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No ha llegado a nevar, afortunadamente, de Central Park viene un olor a bosque, a tierra húmeda y hojas empapadas, ahora sube vigorosamente hacia el norte por una acera de viviendas de ricos en cuyos umbrales los porteros de uniforme con galones llevan bajo la gorra de plato orejeras tan ignominiosas como las suyas y se va fijando en los números de las calles y en las mujeres envueltas en abrigos de pieles que bajan de las limusinas y cruzan rápidamente hacia los portales con luces indirectas, molduras blancas y zócalos de caoba, dejando en el aire como un rastro dorado de los perfumes más caros del mundo. Por un momento cree oler la colonia de Allison y casi se acuerda de su cara, pero es imposible, ha sido como un espejismo del olfato, y por primera vez cae en la cuenta de que será muy fácil no verla nunca más y siente odio hacia las caras extrañas que pasan junto a él. A la altura de la calle Sesenta y Cuatro Este ya va desfallecido, desde hace más de una hora no ha parado de andar, tiene hambre, ese hambre sin consuelo y mezclada al desamparo que le dan siempre las ciudades hostiles, y en esta zona de viviendas como fortalezas donde sólo habitan millonarios no hay bares, ni puestos de hamburguesas que despidan humaredas pestilentes de grasa, nada más que porteros uniformados como mariscales hondureños y aceras limpias y anchas, sin socavones, sin mendigos ni vagabundos forrados en harapos de plástico que empujen carritos de la compra llenos de desperdicios. Allison, dice, Allison, Allison, como si de verdad estuviera enamorado de ella y repitiendo su nombre pudiera traerla hacia él desde el confín de Nueva York o de América en el que se haya escondido, pero lo extraño no es no poder encontrarla, sino haberla conocido y confabularse tan rápidamente con ella en contra del cálculo de posibilidades, con la de gente que hay en el mundo, como decía el tío Pepe, si hasta da mareo pensar en el número de nombres ordenados por orden alfabético en la guía de teléfonos de Nueva York, millones de mujeres y hombres hablando en miles de idiomas y no hay manera de encontrar a un semejante cuando más falta hace, así que más vale agradecer la buena suerte de una noche y no ceder ni un minuto a la desesperación, volver a Europa, instalarse en Madrid, ahorrar para un piso e irse acostumbrando a la cercanía de los cuarenta años, qué asco de pronto, así que esto era la vida: pero agradece al menos que no se te ha caído el pelo todavía ni te ha salido barriga, dice la sombra, que no te has dado a la heroína ni al alcohol ni a la religión ni vistes pantalones abolsados ni suéters de marca ni tienes un despacho ni un cargo político, que no llevas en el bolsillo un recipiente plateado para la cocaína, que no estás abrumado por la paternidad ni acomodado en el matrimonio y en el adulterio, que no te has quedado paralítico por culpa de un accidente de tráfico, que no te has vuelto idiota de nostalgia por un pasado heroico que nunca existió, que te has librado del cepo de las oficinas y has sobrevivido sin cicatrices mortales a los frecuentes naufragios del amor.

