Cuando vio venir a la niña, Pedro Expósito dejó de conversar con el perro: eso era lo que hacía, pero únicamente cuando estaba a solas con él, le decía algo y se quedaba en silencio mirando las pupilas tristes del animal, que parecía atender a sus palabras y darle la razón con los movimientos del hocico, y si llegaba alguien mi bisabuelo le hacía una rápida señal de cautela y el perro miraba con indiferencia al intruso, como retándolo a descifrar un secreto que no le pertenecía. Abuelo, dijo mi madre, tan excitada que se le entrecortaban las palabras, salga usted, que parece que ha pasado algo, que ha venido el carro de los muertos. El viejo le sonrió sin decir nada, como si no la entendiera, contemplándola desde la lejanía de su edad con una expresión que era exactamente la misma que había en los ojos del perro, y luego la invitó a acercarse con un gesto de la mano, con hospitalidad y ternura, como si le bastara llamarla para conjurar cualquier maleficio que la amenazara. Pasó su brazo derecho sobre los hombros de mi madre estrechándola suavemente contra él y le acarició la cara sin apenas tocársela, como si fuera ciego y dibujara de memoria sus rasgos. No tengas miedo, le dijo, que no viene por ti.
Entre todas las voces que conocía sólo aquella la rescataba del miedo y le sonaba siempre libre de oscuridad y mentira. La voz de su padre, que ahora sólo podía recordar en sueños de los que su propio llanto la despertaba, se convertía muchas veces en un escándalo de ira. De pronto lo oía gritar sin entender por qué y procuraba ocultarse, y desde su escondrijo -las faldillas de una mesa, la espalda de un sillón, la proximidad acogedora y el olor a pana antigua y a tabaco de su abuelo- seguía escuchando insultos y tremendas blasfemias, patadas y correazos que silbaban en el aire tras una puerta cerrada. La voz de su madre, cuando le hablaba a ella, solía tener la frialdad de una orden o la amargura de una queja, cuando no un matiz de ironía que aún iba a lacerarla muchos años después de que se alejara de la infancia, de la que tal vez le ha quedado no la memoria de un paraíso inexacto que ella no conoció, sino el tormento secreto del miedo y de la incertidumbre que tal vez yo heredé de ella igual que la forma de la cara y el color de los ojos. Pero al menos tenía siempre consigo la voz de su abuelo Pedro, que le hablaba a una parte de su alma anterior a toda posibilidad de recuerdo, porque la había estado oyendo desde que se dormía en la cuna con las habaneras que él le murmuraba. De noche le bastaba oírla en una habitación contigua o tan sólo imaginarla para que se desvanecieran las otras voces de la oscuridad, las salmodias de las brujas y los cuentos atroces del tío Mantequero, los silbidos de las bombas, los motores que se detenían antes del amanecer junto a las puertas de las casas y los golpes violentos en los llamadores, la letanía de la madre y la hija que oyen desde la cama los pasos del asesino que viene a degollarlas. Ay mama mía mía mía quién será, cantaban al anochecer en los corros, bajo las bombillas recién encendidas, cállate hija mía mía mía que ya se irá, y esas palabras, que a nadie parecían atemorizar más que a ella, se las repetía monótonamente su memoria cuando estaba acostada, y era inútil que se tapara la cabeza con las mantas y que rezara para defenderse el Señor mío Jesucristo, porque los crujidos en la escalera eran los pasos de alguien y el ruido de la carcoma en las vigas del techo o de las ratas en el pajar era el aviso de que alguien venía horadando los muros de la casa cerrada, alguien acercándose con la fatalidad del mecanismo de un reloj, ay mama mía mía mía quién será, el hombre que vino a decirles que su padre estaba en la cárcel, cállate hija mía mía mía que ya se irá, los que llamaron a la casa del rincón y se llevaron a Justo Solana en una furgoneta negra, el cochero de la Macanca, con su cara de verdugo o de muerto, el médico jorobado, don Mercurio, que visitaba a sus enfermos en uno de los últimos coches de caballos que se vieron en Mágina y que parecía de antemano enviado por la funeraria.
