«Quédame ahora por probaros que en un mundo infinito hay muchos infinitos. Imaginamos al universo como un animal; que las estrellas, que son mundos, están en este gran animal, como otros animales que recíprocamente sirven de mundos a otros pueblos tales como nosotros, nuestros caballos, etc., y que nosotros, por nuestra parte, somos también mundos en relación con ciertos animales sin punto de comparación más pequeños que nosotros, como, por ejemplo, gusanos, piojos y arañas: que éstos a su vez son la tierra de otros más imperceptibles, y que así, del mismo modo que nosotros parecemos individualmente un gran mundo, puede suceder que a este pueblo pequeño nuestra carne, nuestra sangre, nuestros espíritus le parezcan tan sólo un tejido de pequeños animales que viven en nosotros prestándonos sus movimientos y dejándose ciegamente conducir por nuestra voluntad, que es para ellos como un cochero, nos conducen a su vez a nosotros, y reunidos producen esa actividad a la que hemos llamado la vida. Porque decidme: ¿hay alguna dificultad para creer que un piojo adapte la forma de vuestro cuerpo considerándolo como un mundo, y que cuando uno de ellos vaya desde una de vuestras orejas hasta la otra sus compañeros piensen que ha viajado desde un extremo a otro de la Tierra, o que ha ido desde un polo hasta el opuesto? Sin duda que no; estos pequeños seres considerarán vuestro pelo como la selva de su país, los poros llenos de secreción como fuentes, las úlceras como lagos o estanques, las postemas como mares, las fluxiones como diluvios, y cuando os peinéis de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, considerará este movimiento de vuestro pelo como el flujo y reflujo del océano. La comezón, ¿no prueba lo que estoy diciendo? La chinche que la produce, ¿no es uno de esos pequeños animales que ha abandonado la sociedad civil para establecerse como un tirano en su país? Y si me preguntáis por qué estos insectos son mayores que los otros, yo os replicaré preguntándoos a mi vez por qué los elefantes son más grandes que los hombres y los irlandeses mayores que los españoles. En cuanto a esa ampolla y a esa costra que vosotros ignoráis cómo se hayan producido, preciso es que nazcan por la corrupción de sus enemigos, a los que estos pequeños gigantes dan muerte, o porque la peste producida por la necesidad de los alimentos que los sediciosos han arrebatado haya dejado pudrir en el campo pedazos de cadáver. También este tirano, después de haber rechazado de su alrededor a los compañeros que habían fijado su cuerpo sobre el nuestro, haya dado paso a la secreción, que al salir fuera de la esfera de la circulación de nuestra sangre se ha corrompido. Acaso se me pregunte por qué una chinche da vida a tantas otras; no es éste un problema muy difícil de concebir, porque de la misma manera que una insubordinación da ocasión a otra, así también estos pequeños pueblos de animales, movidos por el mal ejemplo de sus compañeros sediciosos, aspiran al mando cada uno de por sí y van encendiendo la guerra en torno, y con la guerra, la muerte y el hambre. Ahora bien, me diréis, ciertas personas están mucho menos martirizadas por las plagas de la comezón que otras. Sin embargo -os replicaría yo-, todas están igualmente llenas de estos pequeños animales, puesto que, según vos decís, son ellos los que nos dan la vida. Y así es la verdad; también habremos de observar que los flemáticos están menos pechados por el picor que los biliosos; porque esa raza de insectos, como simpatiza más con el clima que suele habitar, es menos