vuelvo a decírselo alza sus lentos ojos asustados hacia mí y yo aparto los míos para no intoxicarme de lástima y de ternura, porque me está mirando desde el estupor de la infancia que compartí con él y no sabe quién soy.