Frena, ha estado a punto de empotrarse contra el remolque de un trailer, suspira, vuelve a abrir el periódico, no se da cuenta de que el semáforo se le ha puesto en verde hasta que en otro camión más grande todavía que espera detrás suena un claxon tan brutal como el de la sirena de un transatlántico, como los de los camiones de bomberos de Nueva York, que más que a apagar incendios parecen dirigirse a provocar catástrofes, el corazón se encoge, tendría gracia morir aplastado bajo las ruedas de un camión en las afueras de Chicago, en compañía de un bengalí que suspira de nostalgia por su patria miserable y fangosa. «Qué lejos de casa», dice, y mira en el retrovisor, acepta un cigarrillo como si aceptara un pésame, suelta golosamente el humo haciendo roscos y cuenta que él tenía un trabajo muy bueno en Alemania, en Stuttgart, pero que sus padres le concertaron el matrimonio con una prima suya que vivía en América y tuvo que venir a casarse y se quedó. Cómo verán esos ojos el mundo, qué recuerdos tendrá del país donde nació y al que lo más seguro es que no vuelva, viajó desde Stuttgart a Chicago para casarse con su prima igual que un salmón cruza el océano para depositar sus huevos en el lecho de un río y ahora conduce un taxi y antes de hablar se queda pensando y se muerde los labios, tiene que traducir las palabras, algunas se le escapan en alemán, cómo será la casa a donde vuelve cuando termina el trabajo, después de trece o catorce horas al volante de un taxi por una llanura de autopistas, suburbios de casas de ladrillo rojo entre el césped, ferreterías inmensas, hamburgueserías rodeadas de aparcamientos tan ilimitados como los maizales, como el cielo gris que se está oscureciendo aunque no se sabe si va a anochecer o si son las diez de la mañana, y mirar el reloj no sirve de gran cosa, el sentido del tiempo está como anestesiado por los cambios horarios, igual que los tímpanos por la presión del vuelo, las agujas marcan la hora de Nueva York pero en la conciencia y hasta en las costumbres del cuerpo permanece la hora de Europa, un cálculo automático, como el del valor de la moneda, en Madrid son ahora las once de la noche, en Granada Félix ya ha acostado a sus hijos y está viendo con Lola una película de la televisión, en Bruselas llueve y no hay nadie por la calle, en un salón de actos se ha prolongado interminablemente una conferencia sobre aranceles agrícolas o sobre las normas de fabricación de preservativos y los traductores soñolientos miran por el cristal de sus cabinas y buscan equivalencias instantáneas para las palabras absurdas que escuchan en los auriculares pensando en otra cosa, y en las afueras de Chicago, en una calle idéntica a todas las calles que ha cruzado el taxi desde hace una hora, césped, árboles, ladrillo rojo, ventanas iluminadas, nadie, un bengalí que tiene nostalgia de Stuttgart le pregunta a un tipo que corría en camiseta y con una gorra de béisbol puesta al revés por un hotel llamado Homestead que tiene todos los visos de no existir: el tipo suda, con el frío que hace, tiene los pectorales hercúleos, mira con reprobación la cara del taxista y con asco el humo de tabaco que sale por la ventanilla, señala algo con la mano derecha extendida, hay que ir hacia el lago: una calle larga, con hamburgueserías, con ferreterías, con muladares de coches desguazados, más casas de ladrillo rojo y jardines y árboles y ventanas iluminadas tras los visillos, mástiles de banderas hincados en el césped, lazos amarillos atados a los postes de los buzones, banderas colgando sobre los porches de casas miserables, aceras desiertas, tipos en camiseta y con gorras de béisbol al revés que saltan respetuosamente en los semáforos para no perder el ritmo de su carrera y sólo cruzan cuando la luz se pone verde, aunque no venga ningún coche, vaya mundo, y por fin el taxista se detiene tan bruscamente que la cabeza choca contra el plástico blindado e indica algo con una inmensa sonrisa, un edificio de ladrillo rojo, a la derecha, muy alto entre las casas de una sola planta con jardín, «Homestead Hotel», anuncia victoriosamente en su inglés catastrófico: en qué aldea nacería que ni siquiera aprendió en la infancia el idioma de los colonizadores.
