Tenía miedo cuando llegaron a Mágina: miedo a decepcionarla o a perderla, o a ser desenmascarado por su perspicacia. Bajó tras ella del autocar, viéndola moverse con una gracia fatigada entre los otros viajeros, más alta y más joven que ellos, intocada en su entusiasmo por el remordimiento o el dolor, con su pantalón vaquero muy ceñido y su pelo tan largo, los pómulos pecosos, el aire indudable de extranjera que le daban la forma del mentón y el tono de la piel, impaciente por recoger el equipaje y salir a la ciudad, atenta a él, enderezándole el lazo y limpiándole la ceniza de la chaqueta, haciéndole preguntas a las que él contestaba con una benevolencia que jamás había empleado en su trato con nadie. Pero sus ojos y su voz eran españoles, pensaba siempre con orgullo, el brillo de las pupilas y el acento de Madrid con que hablaba, heredado del suyo, y más ahora, cuando la excitaba tanto la inminencia de conocer la ciudad y le preguntaba cómo se sentía, si estaba cansado, si se acordaba de los paisajes que habían visto desde la ventanilla durante el viaje y de las calles por donde el autobús entró a la ciudad. Un hombre desaliñado y con aire de mansedumbre alcohólica que empujaba un carrito de mano se ofreció a llevarles el equipaje hasta un hotel que estaba muy cerca, el Consuelo, en la misma acera, apenas unos metros más allá. Salieron a la calle tras él y el comandante Galaz se quedó unos instantes desorientado por la intensidad de la luz y por la extrañeza de encontrarse en una ciudad que había recordado durante treinta y seis años y que ahora no reconocía: edificios altos, garajes, una avenida por la que discurría ruidosamente el tráfico. Era como haberse equivocado de ciudad, no tanto porque ésta no se pareciera a Mágina como por el hecho de que era exactamente igual a casi todas las que había atravesado el autobús desde que salieron de Madrid.
Pasó el brazo por el hombro de su hija y ella le estrechó la cintura. No me acuerdo de nada, le dijo, no sé ni dónde estoy. Un poco antes de que llegaran al Consuelo se abrió la puerta de un bar y desde el interior vino una ráfaga de música que a ella le resultó instantáneamente familiar, el estribillo de una canción de los Rolling Stones, Brown sugar: nunca había esperado oír una de esas canciones en España, acostumbrada desde niña a asociar el país de su padre a los discos de los años treinta que algunas veces él escuchaba como una concesión algo avergonzada a la nostalgia. Le gustó verse abrazada a él en las cristaleras del bar, en medio de la hiriente luz del mediodía, y notó que el borracho triste que les llevaba el equipaje los miraba de soslayo con expresión de intriga, inseguro tal vez de que fueran padre e hija o asombrado de que caminaran por la calle abrazándose: casi nadie lo hacía por entonces en Mágina, sólo algunas parejas de forasteros o de novios voraces que se enredaban escandalosamente en los parques como serpientes pitón, según denunciaba el párroco integrista y taurino de San Isidoro. Sentía que al cobijarse en él al mismo tiempo lo estaba protegiendo de algo. Lo había cuidado desde mucho antes de que muriera su madre, lo había esperado por las noches y le había preparado la cena y la ropa limpia para el día siguiente mientras su madre bebía cócteles y fumaba cigarrillos sentada frente al televisor o permanecía encerrada con llave en su dormitorio, le ordenaba los libros y los papeles en su despacho, iba a buscarlo algunas tardes a la biblioteca universitaria donde trabajaba y volvía con él tomada de su brazo. Había en ella como una sólida disposición conyugal que se acentuó tras la muerte de su madre: en Mágina, en el hotel Consuelo, cuando lo vio sentarse en la cama y dejar las gafas y el sombrero en la mesa de noche y frotarse los ojos con las manos abiertas, como queriendo ocultar tras ellas su cara de fatiga, lo sintió más frágil que nunca, más incluso que cuando lo sorprendió reclinado e inhábil en el último banco de una iglesia de Madrid. Mientras ella deshacía el equipaje e iba distribuyendo la ropa en los armarios y los objetos de aseo en el cuarto de baño con la misma atención reflexiva y el mismo aire de perennidad que si fueran a quedarse allí el resto de sus vidas, su padre fumó despacio y luego se acercó a la ventana y sin descorrer los visillos se quedó mirando la avenida, las aceras sombreadas de árboles, el asfalto con un paso de cebra recién pintado y un semáforo que todavía no funcionaba, el edificio de ladrillo rojo de enfrente, con persianas de un verde suave y sanitario, que debía de ser una high school, pensó él, comprobando con desagrado que tardaba en acordarse de la palabra española. Al fondo, sobre las terrazas y los ángulos rectos de los bloques de pisos, vislumbró agujas de torres, y creyó escuchar entre el ruido del tráfico el reloj de la plaza del General Orduña: era como si aún no hubiera llegado de verdad a Mágina, como si el desaliento o la torpeza lo hubieran empujado a claudicar de su búsqueda cuando ya estaba casi en el fin del viaje: al emprender cada etapa, desde que dejó cerrada su casa de Queens y subió con su hija al taxi que los llevaría al aeropuerto Kennedy, se había sentido en el arranque definitivo del regreso, pero cada vez, en cada llegada, en cada nueva partida, no había encontrado la plenitud que se prometía a sí mismo sino una nueva postergación, una sequedad interior que jamás llegaba verdaderamente a conmoverse. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril, hoteles, garajes donde arrancaban autobuses, ciudades entrevistas en una lejanía tan inalcanzable como la del horizonte. Ahora estaba en una habitación que podría encontrarse en cualquier ciudad, mirando una avenida y una fila de árboles y un edificio de ladrillo rojo que no podía asociar al nombre de Mágina, viendo sobre los tejados, como una línea azul de montañas remotas, los pináculos de algunas torres hacia las que ya no tenía empuje para caminar.
