Quizás, sin embargo, ella misma vio en Gabriel lo que él vio en ella: un camino hacia lo desconocido. Con un esfuerzo supremo de lucidez, Atlan-Ferrara entendió por qué nunca debieron unirse sexualmente Inés y él. Ella lo rechazó porque vio en la mirada de Gabriel a otra. Pero al mismo tiempo, él supo que ella estaba mirando a otro que no era él. Y sin embargo ¿no podían, siervos del tiempo, ser él y ella, a la vez, los mismos y otros a los ojos de cada cual?
– No usurparé el lugar de mi hermano -se dijo cuando arrancó rumbo a la ciudad incendiada.
Sentía la boca amarga. Murmuró:
– Todo parece dispuesto para la despedida. El camino, el mar, el recuerdo, los taburetes de la muerte, los sellos de cristal.
Rió:
– El escenario para Inés.
Inés no hizo nada por regresar a Londres. Ya no volvería a los ensayos de La Damnation de Faust . Algo más la retenía aquí, como si estuviese condenada a habitar la casa frente al mar. Se paseo a la orilla de la costa y sintió miedo. Un combate de aves invernales surgió en el firmamento con una saña ancestral. Los pájaros salvajes disputaban algo, algo invisible para ella, pero algo por lo que valía la pena luchar hasta matarse a picotazos.
Le dio miedo el espectáculo. El viento le desorganizaba los pensamientos. Sentía la cabeza como un cristal rajado.
El mar le daba miedo. Recordaba con miedo.
Le daba miedo la isla cada vez más nítida dibujada entre las costas de Inglaterra y Francia, bajo un cielo sin cúpula.
Le daba miedo emprender el camino por una carretera desierta, más solitaria que nunca; peor, entre el rumor de sus bosques, que el silencio de la tumba.
Qué extraña sensación, caminar junto al mar junto a un hombre; atraídos ambos, amedrentados el uno del otro… Gabriel se fue, pero en Inés permaneció la nostalgia que él sembró en ella. Francia, el joven bello y rubio, Francia y el joven unidos en la nostalgia que Gabriel podía expresar abiertamente. Ella no. Le guardaba rencor. Atlan-Ferrara había sembrado en ella la imagen de lo inalcanzable. Un hombre que ella, desde ahora, desearía y nunca podría conocer. Atlan-Ferrara si lo conoció. La semblanza del joven bello y rubio era su herencia. Una tierra perdida. Una tierra prohibida.
Tuvo el instinto de una separación insuperable. Entre ella y Atlan-Ferrara se levantaba una interdicción. Ninguno quiso violarla. Sola, musitando, rumbo a la casa de playa, esa interdicción violentó el instinto de Inés. Se sintió atrapada entre dos fronteras temporales que ninguno quiso violar.
Entró a la casa y oyó cómo crujían las escaleras, como si alguien subiese y bajase, impaciente, sin cesar, sin atreverse a mostrarse.
Entonces, de regreso en la casa frente al mar, se acostó rígidamente entre los dos taburetes fúnebres, tan rígida como un cadáver, con la cabeza sobre un banquillo y los pies sobre el otro y sobre su propio pecho la foto de los dos amigos, camaradas, hermanos, firmada A Gabriel, con todo mi cariño . Sólo que el joven bello y rubio había desaparecido de la foto. Ya no estaba allí. Gabriel, con el pecho desnudo y el brazo abierto, estaba solo, no abrazaba a nadie. Sobre los párpados transparentes, Inés se colocó dos sellos de cristal.
Después de todo, no era difícil mantenerse acostada, rígida como un cadáver, entre dos banquillos fúnebres, sepultada bajo una montaña de sueño.