Algunos mercenarios se aproximaron al lugar donde estaban ellos. Por todas partes había hogueras, y Loni tuvo la sensación de que estaba en el infierno.
– Los sacerdotes están reuniendo a todo el mundo, comandante -dijo uno de ellos a Talbo.
– Fuimos contratados para luchar y no para morir -dijo otro.
– Los franceses han ofrecido la rendición -respondió Talbo-. Han dicho que los que se conviertan de nuevo a la fe católica pueden partir sin problemas.
"Los Perfectos no van a aceptar", susurraron las Voces a Loni. Ella lo sabía. Conocía bien a los Perfectos. Era a causa de ellos que Loni estaba allí, y no en casa, donde acostumbraba esperar que Talbo volviese de las batallas. Los Perfectos estaban sitiados en aquel castillo desde hacía cuatro meses, y las mujeres de la aldea conocían el camino secreto. Durante todo este tiempo trajeron comida, ropa, municiones; durante todo este tiempo pudieron encontrarse con sus maridos, y gracias a ellas fue posible continuar la lucha. Pero el camino secreto había sido descubierto y ahora ella no podía volver. Ni las otras mujeres.
Trató de sentarse. Su pie ya no le dolía. Las Voces le decían que aquello era una mala señal.
– No tenemos nada que ver con su Dios. No vamos a morir por esta causa, comandante -dijo otro.
Un gong comenzó a sonar en el castillo. Talbo se levantó.
– Llévame contigo, por favor -imploró ella.
Talbo miró a sus compañeros y miró a la mujer que temblaba frente a él. Hubo un momento en que no sabía qué decisión tomar; sus hombres estaban acostumbrados a la guerra, y sabían que los guerreros enamorados acostumbran esconderse durante una batalla.
Voy a morir, Talbo. Llévame contigo, por favor.
Uno de los mercenarios miró al comandante.
– No es bueno dejarla aquí sola -dijo el mercenario-. Los franceses pueden hacer nuevos disparos. Talbo fingió aceptar el argumento. Sabía que los franceses no iban a hacer nuevos disparos; estaban en una tregua, negociando la rendición de Monségur. Pero el mercenario entendía lo que estaba pasando en el corazón de Talbo, él también debía ser un hombre enamorado.
"Él sabe que vas a morir", dijeron las Voces a Loni, mientras Talbo la tomaba gentilmente en brazos. Loni no quería escuchar lo que las Voces estaban diciendo; estaba recordando un día en que caminaron así, a través de un campo de trigo, en una tarde de verano. Aquella tarde también tuvo sed y habían bebido agua en un arroyo que bajaba de la montaña.
Una multitud se reunió junto a la gran roca que se confundía con la muralla occidental de la fortaleza de Monségur. Eran hombres, soldados, mujeres y niños. Había un silencio opresivo en el aire, y Loni sabía que no era por respeto a los sacerdotes, sino por miedo de lo que podría pasar.
Los sacerdotes entraron. Eran muchos, los mantos negros con las inmensas cruces amarillas bordadas en el frente. Se sentaron en la roca, en las escaleras externas, en el suelo frente a la torre. El último en entrar tenía los cabellos completamente blancos y subió hasta la parte más alta de la muralla. Su figura estaba iluminada por las llamas de las hogueras, el viento sacudiendo el manto negro.
Cuando se detuvo, allá en lo alto, casi todas las personas se arrodillaron y, con las manos alzadas, golpearon tres veces con la cabeza en el suelo. Talbo y sus mercenarios permanecieron de pie; habían sido contratados sólo para la lucha.
– Nos han ofrecido la rendición -dijo el sacerdote, desde lo alto de la muralla-. Todos están libres para partir.
Un suspiro de alivio corrió por toda la multitud. -Las almas del Dios Extranjero permanecerán en el reino de este mundo. Las del Dios verdadero volverán a su infinita misericordia. La guerra continuará, pero no es una guerra eterna. Porque el Dios Extranjero será vencido al final, aunque haya corrompido a una parte de los ángeles. El Dios Extranjero será vencido, y no será destruido; permanecerá en el infierno por toda la eternidad, junto con las almas que consiguió seducir.
Las personas miraban hacia el hombre en lo alto de la muralla. Ya no estaban tan seguras de si deseaban escapar ahora y sufrir por toda la eternidad.
– La Iglesia Cátara es la verdadera Iglesia -continuó el sacerdote-. Gracias a Jesucristo y al Espíritu Santo conseguimos llegar a la comunión con Dios. No necesitamos reencarnarnos otras veces. No necesitamos volver nuevamente al reino del Dios Extranjero.
Loni reparó en que tres sacerdotes salieron del grupo y abrieron algunas Biblias frente a la multitud. -El consolamentum será distribuido ahora a los que quieran morir con nosotros. Allá abajo, una hoguera nos espera. Será una muerte horrible, con mucho sufrimiento. Será una muerte lenta, y el dolor de las llamas quemando nuestra carne no se compara con ningún dolor que vosotros hayáis experimentado antes. No obstante, no todos tendrán este honor; sólo los verdaderos cátaros. Los otros están condenados a la vida.
Dos mujeres se aproximaron tímidamente a los sacerdotes que tenían las Biblias abiertas. Un adolescente consiguió desprenderse de los brazos de su madre y también se presentó.
Cuatro mercenarios se aproximaron a Talbo. -Queremos recibir el sacramento, comandante. Queremos ser bautizados.