Cuando se volvió hacia el interior de la habitación el contraste con la luz de la calle le hizo verla casi a oscuras: le sorprendió que su hija estuviera allí, terminando de ordenar su ropa en un armario mientras cantaba por lo bajo una canción en inglés. No se acostumbraba a que hubiera crecido y madurado tanto en los últimos tiempos y a que hubiera en sus gestos y en la expresión de su cara una especie de gravedad jovial que estuvo siempre en ellos pero que se había acentuado tras la muerte de su madre. Sentía al mirarla una mezcla insensata de orgullo, incredulidad y pavor. Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.
«En qué estarás pensando»: su hija, parada frente a él, le alzaba la barbilla y le obligaba a mirarla. El color castaño claro de sus ojos era muy parecido al de las pecas de sus pómulos, y su pelo, negro en la penumbra, adquiría un resplandor de cobre cuando el sol lo alumbraba. «Si quieres podemos dar un paseo ahora mismo. Tengo ganas de enseñarte la ciudad, aunque quién sabe, a lo mejor me pierdo.» Sin decir nada ella le sonrió echando el pelo hacia un lado y lo besó en la mejilla, pero ya no tenía que alzarse sobre las puntas de los pies para hacerlo. Era tan raro de pronto que esa muchacha cincuenta años más joven que él fuera su hija y que ninguno de los dos tuviera otro vínculo perdurable en el mundo. El comandante Galaz se acordó sin remordimiento de la mujer con el cuello torcido que era empujada en una silla de ruedas sobre las losas de una iglesia, del hombre vestido de negro y del militar que sostenía en la mano izquierda su gorra de plato: se había fijado involuntariamente en las tres estrellas de capitán que había en su bocamanga. Cuántas vidas puede vivir un solo hombre, pensaba, cuántos azares, cuánto tiempo. Pero estaba seguro de que si en la más antigua de sus vidas no hubiera llegado a Mágina una tarde de abril ahora no existiría esa muchacha que él no había deseado que naciera y cuya sola presencia lo justificaba ante sí mismo. Comieron en el restaurante del hotel y luego, a media tarde, salieron a la calle tomados del brazo, dispuestos a caminar por la ciudad como una pareja de turistas excéntricos.
Sentado junto a la ventana , al final del aula, mirando hacia el patio donde hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre, porque estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el reloj que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de que este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias, hacia las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de pedirme un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar Jinetes en la tormenta entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese rumor de lluvia y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el fondo de la barra hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará camino de su casa o de quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus zapatillas de deporte, con el pelo recogido en una coleta, pero no para acercarme al cristal y verla pasar y morirme de tristeza y ni siquiera atreverme a morir de deseo, sino para saber que va a venir y esperar su llegada, oliendo a jabón de ducha y a colonia de madreselva, viéndola entrar en el Martos y acercarse a mí y besarme rápidamente en los labios con esa familiaridad de las pasiones fortalecidas por la costumbre, la clase de pasiones que seguiré metódicamente esperando y perdiendo a lo largo de la otra mitad de mi vida, la falda tan breve, las zapatillas blancas, los calcetines caídos de color malva que me gustan tanto, mostrando los tobillos, la piel morena de sus piernas, el verde húmedo de sus ojos tan grandes en la penumbra del bar, todo tan natural y tan imposible, yo sentado en el último banco de la clase y ella abajo, en el patio, ahora la distingo, con pantalón azul y camiseta blanca, la distingo con un estremecimiento entre la hilera de las chicas que corren siguiendo el ritmo que marca el silbato de la profesora de gimnasia y de hogar, a la que llaman la Medusa, y de la que dicen que le gustan las mujeres, veo sus pechos saltando bajo la camiseta, me van a sacar a la tarima para que lea un trabajo de literatura que no he hecho y yo estoy teniendo una suave y sigilosa erección, pensando en ella, viéndola correr por el patio de cemento, imaginando que estoy en el Martos y viene hacia mí y se adhiere a mi vientre mientras suena en la máquina de discos una canción bronca y golfa de los Rolling Stones, It's only rock'n'roll but I like it, pero de cualquier modo me gustan mucho más los Doors, no hay nadie como Jim Morrison, nadie que murmure o grite o escupa esas palabras, Riders on the storm, los jinetes cabalgando en una noche de tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país, viajando en un coche por una carretera que no termina nunca, esa canción de Lou Reed, fly, fly away, márchate, vuela lejos, o la otra, la de Jim Morrison, viaja hacia el fin de la noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza, la última que han traído de Lou Reed, take a walk on the wild side. Serrano y Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación y entusiasmo, y por eso muchas veces, cuando hemos fumado y bebido mucho, lo mejor es oír una canción que casi no tenga letra, una de Jimi Hendrix, por ejemplo, las distorsiones furiosas de la guitarra y esa voz lejana que está como perdiéndose siempre entre un vendaval, ese ritmo que nos excita y nos hace cerrar los ojos y olvidarnos de nosotros mismos y de la ciudad donde hemos nacido y adonde milagrosamente llega esa música que nació tan lejos, al otro lado de un mar que yo no sólo no he cruzado, sino que ni siquiera he visto.