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Floreana lo mira, sobresaltada.

Cuidado, un gato montes siempre acecha con cautela y da golpes certeros.

16

Y al fin, tiznado enteramente el cielo, sin rayos ni relámpagos, se ha hecho la más completa oscuridad, la que envuelve a su hija perdida, acunándola en su aturdimiento. La noche se arrastra interminable. Entre el silencio de una habitación y el silencio de la otra habitación, se ha dibujado un tercer silencio: el deseo de Floreana. Alerta -la lluvia es un pretexto para el oído atento-, anhelando y temiendo a la vez el movimiento del otro, sin sueño alguno para conciliar. Tan pocos metros de madera y una acústica promiscua: cada crujido rebota en su boca, sus manos, su espalda cuya piel se ha erizado. ¿Vendrá? Los instantes parecen horas. El tiempo de Floreana pierde su forma. Si unas pisadas en el piso… ¿es idea mía o las oigo? No hay tal pisada… Continúa la lluvia sin piedad, lo único vivo de la noche.

Arroparse, cobijarse en las frazadas vacías… esperando. Silencio traidor, nada se oye. Ni un crujido. Lo más sabio es que el silencio continúe, le dice una de sus voces, ése es tu designio, a eso has venido. Pero si yo no lo estoy llamando, contesta la otra voz, mi humildad yace en esta cama, no he hecho un solo gesto. No te defiendas, no te acuso, pero aunque es mudo tu grito, gritas igual.

La lana del suéter es tan delicada como su obsequio: no arrugues tu ropa al dormir, le dijo él, si no tienes piyama usa este chaleco. Levantó los brazos, desprendiendo de su cuerpo el poco calor que poseía. Floreana se fue a acostar acariciando el suéter. Ahora lo huele. Apoderarse de cualquier huella, aunque sea la de su sudor.

– Un vaso de vino antes de dormir, ¿verdad? -le había sugerido Flavián cuando regresaron de la casa del alcalde.

Se sentaron a la única mesa, la estufa de leña cerca -la volvió a encender, como un advertido guardabosques-, ese olor a humedad de las casas de Chiloé rondando el aire.

Flavián la mira sin distracción y alza el vaso. Le sonríe con ese placer callado y somnoliento de un buen fin de jornada.

– ¡Salud, Floreana de las Galápagos, bienvenida a esta isla!

Ella le devuelve su sonrisa más tímida. Él ha tocado esa timidez. No dan por terminado el día.

– Se me espantó el sueño con la siesta… -dice él-. ¿Tú quieres irte a dormir?

Nada más lejano a sus intenciones. Responde muy comedida: no, tampoco yo tengo sueño.

– Entonces, abramos otra botella de vino y aprovechemos la noche. A propósito, estuviste genial en la comida. ¿Viste cómo se reía el alcalde con las expediciones de tu papá con los siete hijos a cuestas?

– Y tú eres mucho mejor cuando estás con los isleños… No se te escapa ninguna agresión. Estuviste encantador, ¿sabes?

– A veces lo soy -replica él, divertido-, mientras no me entre la bestia al cuerpo… Yo estoy acostumbrado a andar solo por los pueblos, pero de repente te miraba y me preguntaba: ¿qué hace esta mujer aquí? ¡Quizás qué historias van a tejer los de Puqueldón!

Vuelve a chocar su vaso con el de ella y, risueño, le dice:

– ¿Sabes? Después de todo, me da curiosidad la convivencia de ustedes en el Albergue. ¿Por qué no me cuentas un poco?

– A ver, te podría contar tantas cosas… -Floreana medita mientras bebe un sorbo de ese vino barato, aspirando más el placer de una noche larga que el vino mismo-. ¿Prefieres el día a día, o el rollo más profundo?

– Lo que tú quieras. Si eres capaz de hacerme un relato fiel, quizás les tenga menos bronca.

Flavián apoya el mentón en ambas manos y con una sonrisa se dispone a escuchar. Floreana toma un Kent de la cajetilla que está a su lado, y él se apresura a encenderlo, inclinándose sobre la mesa con el mechero para alcanzarla. Una gruesa vena azul surca la mano huesuda y grande del doctor; ya no es joven, y esto le inspira a Floreana, no sabe bien por qué, ternura.

– En el Albergue hablamos de cuanto hay. Es divertido, mezclamos todo, gritamos para que nos escuchen, abrazamos a alguien que llora, somos un caos coherente. Por ejemplo, anoche Olguita nos estuvo enseñando cómo desmanchar aceite en la seda… mientras Angelita alegaba contra su papá que la había malcriado, Constanza se probaba un chaleco tratando de que las demás le dieran una opinión, y otras tres discutían si se podía o no tirar con hombres de otra clase social que la propia.

– ¿Hablan mucho de sexo?

– Algunas sí, otras nada.

– ¿Y de nosotros los hombres?

– Mucho, pero menos de lo que ustedes se imaginan.

– ¿Y cuál es la principal queja?

– Depende… En las casadas, actuales o ex, son quejas de agobio, de falta de colaboración y diálogo. Y a veces, de falta de romanticismo. Y, como tú, de la rutina sexual. En las solteras y las separadas hay definitivamente un resentimiento enorme por no ser conocidas… o reconocidas, y por ser tratadas como un rebaño. Rebaño al que los hombres llaman «minas disponibles». Suponen también que todas mentimos, que todas somos brujas. Y que si expresamos una necesidad, nos estamos quejando. Todas, en el fondo, lo único que queremos es emparejarnos o casarnos… según ustedes.