Pero se muere de hambre, le tiemblan las piernas, de tanto frío como hace le duele la nariz, menos mal que tuvo la precaución de comprarse el gorro de punto y las orejeras, ande yo caliente y ríase la gente, le decía su madre al ponerle cuando se iba a la escuela en los días de invierno un pasamontañas que a él le daba rabia porque se veía cara de verdugo, ha llegado a la esquina de la calle Sesenta y seis y continúa caminando hacia el norte con la tenacidad de una máquina, pero debiera volverse, no vaya a hacérsele tarde, su padre ya estaría temiendo perder el avión, y él también, uno se pasa parte de la vida queriendo no parecerse a su padre y un día descubre que ha heredado no lo mejor de él, sino sus manías más insoportables, media vuelta, otra caminata de casi dos horas, y luego el sandwich más grande que haya en la cafetería del hotel y una de esas cervezas tibias y oscuras, con la espuma blanca y muy densa, que son excelentes para emborracharlo un poco a uno y dejarlo dispuesto a dormirse en el avión. Ya lo excita la seguridad de que va a marcharse, le dan antojos inaplazables que sólo sería capaz de confesarle a Félix, porque cualquier otro, incluso él mismo, lo reputaría de palurdo, una tostada con aceite, un bocadillo de jamón, media de churros espolvoreados de azúcar, un café con leche, pero café con leche de verdad, bien cargado y quemando, no el aguachirle que beben éstos incluso en las comidas, un plato de arroz, con conejo preparado por su madre, una orgía de colesterol, casi se le saltan las lágrimas, de nostalgia, de frío, de un hambre tan furiosa como la que le entraba en la aceituna o en la huerta, y entonces ve frente a él en la esquina un edificio bajo que parece un palacete italiano y al darse cuenta de que es un museo piensa inmediatamente que dentro habrá calefacción, lavabos y posiblemente hasta cafetería, de modo que consulta el reloj, calcula que le queda tiempo, sube la escalinata y compra una entrada. El museo se llama The Frick Collection, por él como si fuera el museo de bebidas de Perico Chicote, aunque ahora cree recordar que alguien le dijo no hace mucho ese nombre, Félix, tal vez, que sabe tanto de pintura como de música barroca o de poesía latina o de lingüística, pero lo disimula con la misma eficacia, por un escrúpulo inflexible contra la pedantería, le da pudor y oculta lo que sabe, igual que a veces entra en los sitios como si le diera vergüenza ser tan alto. Hace calor, en efecto, se quita con alivio los guantes, el gorro de lana y las orejeras, hay una flecha que indica la dirección de los lavabos, pero en el guardarropa le informan de que no hay cafetería, mala suerte, aunque el aire tan cálido y la penumbra silenciosa mitigan el hambre. Camina por un corredor enlosado de mármol y no tiene la sensación de estar en un museo, sino de haberse colado en la casa de alguien, hay cuadros pequeños y débilmente iluminados en las paredes y no llega del exterior el ruido del tráfico, ni siquiera el del viento, al cabo de unos pocos minutos el silencio adquiere la intensidad irreal que tenía en el Homestead Hotel, pero aquí no es amenazante, sino hospitalario, se oyen crujidos de pisadas prudentes sobre el suelo de madera bruñida y murmullos de voces, la carcajada de alguien invisible en una sala próxima, y un sonido de agua cayendo sobre una taza de mármol. En un patio cubierto por una bóveda de cristal donde hay una claridad gris y detenida una mujer solitaria que fuma un cigarrillo y tiene un catálogo abierto entre las manos. Vigilantes aburridos conversan en voz baja al fondo de los pasillos y se tapan la boca para que no se escuche demasiado alta su risa. No parecía un museo, piensa contarle a Félix, todos los vigilantes tenían cara de complicidad y de guasa, sobre todo cuando veían a un extraño y se quedaban serios y firmes, como si estuvieran fingiendo que eran vigilantes y no pudieran aguantar las ganas de reír, había un salón con una mesa de despacho, una biblioteca y una chimenea de mármol, y sobre ella el retrato de cuerpo entero del dueño de la casa, un señor de barba blanca y traje con chaleco que me miraba desde lo alto como si le disgustara mi presencia, aunque pavoneándose delante de mí de su palacio y de su colección de pinturas. Ve caras pálidas de hombres y mujeres de hace dos siglos y piensa con aprensión que está viendo retratos de muertos, que casi todos los cuadros y casi todos los libros y hasta las películas que más le gustan tratan únicamente de ellos, de los muertos, descubre no sin patriotismo y algo de sorpresa un Goya y un Velázquez, un severo autorretrato de Murillo, la de lugares que habrán recorrido estos cuadros para llegar aquí, le da mareo imaginárselo, tiene ganas de irse, se le va a hacer tarde y lo asusta un poco el silencio, hasta la sombra se ha callado, es como si el silencio viniera hacia él desde el interior de los cuadros y fuera el espacio desde donde lo miran esas pupilas sosegadas de muertos, el espacio y el tiempo, el espacio intangible que rodea las figuras como el cristal de un acuario y el tiempo ajeno a las calles de Nueva York y a las agujas de su reloj de pulsera que se van acercando a la hora de la partida, años y siglos congelados en las salas y en los corredores