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Dichas estas palabras, mi destino se calló y el hijo de nuestro huésped soltó la voz a semejantes razones: «Permitidme, puesto que me he informado por vuestro cuidado del origen de la historia de la costumbres y de la filosofía del mundo a que pertenece este hombre, que añada yo algunas palabras a la que vos acabáis de decir, probando que los hijos no están obligados al respeto de sus padres por el hecho de su generación, ya que sus padres por naturaleza estaban constreñidos a engendrarlos.

»La más estrecha filosofía de su mundo confiesa que es más ventajoso morir (pues que para morir es necesario haber nacido) que no ser. Ahora bien: puesto que no dando el ser a esa nada yo le sitúo en un estado peor que el de la muerte, soy más culpable de no engendrarlo que de matarlo. Tú, sin embargo, creerías, ¡oh hombrecito mío!, cometer un parricidio indigno de perdón si estrangulases a tu hijo, y en verdad sería enorme; pero es mucho más execrable no dar el ser a lo que puede recibirlo, porque este niño a quien tú para siempre robas la luz tuvo al menos el placer de gozarla algún momento y aun así no se vería privado de ella más que durante algunos siglos; pero, en cambio, ¿qué sería de esas cuarenta pequeñas nadas con las que tú podrías hacer cuarenta nuevos soldados para tu rey, si maliciosamente les impidieses abrirse a la luz y las dejases corromper en tus riñones, expuestas al azar de una apoplejía que te ahogase?…» [25] .

A lo que yo creo, esta contestación no satisfizo al pequeño huésped, pues movió negativamente la cabeza tres o cuatro veces; pero nuestro común preceptor se calló, porque la comida ya estaba presta a evaporarse.

Nos tendimos, pues, sobre unas colchonetas muy blandas cubiertas por grandes tapices y un criado joven cogió al más viejo de nuestros filósofos y lo condujo a una sala separada, donde fue nuestro demonio a llamarle para que tan pronto como acabase de comer viniese con nosotros.

Esta rareza de comer aparte provocó mi curiosidad hasta el punto de inquirir el porqué: «Es que no le gusta -me dijo el demonio- el olor de carne ni tampoco el de las hierbas, y sólo los tolera cuando han muerto naturalmente, porque si no les cree capaces de sentir el dolor». «No me deja eso tan suspenso -repliqué yo- ni me extraña que se abstenga de la carne y de todo cuanto tiene una vida sensitiva, porque en nuestro mundo los pitagóricos y algunos santos anacoretas han seguido este mismo régimen; pero no atreverse, por ejemplo, a cortar una col de miedo a herirla, me parece completamente ridículo.» «Pues yo -replicó mi demonio- creo muy justa su opinión.

»Y si no, decidme: la col, de la que vos habláis, ¿no es un ser viviente de la Naturaleza? ¿No es ésta igualmente vuestra madre y la de la col? Y aún parece que con más generosidad atendió la Naturaleza la vida del vegetal que la del ser racional, porque ha sometido el nacimiento del hombre a los caprichos de su padre, que puede, según le plazca, engendrarlo o no; rigor que no ha querido, sin embargo, ejercer sobre la col; porque en vez de dejar a la discreción del padre el engendrar a sus hijos, como si supiese que la raza de la col perece con más facilidad que la de los hombres, fuerza a las coles cuando no lo hacen de grado a darse el ser unas a la otras y no les deja la libertad que da a los hombres que no se engendran sino por su capricho y que durante su vida no pueden reproducirse más de una veintena de veces; en cambio, a las coles les es dable llegar a producir más de cuatrocientas mil cada una. Decir, pues, que la Naturaleza ama más a los hombres que a la col es envanecernos y consolarnos vanamente, porque no siendo la Naturaleza capaz de pasiones, ni puede odiar ni amar a nadie; y si supiésemos que fuese capaz de tener pasiones, seguramente tendría más ternuras por la col que las que vosotros le profesáis y no sabría ofenderla; antes bien, si pudiese, ofendería al hombre cuando éste quiere destruir la col. Añadid a todo esto que el hombre no puede nacer sin crimen, siendo así que desciende del primer criminal; en cambio, todo el mundo sabe muy bien que la primera col en nada ofendió al Señor. ¿Y a pesar de esto decimos que nosotros estamos hechos a imagen y semejanza del Ser Supremo y la col no? Pues aun siendo esto verdad, nosotros, mancillando nuestra alma, que es lo único en que nos parecemos al Ser Supremo, hemos borrado esa semblanza, puesto que nada hay tan contrario a Dios como el pecado. Y si nuestra alma ya no es imagen de la suya no le parecemos tampoco ni por los pies, ni por las manos, ni por la boca, ni por la frente, ni por las orejas más de los que esta col se le parece por sus hojas, por sus flores, por su tallo, por su troncho y por su cogollo. ¿No creéis vosotros, en verdad, que si esta pobre planta pudiese hablar nos diría cuando la cortamos: "¡Hombre, hermano mío!, ¿qué hice yo para merecer la muerte que me das? Yo creía que en las huertas, pues nunca vivo en tierras salvajes, podría estar segura; he desdeñado todas las sociedades menos la tuya, y apenas me siembras en tu jardín, cuando para testimoniarte mi complacencia voy madurando, abro mis brazos y te ofrezco mis retoños granados, y como recompensa a toda esta bondad, ¿vas ahora a cortarme la cabeza?" He aquí lo que diría esta col si ella pudiese hablar. ¿Y porque no puede quejarse vamos nosotros a causarle todo el mal del que ella no puede defenderse? Cuando encuentro a un miserable atado, ¿puedo matarle sin cometer un crimen porque en ese estado ya no puede defenderse? Pienso que debe ser todo lo contrario, y que su debilidad agravaría mi saña, porque por muy pobre y privada de todos nuestros favores que esté esta criatura, no merece la muerte que podemos darle. ¡Pues qué!, el único bien que la col posee de todos los que la Naturaleza prodiga es el vegetar, y ése ¿vamos a quitárselo? Ni el crimen de asesinar a un hombre es tan grave: porque un día podría resucitar adquiriendo otra vida y la col que nosotros cortamos quitándole la suya no resucitará ni puede ya esperar otra vida. Matando una col la aniquiláis totalmente y matando un hombre no hacéis sino cambiarle de morada. Y aún os digo más: puesto que Dios ama igualmente a todas sus criaturas y con equidad ha repartido sus bienes entre nosotros y entre las plantas, es justo que como a nosotros las queramos y las consideremos. Verdad es que nosotros nacimos primero, pero en la familia de Dios no hay derecho de primogenitura; de modo que si las coles no participan con nosotros del privilegio de la inmortalidad nos aventajarán sin duda por la posesión de otro que, con su grandeza, las recompense de la brevedad de su vida; quizá sea una inteligencia universal, un conocimiento perfecto de todas las cosas y de todas sus causas. Éste es también el motivo por el cual ese sabio motor de la vida no les ha suministrado órganos semejantes a los nuestros y les ha dado tan sólo un simple rozamiento débil y a menudo equivocado; pero, en cambio, las dotó de otros más ingeniosamente creados, que sirven para el gobierno de sus especulativas charlas. Acaso vos me preguntaréis qué nos han comunicado las coles de esos grandes pensamientos suyos. Pero decidme si no nos han enseñado algo ciertos seres a los que nosotros consideramos inferiores, con los cuales no tenemos ninguna relación ni proporción, y cuya existencia conocemos tan dificultosamente como las maneras con que una col es capaz de expresarse con sus semejantes y no con nosotros, porque nuestros sentidos son demasiado débiles para penetrarlas en su fondo.