– Oye, pero eso es en parte culpa de ustedes mismas, porque andan discurseando sobre la libertad y no siempre es cierto…

– Tienes razón. ¿Pero no te das cuenta de que lo hacemos para defendernos de la frasecita «no creas que esto significa un compromiso»? ¡Qué bueno sería poder decirnos las cosas sin presuponer tantas otras!

– No entendí bien lo del rebaño…

– Mira, te llama un señor y tú le dices: ¡qué rico, te eché de menos! Es una frase amorosa, pero él la recibe como una crítica y responde: pero si te he llamado cada vez que vine a Santiago, me carga estar en falta. ¿Ves? Ya se rompió el encanto y la espontaneidad se fue a las pailas.

Flavián ríe, como si se reconociese en las palabras de Floreana.

– Otro ejemplo -sigue ella-: has pasado una noche de amor con un hombre, y la próxima vez qué lo ves, abres los brazos para saludarlo por la simple razón de que hay una intimidad ya creada, y una nunca es fría en ese sentido. Entonces, él te dice: lo del otro día no significó nada. ¡Mejor no verlo nunca más! Y a las que de verdad no quieren volver a emparejarse, los hombres no les creen, y claro, eso las saca de quicio.

– ¿Alguna otra queja que se repita en varias, o en todas?

– Sí, la falta de sexo. Parece que se tira muy poco hoy en día. Ellas quieren y ellos no, por mil razones distintas, pero básicamente ellas lo entienden como una mezquindad, casi una venganza.

– Es que estas mujeres que aparentan tanta seguridad han debilitado su buen poco el erotismo de los hombres.

– En ese tema, yo prefiero no meterme.

Flavián la mira, sospechoso.

– Es que yo -sigue Floreana- no estoy en el mercado, como diría un economista. Y no me hagas más preguntas.

– ¿Se cuentan mucho las vidas de cada una?

– Sí, y hacemos unos resúmenes fantásticos.

– O sea, ¿cada una sabe algo de la otra?

– Sí, definitivamente.

– A ver, cuéntame la última historia que escuchaste.

Floreana trata de recordar. Él la espera, siempre divertido.

– ¡Ya! Fue Magdalena, una de las bellas durmientes.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Nada, son categorías inventadas por Toña París, no tiene importancia.

– Dale, soy todo oídos.

– Voy a hablar como si fuera Magdalena, tú no me interrumpas.

– Adelante, Magdalena.

– Cuando conocí a Pancho, yo tenía quince años, y me casé con él a los dieciocho. Vivíamos en un fundo y de sexo no entendíamos casi nada. Un día, ya habían pasado varios años, hubo un incendio enorme y se quemó nuestra casa. Yo sufrí serias quemaduras y pasé varios meses inmóvil en cama. Pancho me cuidaba como si yo fuese una niña. ¿Sabes, Floreana, cómo maduré? Cuando él empezó a lamerme las heridas. Yo lloraba de agradecimiento y muy luego empecé a esperar con ansias las vueltas de Pancho del campo. Él me preguntaba si yo tenía dolor, yo le decía que sí, y empezaba este rito. Creo que los dos sabíamos que ya no era cosa del dolor sino del placer, pero no nos atrevíamos a hacerlo de otra manera. ¡Bendito incendio, ya que sin él yo no habría conocido el verdadero sentido del amor!

Flavián se queda mirándola, extrañado:

– Es una bonita historia. Es sutil.

– ¿Y por qué no habría de serlo?

– ¡Cuéntame otra! -le pide, como un niño.

– Veamos… Esta vez soy Constanza, una ejecutiva muy destacada. Ella es mi amiga más cercana. Un día le pregunté por qué se había separado. Ahora hablo por ella, que es muy exacta para todo: Yo debía asistir a una reunión en Madrid. Aprovechando esa coyuntura, invité a Carlos, mi marido, a Marruecos para unos días de vacaciones; luego separaríamos rumbos, yo a mi reunión y él a Santiago por su cuenta. Fue en la ciudad de Fez. Pleno Ramadán. Eso significa, por si no lo sabes, ayuno total hasta el atardecer. Salimos del hotel de Tánger a las seis de la mañana, sin desayuno, para tomar el tren. Siete horas hasta Fez, nada para comer, nada para beber, nada de nada. Desesperados, avanzábamos por los campos árabes, acumulando hora a hora esa extraña rabia que produce el hambre. A medida que pasaba el día, nuestros estómagos parecían a punto de romperse de puro vacíos. Nos cambiamos de asiento en el tren, alejándonos uno del otro para no hablarnos; me imagino que en el fondo temíamos destrozarnos si nos comunicábamos. Por fin llegamos a Fez. Aunque aún no se había puesto el sol, momento en que se levanta el ayuno, la ciudad contaba con algún restaurante para extranjeros. Como un par de desquiciados, corrimos Carlos y yo al único lugar disponible. Comimos. Imagínate, Floreana, cómo fue esa comida, la hostilidad casi evaporaba los platos. A esas alturas el único vínculo que nos unía era el hambre. Saciados, no encontramos nada que decirnos. ¡El más débil de los vínculos, te lo aseguro! Y constaté el resentimiento escondido. El de Carlos… y el mío.

– ¡Eres fantástica! -exclama Flavián en un arrebato de espontaneidad-. ¡Fantástica!

– ¿Por qué?

– Por tu versatilidad, eres capaz de dar tantos tonos.

– Te gustaron Magdalena y Constanza, no yo… -sonríe ella.

– ¡Qué raras son ustedes! Cómo, cómo llegar a entenderlas. Parece que funcionáramos con distintos hemisferios del cerebro.

– ¿No será más bien que tú eres un prejuiciado?

– No niego esa posibilidad. Sin embargo, cada vez que atiendo a una niña violada, me dan ganas de matar a todos los hombres, ¡a todos!

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