En una mecedora del porche pintado de blanco hace equilibrios una ardilla, cuidado, avisa el taxista antes de marcharse, puede transmitir la rabia, otra posibilidad estupenda, mejor incluso que la del choque de frente con un trailer, fallecimiento en el hospital de Evanston ocasionado por la mordedura de una ardilla que tiene los ojos dulces y húmedos como en una película de Walt Disney: la ardilla no escapa, observa, oscila en la mecedora, tal vez a punto de saltar hacia el cuello como un murciélago del Amazonas, y en el vestíbulo del hotel parece que tampoco hay nadie, aparece al cabo de uno o dos minutos de silencio un negro anciano y calvo, un botones decrépito como las ruinas de un coloso que se empeña en llevar la maleta aunque apenas puede levantarla, ni levantar del suelo los pies, calzados con unos zapatos arcaicos y magníficos, inmensos, amarillos y negros, correosos como la cara de su dueño, que debió de bailar claqué con ellos en el Cotton Club. Suelta jadeando la maleta a cambio de una propina, señala el mostrador de recepción, donde hay dos sobres con nombres escritos que contiene cada uno dos llaves, la de la puerta de la calle y la de la habitación, se ve que es un hotel de misántropos, o un hotel automático, el negro se derrumba con cara de moribundo sobre un sillón de mimbre y murmura cavernosamente un blues mientras sus zapatos, al final de las piernas larguísimas, relumbran en mitad del vestíbulo. Nadie en el ascensor, ni una voz ni un ruido, ni siquiera el de los pasos, en el pasillo alfombrado donde se vislumbra al final de una lejana perspectiva el letrero rojo de Exit. ¿No es ése el nombre de una especie de club anglosajón de suicidas, o de una sociedad de fomento de la eutanasia? Félix se complacería en una precisión etimológica: exit, exitus, salida. Félix desharía ordenadamente la maleta, guardaría la ropa en el armario, encendería la televisión y se tendería tranquilamente en la cama con un volumen de Tácito o un manual de informática para lingüistas. Qué cabeza la suya, qué mérito, jamás dejaría la maleta y la bolsa en un rincón ni se apresuraría a marcar otra vez un número de teléfono de Nueva York sabiendo por experiencia que es inútil, que de nuevo se oirá la misma voz de mujer que repite no un nombre sino otro número de teléfono y la educada invitación a dejar un mensaje y el pitido tras el que se oye el roce de una cinta en blanco. Pero es que Félix nunca habría cruzado un océano y luego medio continente para buscar a una mujer con la que hubiera pasado una sola noche en Madrid ni se habría ofrecido a sí mismo el pretexto de que en realidad no iba a buscarla, sino que bueno, ya que tenía que trabajar como intérprete en un congreso internacional, en Chicago, pues no le costaba nada intentar de paso un encuentro en Nueva York. Ya no hace falta consultar la hoja con membrete del hotel Mindanao donde ella apuntó su número antes de irse, el dedo índice se los conoce instintivamente de tanto repetirlos y la memoria desengañada anticipa cada palabra grabada y los matices extraños de la voz, cómo pronuncia esta gente, con qué perfección y qué desapego confían sus palabras a un auricular y a una cinta magnetofónica que ahora está deslizándose automáticamente en un contestador, sonando como la voz de un fantasma en un apartamento deshabitado donde ya será de noche, uniéndose al gorgoteo del motor de un frigorífico y a los crujidos de los muebles, y también a los sonidos que lleguen desde la calle a través de las persianas echadas, dónde, en qué parte de esa ciudad que tanto le gusta al vacuo inepto de La Walkiria y de la huella de España en América, cómo es la habitación donde ha sonado ya tantas veces el timbre del teléfono y el mismo mensaje, qué libros hay, qué cuadros y discos, qué fotografías, tal vez alguna de la mujer que ni siquiera dice su nombre en la grabación, sólo el número, Allison, ni siquiera un apellido, el nombre en una pequeña tarjeta plastificada y prendida en la solapa de su americana masculina, el pelo rubio, la sonrisa brillante como una carcajada, la cara ya imposible de recordar surgiendo en los pasillos del palacio de Congresos y desapareciendo luego entre un gentío de fantasmas empalidecidos por las luces fluorescentes y recobrada por azar en un comedor por donde deambulaban los mismos fantasmas dotados ahora de bandejas de plástico con recipientes de ensalada, de pollo en salsa y de bebidas carbónicas, exhibiendo las sonrisas más comedidas y prefabricadas del mundo, las tarjetas plastificadas en las solapas, los dedos tan pulcros como pinzas quirúrgicas, las disculpas al rozarse levemente los codos, las razas humanas no son cinco, sino seis, y la sexta es la raza lívida y mestiza de los asistentes a congresos, se les conoce porque llevan sus nombres en las solapas y carpetas de plástico negro bajo el brazo, así como un curioso abalorio cuyos extremos se introducen en los pabellones auditivos: y de pronto, en medio del aburrimiento y de la babel de voces que murmuran adormecedoramente en varios idiomas, aquella boca pintada de rojo con una sonrisa como una bandera desplegada, la mujer rubia, reconocida en un instante, tan desahogada y tan segura de sí que parece más alta, el perfume ya advertido la primera vez, cuando apareció en el pasillo, no un perfume, una colonia, se la imaginaba uno desnuda y recién duchada en un cuarto de baño, pintándose los labios de rojo delante del espejo, los labios más finos y rojos de todo Madrid aquellos días, el pelo más rubio, el cuerpo más feliz, porque son los cuerpos y las caras los que muestran la felicidad o la desgracia, no las palabras y ni siquiera los estados de ánimo, uno puede sentirse feliz y descubrir en el espejo que su cara es desgraciada, uno puede estar muriéndose de desolación junto al teléfono en un cuarto del Homestead Hotel de Evanston, Illinois, y entrar entonces al cuarto de baño para lavarse los dientes y descubrir que en su cara hay una obstinación involuntaria de felicidad, o por lo menos de guasa, de guasa hacia sí mismo, hacia esa situación como de novela centroeuropea, como de preámbulo apacible de novela de terror, el hotel silencioso, el viajero perdido, el teléfono que repite una vez más su mensaje automático, y tras la ventana, al fondo, siete pisos más abajo, jardines traseros, corralones o muladares de neumáticos, y el cielo bajo y gris, confundiéndose en la distancia con la superficie ondulada y neblinosa del lago, más gris aún, con vetas verde oscuro, tan desolado como el Báltico en una tarde de invierno.