»Moisés, el más grande filósofo del mundo, que buscaba el origen del conocimiento de la Naturaleza en el origen de la Naturaleza misma, advertía esta verdad cuando hablaba del árbol de la ciencia, y quería seguramente enseñarnos por medio de este enigma que las plantas poseen con tanto privilegio como nosotros la filosofía perfecta. ¡Recordad, pues, vosotros, hombres, de todos los animales el más soberbio, que aunque una col al ser cortada por vosotros no dice ni una palabra, no deja por ello de pensar! Pero el pobre vegetal no tiene órganos adecuados para chillar como vosotros lo hacéis; no los tiene tampoco para quejarse ni para llorar; pero sí los tiene para plañirse del daño con que le castigáis y para hacer caer sobre vosotros la venganza del cielo. Y si vos me preguntáis insistentemente cómo puedo yo saber que las coles tienen esos bellos pensamientos, yo os preguntaré cómo vos sabéis que no los tienen y cómo podéis saber que algunas de ellas, imitándoos, no diga por la tarde al encerrarse: "Soy, señor coliflor, muy humilde servidor de vuestra merced.-Col Repollo."»

En esto estaba de su discurso cuando el mozo que se había llevado a nuestro filósofo le volvió a acompañar hasta nosotros. «¡Cómo! ¿Ya habéis comido?», le preguntó mi demonio. Él contestó que sí; que había terminado los postres y que el fisiólogo le había permitido probar también nuestra cena. El joven huésped esperó que yo le preguntase la explicación de estas palabras misteriosas. «Veo que esta manera de vivir os asombra -me dijo-. Sabed, pues, que en vuestro mundo no se cuidan de la salud, que gobernáis con más negligencia que nosotros y que nuestro régimen no es despreciable.

»Aquí hay en todas las casas un fisiólogo que cuida del público, y que es aproximadamente lo que en vuestra tierra llamaríais un médico; pero nuestros fisiólogos tan sólo cuidan de los sanos, y para someterlos a algún tratamiento sólo tienen en cuenta nuestra proporción, la hechura y simetría de nuestros miembros, el dibujo de nuestro rostro, el color de la carne, la delicadeza del cutis, la agilidad de todo el cuerpo, y el matiz, la fuerza y la dureza del pelo. Hace un momento, ¿no os habéis fijado en un hombre de corta estatura que os ha mirado? Pues era el fisiólogo de esta casa. Podéis tener certeza de que, después de reconocer vuestra complexión, habrá dispuesto la fuerza de la exhalación de vuestra comida. Fijaos y veréis cuán separado está el almohadón en que os hizo sentar de los demás almohadones nuestros. Seguramente os ha juzgado de temperamento muy distinto al nuestro, y ha temido que el olor que se evapora por estas espitas en nuestra nariz llegase hasta vos, o bien que el vuestro viniese hasta nosotros. Ya veréis cómo esta noche elegirá con la misma discreción las flores de vuestro lecho.»

Durante todo este discurso yo hice señas a mi huésped para que procurase obligar a los filósofos a discutir acerca de algún capítulo de las ciencias que profesaban; era él demasiado amigo mío para negarse a dar inmediatamente nacimiento a la ocasión; por esto no os diré ni los discursos ni las plegarias que constituyeron la embajada de este ruego, porque hasta el suave matiz de lo que pudiera ser ridículo a lo que era serio fue demasiado imperceptible para poderlo imitar. Tanto solicitó, lector, que hablaron todos los doctores, y el último en hacerlo, después de decir muchas cosas, he aquí cómo continuó su plática:


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