del museo, en la claridad gris del patio donde fluye el agua sobre una taza de mármol, en las facciones de esa gente sin nombre que fue borrada por la tierra y cuyas figuras se yerguen con una sonrisa triste y una mirada fija contra la oscuridad del fondo de los cuadros. Detesta los museos porque le hacen acordarse de que va a morir y pensar, como dice suspirando su abuelo Manuel, que no somos nadie, le pasa lo mismo cuando ve una de esas películas en que los protagonistas envejecen y tienen la cara maquillada de arrugas y les tiemblan las manos, le da congoja por muy malas que sean, aunque los actores sigan pareciendo mucho más jóvenes de lo que quieren fingir y se note que las canas son tintadas. En el Museo Metropolitano, durante un viaje anterior, se vio la cara borrosa en un espejo egipcio de plata y apartó los ojos al preguntarse cómo serían las caras que se miraban en él hace cinco mil años. Cofradías de muertos, catálogos de muertos, facciones de muertos esculpidas en piedra o pintadas al óleo o conservadas en la cartulina de las fotografías. No tengo hijos y es posible que ya no los tenga, dentro de un siglo no quedará ni rastro de mi cara en la memoria ni en las facciones de nadie. Pero mi madre dice que me parezco mucho a mi bisabuelo Pedro: cuando hayan muerto mis abuelos, cuando muera ella, nadie lo sabrá.

Tranquilo, interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando lleva unas copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una estatua de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha todavía, deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa recién abandonada, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de soledad, con ese sonambulismo que lo gana fatalmente en los museos, en los aeropuertos y en los supermercados, y entonces ve, primero sin atención y de soslayo, luego deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle extranjera la cara de alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de que es imposible, un cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de no parecerse a ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando sobre un caballo blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una colina en la que se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o de un castillo. Se acerca para mirar el título, Rembrandt, The Polish rider, pero tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no sabe explicarse por qué, es muy raro pero también lo encuentra familiar, como si lo hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con algo que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con la misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pérdida y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le han deparado con absoluta plenitud unas pocas canciones: como si el tiempo y la realidad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se reconoce y que le importa tanto como la del desconocido que habita el apartamento de al lado. Está seguro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y le da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los juancaballos bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a Mágina desde el campo de concentración entre montañas tan oscuras como las que se ven en el cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque detrás del jinete se vislumbra un fuego encendido, los cascos de un caballo resonando hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuelve y continúa mirando, no puede tolerar la tensión imposible que le ha agudizado la memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le ocurrió algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor, imaginaba en seguida espadas curvas atravesándolo y manchas de sangre que brotaban de él, y de pronto una noche, viendo medio dormido la televisión, descubrió que esa imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película a la que lo llevaron en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora, El tigre de Esnapur, y en su apartamento de Bruselas se le despertó todo el miedo pero también toda la inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté acordándose de una película o de la ilustración de un libro, esa torre en la cima de la montaña, el castillo de los Cárpatos, el castillo de irás y no volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de bronce y no le ha respondido más que el eco, o ha visto la torre mientras cabalgaba y ha renunciado de antemano a la posibilidad de buscar refugio o de aceptar unas horas de descanso, pues no quiere interrumpir su viaje, no quiere bajar del caballo ni despojarse del gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la espalda ni del arco colgado de su montura para combatir quién sabe en qué guerra, para arrojarse a qué furiosa cacería, en qué estepas tan ilimitadas como las que atravesaba sin detenerse nunca Miguel Strogoff, el correo del zar, que en el curso de su viaje secreto conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió y la volvió a encontrar y fue salvado por ella cuando ya no podía verla porque unos tártaros salvajes le habían quemado los ojos con un sable candente.

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