– Quería saber si los sacerdotes que vi realmente existieron.
– Tenemos experiencias extraordinarias y menos de dos horas después estamos intentando convencernos a nosotros mismos de que son producto de nuestra imaginación -dijo Wicca, mientras se dirigía al estante. Brida recordó lo que había pensado en el bosque sobre las personas que tienen miedo de lo extraordinario. Y sintió vergüenza de ella misma.
Wicca volvió con un libro en las manos.
– Los cátaros, o los Perfectos, eran sacerdotes de una iglesia creada en el sur de Francia a fines del siglo XII. Creían en la reencarnación y en el Bien y el Mal absolutos. El mundo estaba dividido entre los elegidos y los perdidos. No servía de nada intentar convertir a alguien.
El desprendimiento de los cátaros en relación con los valores terrenales hizo que los señores feudales de la región del Languedoc adoptasen su religión; de esta forma no necesitaban pagar los pesados impuestos que la Iglesia católica exigía en aquella época. Al mismo tiempo, como los buenos y los malos ya estaban definidos antes de nacer, los cátaros tenían una actitud muy tolerante en relación con el sexo y, principalmente, con la mujer. Eran rigurosos solamente con aquellos que recibían la ordenación sacerdotal.
Todo iba muy bien hasta que el catarismo comenzó a difundirse por muchas ciudades. La Iglesia católica sintió la amenaza y convocó una cruzada en contra de los herejes. Durante cuarenta años, cátaros y católicos se trabaron en batallas sangrientas, pero las fuerzas legalistas, con el apoyo de varias naciones, consiguieron finalmente destruir todas las ciudades que habían adoptado la nueva religión. Faltó apenas la fortaleza de Monségur, en los Pirineos, donde los cátaros resistieron hasta que el camino secreto -por donde recibían ayuda- fue descubierto. Una mañana de marzo de 1244, después de la rendición del castillo, doscientos veinte cátaros se tiraron cantando en la inmensa hoguera encendida en la base de la montaña donde el castillo había sido construido.
Wicca dijo todo aquello con el libro cerrado en su falda. Fue al acabar la historia cuando abrió sus páginas y buscó una fotografía.
Brida miró la foto. Eran ruinas, con casi toda la torre en pedazos, mas las murallas intactas. Allí estaba el patio, la escalera por donde Loni y Talbo habían subido, la roca que se mezclaba con la muralla y la torre.
– Dijiste que tenías otra pregunta que hacerme.
La pregunta había perdido importancia. Brida ya no podía pensar bien. Se sentía rara. Con algún esfuerzo, se acordó de lo que quería saber.
– Quiero saber por qué pierdes el tiempo conmigo. Por qué quieres enseñarme.
– Porque así lo manda la Tradición -respondió Wicca-. Tú te dividiste poco en las sucesivas encarnaciones. Perteneces al mismo tipo de gente que mis amigos y yo. Nosotros somos las personas encargadas de mantener la Tradición de la Luna.
Tú eres una bruja.
Brida no prestó atención a lo que dijo Wicca. Ni siquiera le pasó por la cabeza que tenía que fijar una nueva cita; todo lo que ella quería en aquel momento era irse, descubrir cosas que la devolviesen a un mundo familiar; una infiltración en la pared, un paquete de cigarrillos caído en el suelo, alguna correspondencia olvidada encima de la mesa del portero.
"Tengo que trabajar mañana." Estaba de repente preocupada por el horario.
En el trayecto de regreso a su casa empezó a hacer una serie de cálculos sobre la facturación de las exportaciones durante la semana anterior de la firma para la que trabajaba y consiguió descubrir una manera de simplificar ciertos procedimientos en la oficina. Se puso muy contenta: a su jefe podría gustarle lo que estaba haciendo y, quién sabe, hasta darle un aumento.
Llegó a su casa, cenó, vio un poco de televisión. Después pasó los cálculos sobre las exportaciones al papel. Y cayó exhausta en la cama.
La facturación de las exportaciones había adquirido importancia en su vida. Era por trabajar en este tipo de cosas por lo que le pagaban.
Lo demás no existía. Lo demás era mentira.
Durante una semana, Brida se despertó siempre a la hora marcada, trabajó en la firma de exportaciones con la mayor dedicación posible y recibió merecidos elogios del jefe. No perdió ni una sola clase de la Facultad y se interesó por todos los asuntos de todas las revistas que estaban en todos los quioscos. Todo lo que tenía que hacer era no pensar. Cuando, sin querer, se acordaba de que conoció a un Mago en la montaña y a una bruja en la ciudad, las pruebas del próximo semestre y el comentario que cierta amiga había hecho sobre otra amiga, alejaban estos recuerdos.
Llegó el viernes y su novio fue a buscarla a la puerta de la Facultad, para ir al cine. Después, fueron al bar acostumbrado, charlaron sobre la película, los amigos y sobre lo que les había sucedido en sus respectivos trabajos. Encontraron amigos que salían de una fiesta y cenaron con ellos, dando gracias a Dios porque en Dublín siempre hubiese un restaurante abierto.
A las dos de la madrugada los amigos se despidieron, y los dos decidieron ir a casa de ella. En cuanto llegaron, ella puso un disco de Iron Butterfly y sirvió un whisky doble para cada uno. Se quedaron abrazados en el sofá, en silencio y distraídos, mientras él acariciaba sus cabellos y después sus senos.