activa en un cuerpo frío que en otro tibio por la temperatura de su región, donde ellos se agitan, rebullen y no saben estarse ni un momento quietos en un mismo sitio. Por esto el bilioso es más delicado que el flemático, pues estando su cuerpo agitado por esos insectos en muchas más de sus partes y siendo su alma objeto de su acción, es capaz de sentir por todas las partes en las que esa bestezuela se mueve; no así el flemático, que como no es suficientemente caluroso para hacer obrar en muchos sitios a esta pequeña familia, sólo tiene sensibilidad en pocos sitios. Y para probaros todavía más esta chinchería universal, no tenéis sino considerar que cuando estáis heridos acude la sangre rápidamente hacia vuestra lesión. Vuestros doctores afirman que en este caso la sangre es guiada por la Naturaleza, que previsoramente quiere socorrer las partes debilitadas; lo cual haría sostener que además del alma y del espíritu existía en nosotros una tercia sustancia intelectual con órganos y funciones aparte. Por esto creo mucho más exacto decir que estos pequeños animales, cuando se sienten atacados, mandan pedir socorro a sus vecinos, y que cuando ese socorro les llega de todas partes y el país resulta insuficiente para acoger a tanta gente, o mueren de hambre o nos ahogan con su opresión. Esta mortalidad sucede cuando la postema ha madurado; porque como testimonio de que estos animales ya han muerto no hay sino considerar que la carne dañada pierde su sensibilidad; por esto, si frecuentemente la sangría ordenada para desviar la fluxión es conveniente, sucede así porque habiéndose perdido mucha fluxión por la abertura que esos animales intentaban taponar desisten de ayudar a sus aliados, ya que entonces apenas si tienen potencia suficiente para defenderse a sí mismos.»
Con estas razones terminó, cuando el segundo filósofo reparó en que nuestros ojos, fijos sobre los suyos, le invitaban a que él tomase entonces la palabra.
Y dijo: «Hombres: Como os veo curiosos por enseñar a este pequeño animal, nuestro semejante, estoy a la sazón escribiendo un tratado que me satisfaría mucho poder acabar, porque ha de dar muchas luces para la comprensión de nuestra física, y que trata de explicar el origen eterno del mundo. Pero como tengo mucha prisa en trabajar con mis sopletes (pues sin remisión mañana parte la ciudad), me perdonaréis durante algún tiempo, haciéndoos yo la promesa de que tan pronto como llegue la ciudad allí donde debe ir yo os satisfaré.»
Pasadas estas palabras, el hijo del huésped llamó a su padre para saber qué hora era, y habiéndole contestado que eran las ocho dadas, le preguntó lleno de cólera por qué no les había avisado a las siete como él le mandó; que ya él sabía bien que las casas salían al día siguiente y que las murallas de la ciudad ya se habían puesto en camino. «Hijo mío -replicó el buen hombre-, se ha publicado antes de que os sentaseis a la mesa una prohibición terminante de salir antes de pasado mañana.» «No importa -replicó el joven-; vos debéis obedecerme ciegamente sin penetrar en el sentido de mis órdenes y acordándoos tan sólo de lo que yo os mando. Andad, id en seguida en busca de vuestra efigie.» Cuando la hubo traído, el hijo la cogió por el brazo y estuvo golpeándola más de un cuarto de hora. «¡Vaya, vaya!, tunante -le decía-, en castigo a vuestra desobediencia quiero que hoy sirváis de risa a todo el mundo, y para ello os mando que andéis en dos pies durante todo el tiempo que nos queda.» El pobre hombre se fue muy desolado y su hijo nos pidió perdón por su arrebato.