Dice mi madre que el coche de don Mercurio irrumpió esa mañana en la plaza de San Lorenzo unos minutos después que el carro de los muertos indignos, negro y decrépito como la figura de su dueño, con su capota de cuero gastada por casi todos los soles y los inviernos del siglo, con sus cristales rajados por las ondas de las explosiones, con sus cortinillas de una gasa como de velo de viuda tras las que mi abuelo Manuel dijo haber visto una noche la cara de una joven, lo cual le dio motivo para inventar pormenores legendarios sobre la virilidad de don Mercurio, que según él se mantuvo intacta y batalladora hasta que el médico cumplió un siglo. Pero mi madre no vio el coche todavía, no esperó a descubrir por el sonido de un llamador en casa de quién había anidado la desgracia. Permaneció en el corral, al amparo del brazo de su abuelo, que aún reposaba en sus hombros, tan silenciosa como el perro, compartiendo la misma certeza de protección que les deparaba a los dos la voz de Pedro Expósito, que ahora acariciaba la cabeza del animal y le decía, no te preocupes tú, que tampoco vienen por nosotros.
Venían por alguien que acababa de tener una mala muerte en la Casa de las Torres, oyeron decir, a través del pozo, en el patio de los vecinos. Durante la noche algunos habían oído una sorda explosión que estremeció los cristales de todas las ventanas y que atribuyeron por costumbre a aquellas bombas olvidadas que seguían estallando traidoramente en los descampados y en los solares de ruinas. Venían por un albañil que se había ahorcado, le contó a Leonor Expósito una mujer que se detuvo un instante junto a la ventana y siguió corriendo para unirse al grupo temeroso que ya se estaba formando alrededor de la Macanca y que se abrió para dar paso al coche de don Mercurio tan respetuosamente como si hubiera llegado el trono de una procesión. Alguien dijo que el albañil no se había quitado la vida, sino que se partió el cuello al caer de un andamio, y que al principio lo creyeron muerto y por eso mandaron a llamar a la Macanca, pero que luego notaron que le quedaba un hilo de vida y a toda prisa avisaron a don Mercurio, pues no había otro médico en Mágina que pudiera remediar un caso tan desesperado. Y mi madre y mi bisabuelo supieron que había aparecido el coche de don Mercurio en la plaza de San Lorenzo porque hasta ellos llegó, por encima de los bardales y los emparrados, la canción que le cantaban los niños cuando lo veían acercarse.
– Tras, tras. -¿Quién es?
– EI médico jorobeta
que viene por la peseta
de la visita de ayer.
Esa misma canción la había cantado mi abuela Leonor cuando era niña, y ya entonces parecía tan antigua como el romance de doña María de las Mercedes: aún perduraba en mi infancia, veinte años después de la muerte del médico, que ya debía de ser nonagenario cuando se descubrió la momia de la mujer emparedada. Pero me han contado que lo más raro no era la ligereza de simio disecado y mecánico con que se movía ni la precisión infalible de sus diagnósticos, sino su lejanía del presente, sus trajes y sus modales y su capa de principios de siglo, el coche de caballos llamados estrafalariamente Verónica y Bartolomé con que recorría la ciudad fuera de día o de noche, pues por muy a deshoras que alguien acudiera en su busca siempre lo encontraba como recién vestido y dispuesto, el plastrón negro ceñido al cuello alto de celuloide, la capa de terciopelo con vueltas rojas y el maletín al alcance de la mano, el caballo y la yegua enganchados al tiro y el cochero somnoliento y veloz murmurando por lo bajo acerca de la mala vida que le daba don Mercurio, pero siempre vestido con su guardapolvo verde y su gorra de plato, que se quitaba con respeto de sacristán al entrar en una casa donde yaciera un muerto o un enfermo muy grave. Según mi abuelo Manuel, don Mercurio había inventado una pócima que le garantizaba la inmortalidad. Desde uno de los balcones del primer piso, oculta tras las macetas de geranios, mi madre se acuerda de que pudo ver al fondo de la plaza, junto al portalón de la Casa de las Torres, cómo aquel anciano pulcro, diminuto y torcido, saltaba del coche como un muelle antes de que Julián extendiera el estribo, y le dio miedo, aun tan de lejos, su cara tan pálida