Por lo que se ve, Camus, artista del Sí donde los haya, se habría quedado algo paralizado -él, que tanto creía que el arte es lo contrario del silencio- de haber conocido la obra, por ejemplo, de Beckett y otros consumados discípulos recientes de Bartleby.
Chamfort llevó el No tan lejos que, el día en que pensó que la Revolución Francesa -de la que había sido inicialmente entusiasta- le había condenado, se disparó un tiro que le rompió la nariz y le vació el ojo derecho. Todavía con vida, volvió a la carga, se degolló con una navaja y se sajó las carnes. Bañado en sangre, hurgó en su pecho con el arma y, en fin, tras abrirse las corvas y las muñecas, se desplomó en medio de un auténtico lago de sangre.
Pero, como ha quedado ya dicho, todo esto no fue nada comparado con la salvaje desintegración de su espíritu.
«¿Por qué no publicáis?», se había preguntado a sí mismo, unos meses antes, en un breve texto, Productos de la civilización perfeccionada.
Entre sus numerosas respuestas he seleccionado éstas:
Porque el público me parece que posee el colmo del mal gusto y el afán por la denigración.
Porque se insta a trabajar por la misma razón que cuando nos asomamos a la ventana deseamos ver pasar por las calles a los monos y a los domadores de osos.
Porque temo morir sin haber vivido.
Porque cuanto más se desvanece mi cartel literario más feliz me siento.
Porque no deseo hacer como las gentes de letras, que se asemejan a los asnos coceando y peleándose ante su pesebre vacío.
Porque el público no se interesa más que por los éxitos que no aprecia.
28) Una vez pasé todo un verano con la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche esa idea se volvía obsesiva, venía a mí como a un cobertizo de mi casa. Fue terrible. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
Naturalmente, no se lo conté a nadie. Tampoco es que tuviera a gente para contárselo, casi nunca he tenido a nadie. Ese verano Juan estaba en el extranjero, quizás a él se lo habría contado. Recuerdo que ese verano lo pasé persiguiendo a tres mujeres, ninguna de ellas me hacía el menor caso, no me concedían ni un minuto para contarles algo tan íntimo y aterrador como la historia de mi pasado, a veces ni me miraban, yo creo que mi joroba las hacía sospechar que yo había sido caballo.
Hoy me ha llamado Juan y me ha dado por contarle la historia de ese verano en que yo tenía recuerdos de caballo.
– Ya no me extraña nada de ti -me ha comentado.
Me ha disgustado el comentario, he lamentado haber descolgado el teléfono cuando Juan ha empezado a dejar su mensaje en el contestador. Como llevo días recibiendo sus mensajes -y también algunos de otras personas, a los que tampoco respondo; sólo descuelgo, y lo hago con voz temblorosa y deprimida, cuando se interesan por mi salud mental desde la oficina-, he pensado que sería mejor descolgar y decirle a Juan que me deje en paz, que estoy cansado de que lleve tantos años compadeciéndose de mi joroba y de mi soledad, que respete estos días míos de aislamiento más radical que nunca, que los necesito para escribir mis notas sin texto. Pero en lugar de eso le he contado lo de mi verano con recuerdos de caballo.
Me ha dicho que ya no le extrañaba nada de mí, y luego me ha comentado que mi historia de ese verano raro le ha recordado el comienzo de un cuento de Felisberto Hernández.
– ¿Qué cuento? -le he preguntado, algo dolido porque mi original verano de antaño no pudiera ser una historia exclusivamente mía.
– La mujer parecida a mí - me ha contestado-. Y ahora que lo pienso, Felisberto Hernández tiene relación con lo que tan entretenido te tiene. Nunca renunció a escribir, no es un escritor del No, pero sí lo son sus narraciones. Todos los cuentos que escribía los dejaba sin acabar, le gustaba negarse a escribir desenlaces. Por eso la antología de sus relatos se llama Narraciones incompletas. Las dejaba todas suspendidas en el aire. De entre todos sus cuentos el más maravilloso es Nadie encendía las lámparas.
– Pensaba -le he dicho- que después de Musil ya no había nadie que te interesara.
– Musil y Felisberto -me ha dicho en tono concluyente, muy seguro de sí mismo-. ¿Me oyes bien? Musil y Felisberto. Después de ellos ya nadie enciende las lámparas.
Cuando me he desembarazado de Juan -lo he hecho en el momento en que ha empezado a decirme que vaya con cuidado, que no vayan a descubrir en la oficina que les estoy engañando con mi depresión y acaben despidiéndome-, he empezado a releer los cuentos de Felisberto. Desde luego fue un escritor genial, se empeñaba en defraudar las expectativas con que las ficciones nos gratifican. Bergson definía el humor como una espera decepcionada. Esa definición, que puede aplicarse a la literatura, se cumple con una rara minuciosidad en los relatos de Felisberto Hernández, escritor y al mismo tiempo pianista de salones elegantes y de casinos de mala muerte, autor de un espacio fantasmal de ficciones, escritor de cuentos que no acababa (como indicando que en esta vida falta algo), creador de voces estranguladas, inventor de la ausencia.
Muchos de sus finales incompletos son inolvidables. Como el de Nadie encendía las lámparas, donde nos dice que él se iba «entre los últimos tropezando con los muebles». Un final inolvidable. A veces juego a pensar que nadie en mi casa enciende las lámparas. A partir de hoy, tras haber recuperado la memoria del cuento incompleto de Felisberto, jugaré también a irme el último tropezando con los muebles. Me gustan mis fiestas de hombre solo. Son como la vida misma, como cualquier cuento de Felisberto: una fiesta incompleta, pero una fiesta de verdad.