Aunque me mordiese los labios me costaba a mí mucho trabajo el no reírme de tan divertido castigo, y para no hacerlo desvié mi pensamiento de tan grotesca pedagogía, que seguramente hubiese provocado mi carcajada, y le supliqué que me explicase lo que él entendía por ese viaje de la ciudad de que tanto me habían hablado, y me dijese, en fin, si las murallas y las casas andaban realmente. Él me contestó: «Mi querido extranjero: entre nuestras ciudades las hay viajeras y las hay sedentarias; las viajeras, como por ejemplo, la que nosotros ahora habitamos, están hechas como voy a deciros. El arquitecto hace todos los palacios, como ya lo habréis visto, de ligerísima madera, y lo asienta sobre cuatro ruedas; en el espesor de uno de los muros coloca diez potentes fuelles, cuyos tubos pasan horizontalmente a través del último piso, desde el uno al otro muro, de suerte que cuando se quiere arrastrar a una de nuestras ciudades hacia cualquier parte, y es costumbre hacerlo en todas las estaciones para cambiar de aires, cada uno despliega sobre una de las fachadas de su morada gran cantidad de velas, que coloca delante de los fuelles, y después, articulando un resorte para que éstos funcionen, en menos de ocho días, con el continuo soplo que vomitan estos monstruos del viento, si se quiere las casas pueden ser conducidas a más de cien leguas a la redonda. En cuanto a las moradas que nosotros llamamos sedentarias, son casi en todo parecidas a vuestras torres, si no es que están hechas de madera y atravesadas por su centro por una muy grande y fuerte viga que va desde el sótano hasta el techo, permitiendo que éste pueda bajarse y levantarse según el gusto de sus moradores. Además, la tierra, bajo el piso de estas moradas está cavada en un hoyo tan hondo como la del edificio, y éste de tal modo construido, que tan pronto como las heladas empiezan a grisear el cielo, pueden bajar las casas hasta el hoyo, donde permanecen al abrigo de las intemperies del aire. Pero luego que el dulce aliento de la primavera suaviza la temperatura, se levantan otra vez a la plena luz del día por medio de su gorda viga de que antes os he hablado.»
Yo le rogué que ya que tan amable había sido conmigo, y puesto que la ciudad iba a partir al día siguiente, me dijese esta noche algo del origen eterno del mundo, del que me había hablado hacía poco. «Yo, en cambio, os prometo -le dije- que como recompensa, en cuanto vuelva a mi Luna, de la cual mi gobernador (y le indiqué a mi demonio) os acreditará que vengo, extenderé vuestra gloria contando las maravillas que vos me digáis. Ya veo que os reís de esta promesa porque no creéis que la Luna, de la cual yo vengo, sea un mundo y que yo sea un habitante suyo; pero yo puedo aseguraros que los pueblos de aquel mundo, que no creen que éste sea sino una Luna, se burlarán de mí cuando yo les diga que vuestra Luna es un mundo y que en él hay hombres y ciudades.» Él me contestó con una sonrisa y habló de esta manera:
«Puesto que nos vemos obligados, cuando queremos demostrar el origen de este gran todo, a admitir como hipótesis tres o cuatro absurdos, de razón será adoptar el camino en que menos hayamos de topar con ellos. Con todo, os advertiré que el primer obstáculo que nos detiene es la eternidad del mundo; el espíritu de los hombres, como no ha sido suficiente fuerte para concebirla y no ha podido tampoco imaginar que este gran universo tan hermoso, tan bien ordenado, haya podido crearse a sí mismo, ha admitido el recurso de la creación; pero del mismo modo que el que queriendo librarse de la lluvia para no mojarse lo hiciese tirándose al río, ellos para salvarse se libran de los brazos de unos enanos y se confían a la misericordia de los de un gigante; y con todo no llegan a salvarse, porque esta eternidad que ellos quitan al mundo por no poderla comprender se la dan a Dios, como si Él tuviese necesidad de esa merced y como si fuese más fácil imaginarle así que de otro modo. Porque decidme, ¿se ha podido nunca concebir que de la nada pueda salir alguna cosa? ¡Ah!, entre la nada y un átomo tan sólo, existen proporciones tan infinitas que el más agudo ingenio no puede penetrarlas; y será necesario para escapar de este laberinto inexplicable que admitáis una materia eterna coexistente con Dios. Ya sé que me replicaréis que aunque vos de buen grado me concedáis esa materia eterna, no os explicáis cómo el caos puede ordenarse a sí mismo. ¡Ah!, pues ahora voy a explicároslo.