– Fue una semana de locura -dijo ella, de repente-. Trabajé sin parar, preparé todos los exámenes e hice todas las compras que estaban faltando.
Acabó el disco, y ella se levantó para cambiar la cara. -¿Sabes, la puerta del armario de la cocina, aquella que se había despegado? Finalmente conseguí encontrar un momento para llamar a alguien que la arreglase. Y tuve que ir varias veces al Banco. Una para buscar el dinero que papá me envió, otra para depositar cheques de la firma y otra…
Lorens la estaba mirando fijamente. -¿Por qué me estás mirando? -dijo.
Su tono de voz era agresivo. Aquel hombre frente a ella, siempre quieto, siempre mirando, incapaz de decir algo inteligente, era una situación absurda. No lo necesitaba. No necesitaba a nadie.
– ¿Por qué me estás mirando? -insistió.
Pero él no dijo nada. Se levantó también y, con todo cariño, la llevó de vuelta al sofá.
– No escuchas nada de lo que te digo -clamó Brida, desconcertada.
Lorens se apoyó nuevamente en su regazo. "Las emociones son caballos salvajes."
– Cuéntame todo -le dijo Lorens, con ternura-. Sabré escuchar y respetar tu decisión. Aunque sea otro hombre. Aunque sea una despedida. Estamos juntos desde hace algún tiempo. No te conozco por completo. No sé cómo eres. Pero sé cómo no eres. Y tú no has sido tú durante toda la noche.
Brida tuvo ganas de llorar. Pero ya había gastado muchas lágrimas con noches oscuras, con tarots que hablaban, con bosques encantados. Las emociones eran caballos salvajes, al final no quedaba más que liberarlos.
Se sentó delante de él, recordando que tanto al Mago como a Wicca les gustaba esta posición. Después, sin interrupciones, contó todo lo que había pasado desde su encuentro con el Mago en la montaña. Lorens escuchó en silencio total. Cuando ella mencionó la fotografía, Lorens le preguntó si, en alguno de sus cursos, ella ya había oído hablar de los cátaros.
– Sé que no crees nada de lo que te he contado -respondió-. Crees que fue mi inconsciente, que yo recordé cosas que ya sabía. No, Lorens, nunca había oído hablar de los cátaros antes. Pero sé que tienes explicaciones para todo.
Su mano temblaba, sin que se pudiera controlar. Lorens se levantó, tomó una hoja de papel e hizo dos agujeros, a una distancia de 20 centímetros uno del otro. Colocó la hoja en la mesa, apoyada en la botella de whisky, de modo que quedara vertical.
Después fue hasta la cocina y trajo un tapón de corcho. Se sentó en la cabecera de la mesa y empujó el papel con la botella hacia el otro extremo. A continuación, se puso el tapón en la frente.
Ven aquí -le dijo.
Brida se levantó. Estaba intentando esconder las manos trémulas, pero él parecía no darle la menor importancia. Vamos a imaginar que este tapón es un electrón, una de las pequeñas partículas que componen el átomo, ¿has entendido?
Ella afirmó con la cabeza.
– Pues bien, presta atención. Si tuviese aquí conmigo ciertos aparatos complicadísimos que me permiten dar un "tiro de electrón", y si disparase en dirección a aquella hoja, él pasaría por los dos agujeros al mismo tiempo, ¿lo sabías? Sólo que pasaría por los dos agujeros sin dividirse.
– No lo creo -dijo ella-. Es imposible.
Lorens cogió la hoja y la tiró a la basura. Después guardó el tapón en el lugar de donde lo había sacado: era una persona muy organizada.
– No lo creas, pero es verdad. Todos los científicos saben esto, aun cuando no consigan explicarlo. Yo tampoco creo en nada de lo que me dijiste. Pero se que es verdad.
Las manos de Brida aún temblaban. Pero ella ya no lloraba ni perdía el control. Todo lo que percibió fue que el efecto del alcohol había pasado completamente. Estaba lúcida, con una lucidez extraña.
– ¿Y qué es lo que los científicos hacen ante los misterios de la ciencia?
– Entran en la Noche Oscura, para usar el término que tú me enseñaste. Sabemos que el misterio no nos abandonará nunca, entonces aprendemos a aceptarlo y a convivir con él. Pienso que esto está presente en muchas situaciones de la vida. Una madre que educa a un hijo debe sentirse buceando en la Noche Oscura. O un emigrante que va lejos de su patria en busca de trabajo y dinero. Todos creen que sus esfuerzos serán recompensados y que un día van a entender lo que sucedió en el camino y que, en su momento, parecían tan asustados.
No son las explicaciones las que nos hacen avanzar, es nuestra voluntad de seguir adelante.
Brida sintió de repente un cansancio inmenso. Necesitaba dormir. El sueño era el único reino mágico en el que había conseguido entrar.
Aquella noche tuvo un lindo sueño, con mares e islas cubiertas de árboles. Se despertó de madrugada y se alegró de que Lorens estuviera durmiendo a su lado. Se levantó y fue hasta la ventana de su cuarto, a mirar Dublín adormecido.
Se acordó de su padre, que acostumbraba hacer esto cuando ella se despertaba con miedo. El recuerdo trajo también otra escena de su infancia.
Estaba en la playa con su padre, y él pidió que probara si la temperatura del agua era buena. Ella tenía cinco años y se entusiasmó de poder ayudar; fue hasta la orilla y se mojó los pies.