"Es así como se mantiene la Tradición -dijeron las Voces-. Cuando las personas son capaces de morir por una idea."
Loni se quedó aguardando la decisión de Talbo. Los mercenarios habían luchado toda su vida por dinero, hasta descubrir que ciertas personas eran capaces de luchar solamente por aquello que juzgaban correcto.
Talbo finalmente asintió. Pero estaba perdiendo a algunos de sus mejores hombres.
Vamos a salir de aquí -dijo Loni-. Vamos hacia las murallas. Ellos ya dijeron que quien quisiera se podía ir.
– Es mejor que descansemos, Loni.
"Vas a morir", susurraron las Voces de nuevo. -Quiero ver los Pirineos. Quiero mirar el valle una vez más, Talbo. Tú sabes que voy a morir.
Sí, él lo sabía. Era un hombre acostumbrado al campo de batalla, conocía las heridas que acababan con sus soldados. La herida de Loni llevaba tres días abierta, envenenando su sangre.
Las personas cuyas heridas no cicatrizaban podían durar dos días o dos semanas. Nunca más que esto. Y Loni estaba cerca de la muerte. Su fiebre había pasado. Talbo también sabía que esto era una mala señal. Mientras el pie dolía y la fiebre quemaba, el organismo aún estaba luchando. Ahora ya no había más lucha: tan solo la espera.
"Tú no tienes miedo", dijeron las Voces. No, Loni no tenía miedo. Desde pequeña sabía que la muerte era apenas otro comienzo. En aquella época, las Voces eran sus grandes compañeras. Y tenían rostros, cuerpos, gestos que sólo ella podía ver. Eran personas que venían de mundos diferentes, conversaban y nunca la dejaban sola. Tuvo una infancia muy divertida; jugaba con los otros niños, utilizando a sus amigos invisibles, cambiaba cosas de sitio, hacía ciertos tipos de ruidos, pequeños sustos. En esa época su madre agradecía el vivir en un país cátaro, "si los católicos estuviesen por aquí, serías quemada viva", acostumbraba decir. Los cátaros no daban importancia a aquello: creían que los buenos eran buenos, los malos eran malos, y ninguna fuerza del Universo era capaz de cambiar esto.
Pero llegaron los franceses, diciendo que no existía un país cátaro. Y desde la edad de ocho años, todo lo que había conocido era la guerra.
La guerra le había traído algo muy bueno: su marido, contratado en una tierra distante por sacerdotes cátaros que jamás tomaban un arma. Pero también le había traído algo malo: el miedo a ser quemada viva, porque los católicos estaban cada vez más próximos a su aldea. Comenzó a tener miedo de sus amigos invisibles y ellos fueron desapareciendo de su vida. Pero quedaron las Voces. Ellas continuaban diciendo lo que iba a suceder y cómo debía actuar. Pero no quería su amistad, porque siempre sabían demasiado; una Voz le enseñó entonces el truco del árbol sagrado. Y desde que la última cruzada contra los cátaros había comenzado, y los católicos franceses vencían en una batalla tras otra, ella ya no oía las Voces.
Hoy, sin embargo, no tenía más fuerzas para pensar en el árbol. Las Voces estaban de nuevo allí, y ella no se molestaba por eso. Al contrario, las necesitaba; ellas le enseñarían el camino, después de morir.
– No te preocupes por mí, Talbo. No tengo miedo de morir -dijo ella.
Llegaron a lo alto de la muralla. Un viento frío soplaba sin parar y Talbo procuró abrigarse con su capa. Loni no sentía ya el frío. Miró hacia las luces de una ciudad en el horizonte y hacia las luces del campamento, al pie de la montaña. Había hogueras en casi toda la extensión del valle. Los soldados franceses aguardaban la decisión final.
Escucharon el sonido de una flauta procedente de allá abajo. Algunas voces cantaban.
– Son soldados -dijo Talbo-. Saben que pueden morir en cualquier momento, y por eso la vida es siempre una gran fiesta.
Loni sintió una inmensa rabia de la vida. Las Voces le estaban contando que Talbo encontraría otras mujeres, tendría hijos, y se haría rico con el saqueo de ciudades. "Pero jamás volverá a amar a nadie como a ti, porque tú formas parte de él para siempre", dijeron las Voces.
Se quedaron algún tiempo mirando el paisaje de allá abajo, abrazados, escuchando el canto de los guerreros. Loni sintió que aquella montaña había sido escenario de otras guerras en el pasado, un pasado tan remoto que ni siquiera las Voces conseguían recordar.
– Somos eternos, Talbo. Las Voces me lo contaron, en la época en que yo podía ver sus cuerpos y sus rostros.
Talbo conocía el Don de su mujer. Pero hacía mucho tiempo que ella no tocaba el tema. Quizá fuese el delirio.
Aun así, ninguna vida es igual a la otra. Y puede ser que no nos encontremos nunca más. Necesito que sepas que te amé mi vida entera. Te amé antes de conocerte. Eres parte de mí. Voy a morir. Y como mañana es un día tan bueno para morir como cualquier otro, me gustaría morir junto con los sacerdotes. Nunca entendí lo que ellos pensaban del mundo, pero ellos siempre me entendieron. Quiero acompañarlos hasta la otra vida. Tal vez yo pueda serles una buena guía, porque ya estuve antes en esos otros mundos.
Loni pensó en la ironía del destino. Había tenido miedo de las Voces porque ellas podían llevarla por el camino de la hoguera. Y, sin embargo, la hoguera estaba en su camino.