29) Iba a escribir sobre el día en que vi a Salinger en Nueva York, cuando mi atención se ha desviado hacia la pesadilla que tuve ayer y que derivó hacia un curioso lado cómico.
Descubrían en la oficina mi engaño y me despedían. Gran drama, sudores fríos, pesadilla insoportable hasta que aparecía el lado cómico de la tragedia de mi despido. Decidía que no iba a dedicarle más que una sola línea a mi drama, no merecía más espacio en mi diario. Conteniendo la risa, escribía esto: «No pienso ocuparme del imbécil asunto de la pérdida de mi trabajo, voy a hacer como el cardenal Roncalli la tarde en que le nombraron jefe de la Iglesia católica y se limitó a anotar escuetamente en su diario: "Hoy me han hecho Papa." O bien haré como Luis XVI, hombre no especialmente perspicaz y que el día de la toma de la Bastilla anotó en su diario: "Rien."»
30) Creía que ya por fin iba a poder escribir sobre Salinger cuando de repente, mirando distraídamente el periódico abierto por las páginas de Cultura, me he encontrado con la noticia del reciente homenaje a Pepín Bello en Huesca, su ciudad natal.
Ha sido como si me hubiera visitado Pepín Bello.
Acompañando la noticia, un texto de Ignacio Vidal-Folch y una entrevista de Antón Castro al escritor del No (español) por excelencia.
Vidal-Folch escribe: «Tener una mentalidad artística y negarse a darle vía libre conduce a dos caminos: uno, el sentimiento de frustración (…), otro, mucho menos extendido, predicado por algunos espíritus orientales, y que requiere cierto refinamiento del alma, es el que dirige los pasos de Pepín Bello: renunciar sin lamentaciones a la manifestación de los propios dones puede ser una virtud espiritualmente aristocrática, y cuando se pliega uno a ella sin siquiera ampararla en el desprecio a los semejantes, en el hastío de la vida o en la indiferencia hacia el arte, entonces tiene algo ya de divino (…) Imagino a Lorca, Buñuel y Dalí comentando que era una lástima que Pepín, con tanto talento, no trabajase. Bello no les hizo caso. Decepcionarles en eso me parece una obra de arte más considerable que, por ejemplo, los divertidos e ingeniosos dibujos de putrefactos dalinianos en cuya génesis está Bello.»
Me he levantado del sofá para poner de fondo música de Tony Fruscella, otro de mis artistas favoritos. Luego, he vuelto al sofá movido por la curiosidad de saber qué decía Pepín Bello en la entrevista.
Sentado en el sofá, se me apareció hace unos días Ferrer Lerín, el poeta que estudia buitres. Hoy lo ha hecho Pepín Bello. Creo que ése es el lugar ideal de mi casa para los fantasmas de la extrema negatividad, el lugar ideal para que se comuniquen conmigo.
«José Bello Lasierra -empieza diciendo Antón Castroes un tipo inverosímil. Ningún fabulador habría podido imaginarse a un hombre así: con esa piel lustrosa de zagalejo de perlas, quebrada por un bigotillo de nieve.»
Me he quedado pensando en lo mucho que me gustan los tipos inverosímiles, luego me he preguntado qué diablos podía ser un zagalejo, y el diccionario me ha resuelto el enigma: «refajo que usan las lugareñas».
Mejor dicho; no ha resuelto para nada el enigma, sino que me lo ha complicado mucho más. Y he terminado viajando con el refajo tan lejos que me he quedado muy receptivo, inmensamente abierto a todo, hasta el punto de que he recibido, en la frontera de la razón y el sueño, la visita del inverosímil Pepín Bello.
Al verle, sólo se me ha ocurrido hacerle una pregunta desde el sofá, una pregunta la mar de simple, pues yo sé que él es sencillo, tan sencillo -me he dicho- como una merienda.
– No he visto nunca -me ha dicho- una mujer tan bella como Ava Gardner. Una vez estuve mucho rato con ella, sentados en un sofá bajo una lámpara. La miraba yo fijamente. «¿Qué miras tanto?», me preguntó. «¿Qué voy a mirar? A ti, hija mía, a ti.» Era increíble. Recuerdo que en ese momento le estaba mirando el blanco de los ojos y lo tenía como esas muñecas que había antiguamente de porcelana, de un blanco azulado en la córnea. Ella se reía. Y yo le decía: «No, no te rías. Que eres un monstruo.»
Al callarse, he querido hacerle la pregunta sencilla que tenía pensada, pero he visto que, por muy simple que ésta fuera, la había por completo olvidado. Nadie encendía las lámparas. De pronto, él ha empezado a irse, se ha perdido al fondo del pasillo, tropezando con los muebles, voceando como si fuera un vendedor callejero de periódicos:
– ¡Últimas noticias! ¡Últimas noticias! ¡Soy el Pepín Bello de los manuales y los diccionarios!
31) Vi a Salinger en un autobús de la Quinta Avenida de Nueva York. Lo vi, estoy seguro de que era él. Ocurrió hace tres años cuando, al igual que ahora, simulé una depresión y logré que me dieran, por un buen periodo de tiempo, la baja en el trabajo. Me tomé la libertad de pasar un fin de semana en Nueva York. No estuve más días porque obviamente no me convenía correr el riesgo de que me llamaran de la oficina y no estuviera localizable en casa. Estuve sólo dos días y medio en Nueva York, pero no puede decirse que desaprovechara el tiempo. Porque vi nada menos que a Salinger. Era él, estoy seguro. Era el vivo retrato del anciano que, arrastrando un carrito de la compra, habían fotografiado, hacía poco, a la salida de un hipermercado de New Hampshire.