y la orografía de su cráneo pelado, que el médico, de quien se decía que fue en su juventud un seductor fulminante de señoras del gran mundo, cubrió en seguida con una chistera, tocándose el ala con una discreta inclinación para saludar al inspector Florencio Pérez, al forense y al escribiente del juzgado, que habían salido del interior de la Casa de las Torres para recibirlo. Amarillo y alto como una estatua que nadie se atrevía a mirar, el conductor de la Macanca fumaba en su pescante, mirando al cochero de don Mercurio desde su insana soledad de verdugo o de reo y sin duda comparándose a él con rencor. Dos guardias de uniforme gris empujaban hacia atrás a las vecinas más audaces o más maledicentes, y entre ellas daba saltos de mono y gritos de papagayo el sabandija Lagunillas, que muchos años después, cumplidos los ochenta, canijo e imberbe como un niño disecado, dio en el antojo de casarse, y puso anuncios en Singladura solicitando una novia joven, honesta y hacendosa, y mintiendo tan descaradamente acerca de su propia edad y su buena presencia que cuando una viuda incauta respondió al anuncio, fue a visitarlo y lo vio en el portal mugriento de su casa, echó a correr hacia la calle del Pozo como si huyera de un fantasma. Las vecinas ansiosas de novedad se encararon a los guardias, pero el portalón se cerró con una definitiva resonancia de lápida y nadie pudo averiguar nada hasta varias horas después, cuando la guardesa, desobedeciendo las órdenes de la policía, contó en la cola de la fuente del Altozano que en una cripta de aquel palacio abandonado desde hacía medio siglo había aparecido el cuerpo incorrupto de una muchacha. Guapísima, dijo la guardesa, como una artista de cine, y rápidamente se corrigió, como una estampa de la Virgen, vestida de dama antigua, morena, con tirabuzones, con un vestido de terciopelo negro, con un rosario entre las manos, una santa martirizada en secreto, emparedada en el sótano más hondo de la Casa de las Torres, tras un muro de ladrillo que la explosión de una granada derribó por azar. Y añadió en días sucesivos, en las colas populosas de la fuente y en los lavaderos de la muralla, que ahora se explicaba las voces que algunas veces la sobresaltaron por las noches, susurros y llantos como de ánima del purgatorio que ella atribuía al miedo de vivir sola en aquel caserón con torreones y saeteras de castillo y que no eran sino avisos de la santa que la estaba llamando. Gabriela, ven, le decía la voz, Gabriela, que estoy aquí, pero ella, cobarde, no quería escuchar y escondía la cabeza debajo de la almohada, y no se lo contaba a nadie para que no la tomaran por loca. Una vez, en la fuente del Altozano, mi madre oyó a la guardesa imitando la voz de la santa, prolongando con una cadencia fúnebre el final de las palabras, como en los seriales de la radio, y aquella noche, en su dormitorio, desde cuya ventana podía ver a la luz de la luna la fachada de la Casa de las Torres y las sombras oblicuas de las gárgolas, le pareció que a ella también le llegaba la queja de aquella voz, y se imaginó que la oscuridad donde permanecían abiertos sus ojos era la del sótano donde la muchacha fue emparedada. Recordó que la explosión había retumbado en el subsuelo de la plaza una hora antes del amanecer, pero no con un estrépito como el de las bombas que arrojaban los aviones, sino más bien como la onda expansiva de un terremoto, y se extinguió tan rápido que muchos que dormían creyeron al despertarse que la habían sonado. La guardesa dijo que fue derribada violentamente de la cama y que vio estremecerse sobre su cabeza la bóveda de piedra de la habitación donde dormía, y salió a los corredores invadidos de escombros temiendo morir sepultada bajo el caserón que tal vez ahora sí se hundiría definitivamente, después de más de cuarenta años de abandono y tres de bombardeos. Pero cuando bajó al patio ya se había restablecido el silencio, y no advirtió ninguna modificación en el aspecto usual de sus ventanas sin cristales y sus arcos en ruinas, de modo que también habría creído en la posibilidad de un sueño o de un breve terremoto si no hubiera visto surgir de la boca de uno de los sótanos una columna de polvo tintado de violeta por la luz difusa del amanecer.